Escribía Marino Gómez Santos que Santiago Bernabéu pisaba el asfalto de Madrid como un marinero a bordo de su barco. En una de sus entrevistas, el periodista admitió que sin Bernabéu Madrid no sería lo que es. Y cuánta razón tenía. En torno a la pelota de cuero se tejen lealtades que nunca se disuelven. Porque uno puede divorciarse, pero no dejar a su equipo de fútbol.
Es algo que no todo el mundo entiende, sobre todo aquellos que detestan el balompié o, sencillamente, lo ignoran. Mi abuela Guiller formaba parte de esa estirpe de mujeres que no prestaba mucha atención al fútbol, como tantas y tantas en su época. Aquel desapego lo pagó en sus carnes mi padre. Cuando era niño, mi abuela le regaló una camiseta de fútbol. Mi papá, madridista de pro, abrió aquel paquete con entusiasmo, esperando encontrar la camiseta blanca del equipo de sus sueños, el Real Madrid.
Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que la Guiller le había regalado la camiseta del Barcelona. “Pero mamá, ¡si esta camiseta es del Barsa y yo soy del Madrid!”. “Ay cariño, pero esta camiseta es más sufrida. Y es de fútbol también, ¿no te gusta? La otra es más sucia”.
A mi abuela Guiller poco le importaba lo que aquellos colores o símbolos representaban. Una camiseta blanca se ensucia mucho más que una de colorines, sea la del Barcelona o la del Manchester United. Además, si eran camisetas para jugar al fútbol, ¿qué más daba? Aquel inocente gesto de mi abuela supuso no pocas penurias para mi padre, que tuvo que enfrentarse a las burlas del resto de los niños, todos del Real Madrid.
Aun sí, mi padre fue siempre fiel a los colores del equipo de Chamartín, pese a portar en su niñez la camiseta sufrida del eterno rival. Hay veces que detrás de la elección de un equipo de fútbol hay razones poderosas. Mi tío Pedro se hizo del Barcelona porque cuando era estudiante en un internado de Collado Villalba a él y sus compañeros siempre les tocaba escoger el Barsa en las pachangas de recreo, porque los mayores, que escogían primero, siempre se pedían el Madrid.
La vida es demasiado corta e imprevisible como para malgastarla apoyando a un equipo que no sea el Real Madrid. Al menos las embestidas de la vida se compaginan con un equipo de ensueño que lo gana todo casi siempre. Nueve Champions han visto estos ojitos que escriben. La última, en compañía de un gran amigo al que dije que el bar donde estábamos daba suerte al Madrid. A punto estuvo de dejarme en mal lugar el equipo de Ancelotti tras una primera parte desastrosa. La primera Champions que vi fue la séptima del equipo, y guardo en mi corazón por encima de todo a su protagonista, que me acompaña siempre en la cartera –en versión cromo-; Pedja Mijatovic.
De niño idolatraba a aquel montenegrino con aspecto de presidiario que jugaba con un estilo único. No era para nada consciente de que Mijatovic podía marcar gol un sábado y viajar el domingo a Valencia para visitar en el hospital a su hijo Andrea, que nació con parálisis cerebral. Los médicos dijeron que viviría hasta los 6 años, a lo sumo, pero aguantó hasta los 14. Mijatovic dijo en una entrevista que cambiaría todo lo que había conseguido en su vida, incluyendo la séptima Copa de Europa, por escuchar a su hijo decir una palabra. “Lo habría cambiado todo por escuchar un ‘hola, cómo estás”.
Pude hablar con Mijatovic en 2020, en plena pandemia. Me atendió con suma amabilidad, después de hacer algo de ejercicio en la cinta. “En momentos difíciles pensaba en Andrea y conseguía superar todo. Mi hijo me ha ayudado muchísimo a entender que muchas cosas no dependen de nosotros. Te das cuenta de que no eres nadie; no podía ayudar a mi propio hijo. No debemos volar demasiado alto cuando las cosas van muy bien ni caer demasiado bajo cuando van mal. Hay que mantener un equilibrio. La enfermedad de mi hijo fue muy dura, pero siempre me ha ayudado a ser mejor persona, mejor ser humano”, dijo. Mijatovic sabía que viviría más que su hijo. Andrea falleció en 2009.
Guardo en mi cartera, entre otros amuletos, un cromo de Mijatovic cuando militaba en la extinta selección de Yugoslavia. En momentos de flaqueza miro el cromo y veo a aquel futbolista al que tanto admiré y recuerdo lo que somos más allá de símbolos. Más allá de los colores de nuestra camiseta. De nuestras ideas. De nuestros triunfos y fracasos. Somos seres de carne y hueso que queremos abrazar una noche más a nuestros hijos antes de acostarnos.