Cultura

La librería más famosa del mundo

Shakespeare and Company, la continuación que hizo George Whitman de la mítica librería que regentó Sylvia Beach en los años 20, es uno de los lugares de peregrinación literaria más conocidos del mundo. Jeremy Mercer cuenta la historia de un lugar que se levanta como un mito en el distrito cinco de París. 

Todo aquel que deseara dormir una noche y beber una taza de sopa caliente o te debía hacer dos cosas: trabajar y leer un libro al día. Peticiones razonables para un aspirante a escritor –o aspirante a cualquier cosa- sin un centavo en París. Su dueño, George Whitman, hizo colgar en las paredes de su establecimiento una cartela: “Sé hospitalario con los desconocidos. Podrían ser ángeles disfrazados”. Whitman, este americano amante de los libros, había decidido abrir su local –empezó con una habitación en la que recibía a soldados de la segunda guerra mundial a quienes daba libros para leer-, por sugerencia de Lawrence Ferlinghetti,  mítico librero de San Francisco, el alma de City Lights.

Whitman le llamó entonces Le mistral –librería a la que, por cierto, Julio Cortázar acudía a comprar sus libros-. A mediados de los años sesenta, Whitman la rebautizó. Escogió Shakespeare and Company, el  nombre que distinguió durante años a la librería dedicada a  literatura en inglés fundada por Sylvia Beach –la editora de James Joyce- en París en 1919. Si ya en las manos de Beach el lugar había sido una leyenda –por ahí pasaron Joyce, Hemingway, Ezra Pound, Fiztegarld-, en las de Whitman se convirtió en un mito –todo aspirante a algo: escritor, político, filósofo ha dormido y trabajado en ella-.

Y es sobre ese mito sobre el que Jeremy Mercer escribe en La librería más famosa del mundo (Malpaso, 2014), porque lo es. Shakespeare and Company fue no sólo el hogar de los beats en París ni el lugar por donde han pasado los más grandes escritores del siglo pasado –y este-. Es mucho más que eso. Hoy, en manos de la hija de Whitman –a quien él llamó, por cierto Sylvia Beach-, el local se comporta como los lugares de interés general: la rodean curiosos, turistas y fetichistas. Es, dice Jorge Carrión, más célebre que la Torre Eiffel. Y todo el mundo quiere su foto en ella o frente a ella. Antes no era necesario, pero ahora deben comprar la postal. Ya no se pueden hacer fotos en su interior. Así es el negocio.

¿Un libro periodístico, de viajes o literario?

Este es el primer volumen de la colección Lo Real, coordinada por Jorge Carrión para la editorial Malpaso, la cual pretende difundir la no ficción en general. La librería más famosa del mundo –ese no es su título exactamente, tiene varios-, es según el propio Carrión un texto que mezcla crónica, periodismo y acaso literatura de viaje. Al margen del género, se trata de un libro de lectura sabrosa y tranquila; perfecta para bibliómanos -o bibliópatas-.

La historia la escribe  Jeremy Mercer, un periodista de sucesos canadiense; uno que ha consumido en demasía todo cuanto rodeaba su oficio: asesinatos, descuartizamientos, violaciones, primicias y alcohol, mucho alcohol. Un hombre que huye. ¿De qué escapa un periodista que se vuelca en contar la historia de una librería como ésa? Pues de un ladrón que pretende partirle las rodillas con un bate. Así llegó a París en las navidades de 1999: desesperado y con poquísimo dinero.  Y no deja de ser, a su manera hermoso, que alguien que huye consiga refugio en una librería. Es verdad. Esta no es cualquiera. Pero a los aficionados a subrayar los libros, este será un motivo más que suficiente para acometer la gustosa tarea.

Jeremy Mercer entra, jalonado por un enjambre de turistas que hacen fotos del lugar, y escribe: “una resplandeciente lámpara de araña colgaba de un falso techo de madera agrietada; en un rincón, un hombre obeso estrujaba su muumuu color turquesa que estaba chorreando. Una horda de clientes rodeaba el mostrador berreando a la dependienta  en una estridente mezcla de idiomas. Y los libros.Había libros por todas partes. Combaban las estanterías, sobresalían de cajas de cartón, mantenía un equilibrio precario en pilas demasiado altas y encima de algunas sillas”.

Más adelante, se topa Mercer con un hombre que coge para sí las monedas de más valor  que se acumulan en el pozo de los deseos que los dueños de la librería han dispuesto para viajeros y visitantes; también una navaja con espuma todavía fresca en el filo; una hilera de latas pegajosas y los caparazones secos de cucarachas muertas. Por que sí, en su libro, Jeremy Mercer narra la estampa romántica de la librería a la que van a parar quienes alimentan sus sueños con la materia que llena este sitio -libros, ficción-, pero también los muchos detalles, personajes estrafalarios y vivencias que acumuló durante sus días allí. De eso trata esta historia.

Ha sido justamente esta mirada –a ratos desmitificadora, a ratos no- la que no ha gustado mucho a Sylvia Beach, hija de Whitman y actual dueña del establecimiento. Según ha comentado el propio Jorge Carrión, La librería más famosa del mundo no se vende en Shakespeare and Company. En sus páginas, Mercer narra incluso de qué forma Beach y su padre –a instancias del propio periodista- se reencuentran después de años sin saber el uno del otro.

Whitman, ese raro filántropo

Whitman, un hombre que jamás pudo entender la idea de intimidad –vivía en la librería, en un pequeño cuarto sin puertas-, es retratado por Jeremy Mercer desde distintas visiones, una de las más interesantes quizás la ideológica. Su relación con el comunismo, que comenzó en la Universidad de Boston, es tratada con la textura testimonial del periodista: “Viviendo con Georges en Shakespeare and Company y leyendo los artículos de Noam Chomsky que me daba, era fácil creer todo lo que me contaba, ver los  inconvenientes del comunismo. Nadie conocía historias por haber vivido bajo el régimen de Ceausescu, y Ablimit no perdía oportunidad de mofarse del gobierno chino (…) George me explicó que jamás se había establecido un comunismo real en ninguna parte”.

Resulta complejo aprisionar en ocho párrafos un libro que ofrece al lector tantas interrogantes como hallazgos. Tampoco merece la pena aquí juzgar como bueno o malo –hay veces en que ciertas categorías molestan- un libro cuyo mayor valor no es sólo la textura personal sino también el hecho de que leyéndolo, surge la necesidad de buscar otro libro, y otro, y otro de esta, la librería, que fue Stratford-on-Odéon –Joyce dixit-, también el lugar donde Gregory Corso robaba libros; Lawrence Durrel y Smauel Beckett esquivaban la mugre o Burroughts documentaba con libros de medicina su Naked Lunch.

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