Febrero de 1981, Chile: del día 18 al 23 se celebró una de las ediciones más esperadas del festival en Viña del Mar. Creado en febrero de 1960 por el político liberal Gustavo Lorca, alcalde del lugar, consolidaba una feria de artesanía previa y suponía un método de “aumentar el interés turístico”. Esa edición del año 81 fue juzgada como “la mejor” de este festival y tenía en su cartel grandes luminarias como Julio Iglesias, Camilo Sesto o “El Puma”. En la sección internacional aparecían bandas como el funk de KC and the Sunshine Band o el solista ligero Ray Conniff y completaban un cartel notable.
Un jovencito español en mallas blancas y una chaquetilla con flecos, uniforme propio de cualquier videoclip de Village People, cerraría el cartel buscando repetir su éxito español en el continente americano. Este disfraz aterciopelado, casi plateresco, eran el perfecto contraste con un caqui que envolvía a los carabineros que dominaban casi todo este país del cono sur: estamos ante una sociedad militarizada, con represión institucionalizada, que se rinde apenas unos días ante una fantasía pop. Dos mundos, dos sociedades, que convivían en extraña armonía en un país enjaulado luego del gran crimen político de los 70 que fue el golpe de estado del 11 de septiembre.
Pero regresemos al año 81, a ese febrero: nuestro cantante un tanto hortera y de pelo lacio acaba de llegar al Anfiteatro de la Quinta Vergara en una tanqueta. El gobierno, lejano a cualquier liberación social, temía cualquier altercado debido a su disfraz uranita y prefirió llevar al artista rodeado de milicos con armas al hombro. Este recordó, asumiendo cierta culpa, que…
“Viña era el único festival que existía en todo el continente americano y pocos años antes de que yo llegara ya lo era. Recuerdo que era como el Hamlet de Shakespeare. Tú para ser actor tenías que hacer Hamlet y para hacer el recorrido o carrera musical tenías que pasar por Viña”.
El rapsoda de leotardos albos se llamaba Miguel Bosé, tenía 24 años, y no fue el único en el gran festival pop del Chile pinochetista. Muchos otros participarían todavía con menos culpa y pocos expresarían algún remordimiento: Viña era su Hamlet y todos ellos pretendían ser los Lawrence Olivier de la música ligera. Nadie quería, entonces, perder su lugar. O más bien, “un momento” como cantaba Bosé en la primera pista que interpretó en el festival y que se llamaba Morir de amor:
“¿Qué es morir de amor?
Morir de amor por dentro
Es quedarme sin tu luz
Es perderte en un momento”
Un momento para el éxito
El pop como fenómeno de masas fue utilizado por todas las autocracias de las últimas décadas, especialmente en el marco hispano. El dictador español Francisco Franco instrumentalizó la victoria de Massiel en Eurovisión de abril de 1968, todavía con ciertas sospechas de compra de votos por las autoridades españolas (según denunció el cantante británico Cliff Richards). La propia agonía del autócrata gallego sucedió con especiales continuos de Raphael en la RTVE en 1975; fantástico “soma” que buscaba anestesiar la crisis sucesoria que se preveía. No por casualidad, en esos meses de incertidumbre, la revista cómica criptocomunista Por Favor afirmaba “que se metan a Raphael donde les quepa”.
El pop como fenómeno de masas fue utilizado por todas las autocracias de las últimas décadas, especialmente en el marco hispano
La ideología, a pesar de todo, no va a ser la línea divisoria de la aceptación o fascinación de los artistas pop por los dictadores. El cantautor Silvio Rodríguez llegó a decir a la prensa chilena caído ya Pinochet -poco antes de un concierto en Viña del Mar- que la muerte de Fidel Castro fue “el día más triste de mi existencia”. Parecía perdonarse el discutido origen anticastrista de su sencillo Ojalá de 1978, denunciando incluso el uso de un “sample” del tema por el grupo contrario al comunismo cubano Orishas. Todo el mundo temía, tenía terror, a perder la dádiva de los “tiranos banderas” continentales e ibéricos, siendo los artistas conscientes del frío laboral fuera de la promoción estatal.
En ese sentido, “el momento” que utilizó Miguel Bosé, que promocionó a Raphael en la televisión pública y que dio una apacible vejez a Silvio Rodríguez, no tendría mejor metáfora que Viña del Mar; caso preciso de disociación entre discurso oficial y realidad política. Un lienzo colorido y andino que, según el activista comunista y LGTBi Pedro Lemebel, era…
“…más que una tarima musical, también ha sido un escenario donde la situación política del país se ha reflejado a toda pantalla. Así, se ha hecho costumbre descubrir en la platea a algún político taquilla en tenida sport, moviendo la panza al compás de la orquesta (…) Algo de esto ocurrió en 1974, en el festival realizado después del golpe. En medio de un blindado batallón de seguridad, Pinochet llegó con su capa de vampiro pisando fuerte. ¿Y quién se iba a atrever a mirarlo feo?”.
¿Quién miraría feo a Pinochet?
En el excelente libro del político Heraldo Muñoz sobre Augusto Pinochet, resumen de un país próspero aún cautivo, las apariciones de la villa costera Viña del Mar son continuas. La dictadura, en cierto sentido, no pudo prescindir de esta ciudad modelo en América Latina como representación de una arcadia feliz. Muchos discursos célebres de la época se dieron ahí e incluso era el lugar donde se celebraban las convenciones de economistas liberales. El periodista progresista Ozren Agnic Krstulovic recuerda también las posesiones de la familia del autócrata allí, además que es voz pópuli que la preparación del golpe del once de septiembre se realizó entre esta Viña del Mar y la cercana Valparaíso. A la sombra de las mansiones y haciendas coloniales de tanto pinochetista, la primera tumba de Salvador Allende se ubicó allí (cementerio civil de Santa Inés) en otro de los contrastes con los cuales los escritores latinochés han hecho su fortuna.
Pocas metáforas más consecuentes de este poder tenebroso, incluso en democracia, que una anécdota poco después de la llegada de la democracia en los años 90: los suyos dieron a Pinochet una comida homenaje en Quillota, gran nido cuico (pijo) cerca de Viña del Mar, donde un grupo de mariachis tocó una de las rancheras preferidas del dictador. ¿Cuál podría ser? No otra que El rey de José Alfredo Jiménez, cuya célebre letra decía todo sobre la influencia omnipresente del tirano: “no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey”.
Pero, parafraseando la “servidumbre voluntaria” del ensayista galo Étienne de La Boétie, “son los propios pueblos los que se dejan reprimir” y el pinochetismo encontró una red de colaboradores eficaces y dóciles. El marxismo político suele hablar de las clases burguesas y, en el caso chileno, muchas asociaciones gremiales (“el paro de los camioneros” de 1972) ya fueron avanzadilla del poder que venía. En ese sentido, recordando todas las campañas anteriores a la caída de Allende que clamaban por la libertad frente al socialismo real, se puede analizar la canción del cómico Bigote Arrocet en el fatídico Viña del Mar de 1974. Allí, en supuesto homenaje al fallecido Nino Bravo, cantó Libre cuya ambigua letra podría servir tanto para la vindicar el aperturismo en el franquismo como el golpe contra el socialismo real de Allende:
“Piensa que la alambrada solo es
Un trozo de metal
Algo que nunca puede detener
Sus ansias de volar”
Pero la mentira tiene corto recorrido, y la recuperación de una entrevista con Bigote Arrocet, Interviú claro, exponía su estudiado discurso:
“Nosotros, los artistas, no podemos ser políticos, porque si nos quedamos sin trabajo no serán los demócratas cristianos, ni los comunistas los que nos lo den. Mi única política es mi trabajo, la responsabilidad y el no hacer daño a nadie”.
No hacen daño a nadie
Los nombres célebres se suceden si uno repasa las ediciones de Viña del Mar del 74 al año 90, el inicio de la democracia: Jeanette, “El Puma”, Julio Iglesias, Roberto Carlos, Mari Trini, Sergio y Estíbaliz, Al Bano y Romina Power, Los Marismeños, Paloma San Basilio, Rocío Jurado, Gloria Gaynor, Umberto Tozzi, Los Pecos, Raphael e incluso Ana Belén y Víctor Manuel. El maestro de ceremonias chileno Antonio Vodanovic, así, salía al escenario, se aferraba al micro y afirmaba enmascarado con su sonrisa de anuncio dental:
“Nuestro mejor saludo para todos vosotros, amigos. Este es el comienzo oficial del decimoséptimo festival de la canción. Evento organizado por la ilustra municipalidad de la ciudad jardín y que llega a todo el país a través de televisión nacional de Chile (…) Hoy comienza a volar la gaviota de plata; símbolo del festival”.
Es ciertamente una metáfora manida, quizá del gusto de nuestro poeta gubernamental Luis García Montero, que el premio de este festival de la música ligera fuera una gaviota de plata en una dictadura que inventó “los vuelos de la muerte”. Este sistema de ejecución sumarísima vía helicóptero, cuyos testimonios pavorosos recoge la profesora Leigh Payne, era una muestra de la crueldad de la autocracia pinochetista. Todo quedaba silenciado bajo la máscara de un país feliz semejante a la Sudáfrica del apartheid cuyos “defensores en lugares poderosos” solo miraban a la villa vacacional “City Sun” (cantaba Eddy Grant) o la España franquista de sol, moscas y “hombres de negocios alemanes que pretenden ser acróbatas” en la piscina (Monty Python dixit).
Estos regímenes autoritarios y sus acólitos tomaron rápidamente las modas de fuera, incluso las vinculadas a la contracultura. Así, tal como reconstruye con finura Jordi Costa a propósito de los Vallejo-Nájera, se travistieron de hippies o rockers. La ensayista Isabel Jara Hinojosa recuerda , además, al comparar a Franco y Pinochet cómo este último persiguió la “nueva canción chilena” a la vez que se promovía “la música folclórica tradicional”. Viña del Mar, entonces, sería otra pieza en un rompecabezas de propaganda que buscaba ahogar cualquier desviación política a través del pop: la sección folclórica, donde competían tradicionales con la “nueva canción”, sería suspendida del festival hasta inicios de los 80.
Los cantautores comprometidos de folk, aquellos nombres que todavía huelen a pana y papel de periódico clandestino como Víctor Jara, Inti Illimani y Quilapayún, desaparecería ocupando su lugar la música ligera desvinculada a cualquier política. Como resume el profesor Jedrel Mularski:
“Luego del golpe militar de 1973 el festival de Viña del Mar volvió a su énfasis en música pop y su conceptualización como certamen apolítico (…) se enfatizó una ruptura entre la música `política´ de la `nueva canción” con músicos de folclore como Los Cuatro Cuartos”.
Abrir la muralla
Entre todos aquellos que “cabalgaron sus contradicciones” y fueron a Viña del Mar, es bueno extraer varios nombres del listado global, algunos ciertamente sorprendentes. Entre los previsibles, está un todavía bisoño Julio Iglesias que quiso perdonarse su concierto en Viña del Mar y decidió cantar para los represaliados en la cárcel de Valparaíso. Enfundado en su “jersey de lana de Chiloé” y llegando con “seis horas de retraso”, cuenta su minucioso biógrafo Óscar García Blesa, dijo a los presos allí:
“Aparentemente, soy un hombre libre, pero en realidad soy un prisionero de mis compromisos, de cantar aquí y allá, de los hoteles y aviones. Mis fans no me dejan en paz. Los comprendo muy bien. Les traigo un abrazo fraterno y espero que recuperen su libertad tan pronto como sea posible”.
La respuesta de los presos no debe sorprender a nadie: le comenzaron a llamar “hijo de puta” y al poco Iglesias debió suspender su actuación. Era febrero de 1975, pero todavía en el año 1983 el dúo sacapuntas de la socialdemocracia, Ana Belén y Víctor Manuel, actuaron en un Chile que estaba bajo la mano de hierro de Pinochet y sus colaboradores. Al regresar de esta autocracia, el cantante asturiano hizo la siguiente declaración que recogió el diario ABC del 5 de marzo de 1983: “Ana y yo fuimos allí para llevarles un aire de libertad, y hemos encontrado el mismo ambiente que el que se respiraba en España en el año 74”.
No se conoce el repertorio de la actuación, pero hubiera sido justo que interpretaran La Muralla del citado grupo Quilapayún con letra del poeta Nicolás Guillén. Este colectivo folk fue el protagonista del último Viña del Mar del allendismo, 1973, y se exiliaría hasta finales de los 80 -tiempos del plebiscito que trajo la democracia- en una muestra de coherencia moral. Quizá una versión honesta de Ana Belén y Víctor Manuel de esta pista debía haberse cantado así:
“ - ¡Tun, tun!
- ¿Quién es?
- El sable del coronel...
- ¡Abre la muralla!”