Se suponía que el 2012 sería un año de celebraciones. Pero vino la fortuna con su raro proceder a hacer que Carlos Fuentes y Artemio Cruz se cruzaran a la inversa. Uno de ida, otro de vuelta. Artemio, el viejo guerrero de la Revolución Mexicana lo haría para cumplir 50 años desde que Fuentes lo escribiera, con 34, en 1962. A Fuentes, una insuficiencia respiratoria le sorprendería a mitad de la ruta el martes pasado, a los 83 años. La muerte los puso a mano.
Nadie estaba preparado para la muerte del novelista mexicano, ni sus pupilos ni quienes le criticaron. Al momento de ponerse al teléfono para decir las cosas que se dicen a la prensa en días como estos, hombres como Héctor Aguilar Camín o el mismísimo Enrique Krauze ofrecieron sus disculpas. No pudieron decir nada sobre un hombre del que se ha dicho todo.
Así como existió una casta de escritores periodistas a la manera de García Márquez, existió una de diplomáticos como Pablo Neruda u Octavio Paz. Fuentes, sin duda, formaba parte de la segunda. Hijo de diplomáticos y caudillo cultural de una estirpe que comienza a extinguirse, fue fundador del boom literario latinoamericano junto a figuras como Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, José Donoso y Gabriel García Márquez.
Ensayista, novelista, dramaturgo, autor de libros fundamentales como La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962) o Aura (1962), era capaz también, según cuentan algunos, de cantar rancheras de Jorge Negrete o arias completas de La Traviata, todo sin perder jamás sus modales exquisitos de bon vivant o cosmopolita sacerdote de cabellera plateada y bigotes de charro.
"Era capaz también, según cuentan algunos, de cantar rancheras de Jorge Negrete o arias completas de La Traviata, todo sin perder jamás sus modales exquisitos"
Antipriísta hasta sus últimos días, Carlos Fuentes desempeñó siempre, a plena conciencia, el rol del hombre de letras en su sentido más moderno o, mejor dicho, modernizador: aquel que ilustra a la masa con sus opiniones y juicios, ya fuese desde la literatura o desde el estrado. Fue en su sentido más enciclopédico, el intelectual que se sentía impelido a asumir un compromiso ético en sus gestos tanto literarios como públicos.
En 1977 renunció a su cargo como embajador en repudio al gobierno de Manuel Díaz Ordaz. Tal y como recuerda José Donoso en su Historia personal del Boom, en los primeros años de la década de los sesenta un entonces incombustible Fuentes era objeto de la censura en México, se hacía notar en los congresos y simposios por su encendido discurso antimperialista, a la vez que apoyaba apasionadamente la Revolución de Fidel Castro. Al menos así lo hizo hasta el caso Padilla.
A su vez que se hacía notar en un discurso más comprometido, su quehacer literario alcanzaba mayor sofisticación política y narrativa. Existen libros suyos indispensables para comprender, primero México, y luego a América Latina. Su ensayo El espejo enterrado (1992), del que se cumplen 20 años y que fue escrito en ocasión del quinto centenario del 12 de octubre de 1492, es fundamental para comprender no sólo un continente sino la relación entera de los países que culturalmente componen Iberoamérica.
A través de La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes hace un repaso, a trozos, por la vida y los pensamientos de un viejo guerrillero de la Revolución Mexicana al borde de la muerte. A través de sus páginas, y de los recuerdos de Cruz, Fuentes narra la historia mexicana de la misma forma en que lo hará, a manera de fresco, en Los años con Laura Díaz (1999.
Destaca entre otra de sus novelas totales La silla del águila, una novela satírica en la que, en un hipotético 2020, en pleno conflicto con Estados Unidos, se descubren las pasiones de quienes gobiernan México a través de un cruce de cartas. La novela comienza justo al hallar una misiva escrita con la caligrafía de una mujer que ha sido amante de un ex presidente y en cuya trama se esconden conspiraciones, traiciones, componendas, crímenes y exageradas maniobras. “En política, las pasiones se convierten en actos públicos”, decía Fuentes al referirse a su propia escritura, siempre urdida, muy prieta, en la trenza historia, nación y política.
2008, el año Fuentes
Al momento de escribir su primera novela, Carlos Fuentes tenía 29 años. En 1958, cuando el Fondo de Cultura Económica editó La región más transparente, Fuentes era un abogado y diplomático formado en Ginebra. Trabajaba al servicio de la cancillería mexicana. Cinco décadas habían transcurrido desde entonces. Carlos Fuentes se había hecho merecedor del Premio Rómulo Gallegos en 1977, el Cervantes en 1987 y el Príncipe de Asturias de las Letras en 1994. Así que a números redondos, fiestas patrias. Y qué mejor, y más relamido, homenaje para el creador de la “gran novela urbana de México” que bautizar el 2008 con su nombre. Y así como ocurrió con el Quijote y su maratónica celebración, un grupo de personas tuvo a buen criterio decretar aquella fecha como “el año Fuentes”.
El calendario se volcó en el escritor mexicano, que comenzó ese año sus agasajos en Toledo, con el Premio Internacional Don Quijote de la Mancha, y terminó en México un mes después con sarao literario multitudinario al que asistieron desde Nadine Gordimer hasta Gabriel García Márquez.
Premios aparte, el autor de Aura ofreció en ese viaje a Madrid una conferencia sobre “La nueva narrativa hispanoamericana”. Ante un apretado auditorio de periodistas, escritores, editores y lectores, el Premio Cervantes realizó un recorrido –casi enciclopédico- que comenzó con las Crónicas de Indias –“origen del realismo mágico y la novela del asombro”, dijo- hasta completar una radiografía del género novelístico latinoamericano del que además fungió como padrino.
“Carlos Fuentes: En política, las pasiones se convierten en actos públicos”
“En la literatura de América Latina –dijo el bronceado novelista- la lengua emergió para explorar y recordar, una poética capaz de fundar la realidad desde la palabra. Lo que comenzó Rubén Darío, continuó en autores del pre-boom y el propio boom latinoamericano, para llegar incluso a un mini boom, un post-boom y hasta un anti boom”.
De su atlas literario, destacó Fuentes en aquella ocasión a un grupo que él mismo arrulló e incentivó y del que proviene buena parte de sus pupilos, entre ellos el novelista mexicano Jorge Volpi. Se trata de la generación del crack mexicano, un grupo de narradores que salieron a la palestra con la reivindicación de ser una generación reactiva, anti-boom, y que aún así salían al ruedo, mansos, con la caricia y el beneplácito edípico de uno de sus benefactores: el mismísimo Carlos Fuentes.
De La voluntad y la Fortuna a las conversaciones con Dios
Después de la discreta acogida de Todas las familias felices, una caótica y desaliñada selección de relatos, Fuentes se propuso volver a sus orígenes con La voluntad y la fortuna (Alfaguara, 2008) una novela que a La silla del águila (2003). Nuevamente, exprimió el drama político y escogió la cabeza decapitada de Josué Nadal para narrar el siempre truculento devenir mexicano. Será entonces este decapitado y chilango Julián Sorel quien dé cuenta de un huerto político lleno de emponzoñadas hortalizas.
De nuevo, y a la manera de un artefacto realista, Fuentes ensayó una novela con un comienzo artificioso y pirotécnico que, al igual que su almidonada clase magistral, comienza a arrugarse página por página. “Si el sol naciente y la noche moribunda no hablan por mí, no tendré historia. La historia que quiero contarle a los que aún viven. Creo que el mar vive y que cada ola que me lava la cabeza siente la tierra, palpa la carne, busca mi mirada y la encuentra, estúpida. O más bien azorada. Incrédula. Miro sin mirar. Tengo miedo de ser visto. No soy lo que se dice ‘agradable’ de ver. Soy la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México. Soy uno de los cincuenta decapitados de la semana, el séptimo del día de hoy y el único durante las últimas tres horas y un cuarto”.
A esa novela le siguieron Adán en el edén (2009), Viad (2010) y La gran novela latinoamericana (2011). Tal y como han citado la mayoría de los medios, en ocasión de una visita a la feria del Libro de Buenos Aires, Carlos Fuentes comentó que trabajaba varios proyectos, entre ellos, Federico en su balcón, una novela que estaría próxima a publicarse en septiembre por Anagrama y en la que –retomando la idea de Nietzsche sobre la muerte de Dios-, Fuentes narra una conversación entre él y Dios. Además de ésta, el autor mexicano preparaba unas memorias, Los días de la vida, así como un tercer título: El baile del Centenario.