Cultura

La farmacia literaria: poetas con P, de Prozac

Si el mal del siglo XIX fue acaso la melancolía, el siglo  XX echó mano del botiquín. No se sabe si para mitigar el spleen o para acabar con él de un plumazo. ¿Cuál ha sido la relación, a veces fatal, entre fármacos y escritores?

Sylvia Plath sufría de trastorno bipolar. Durante años consumió Fenelzina, el mismo antidepresivo que usó David Foster Wallace. Plath se mató metiendo la cabeza en el horno y Foster Wallace colgándose de una viga. Virginia Woolf, con trastorno maniacodepresivo, llenó sus bolsillos de piedras y se lanzó al río Ouse.  Tras las pastillas y los electrochoques, Ernest Hemingway no tuvo más fuerzas para sostener el espectáculo de su ruda masculinidad y se mató de un disparo. "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", escribiría Cesare Pavese. A él la muerte no le llegó, la buscó un 26 de agosto. La consiguió en dieciséis envases de somníferos.

Si el mal del siglo XIX, la melancolía, se impuso en escritores, artistas y poetas como manto con el que se mal diagnosticaba la bipolaridad, el siguiente, el XX, echó mano del botiquín. La felicidad en botes. Largo rosario de pastillas para adormecer una insatisfacción que se ensaña, muy democrática ella, con quienes empujan, como pueden, los tiempos modernos. No en vano el Prozac es el antidepresivo más usado en la historia. 54 millones de personas lo consumen en todo el mundo y desde 2005 el fármaco más usado en los Estados Unidos

La relación entre fármacos y literatura es tan antigua como la propia reflexión sobre el suicidio, en el que Sócrates nos lleva una ventaja de más de dos mil años. El fastidio universal, ese spleen que atormentaba a los malditos, no sólo no ha desaparecido, sino que ha mutado en expresiones más sofisticadas. Del opio y el hachís de los fumaderos bohemios al Tranxilium y la Velafaxina, también el  Spiron, Zyprexa o Quetiapina, los últimos tres potentes antisicóticos.

Un repaso a la farmacopea literaria bastaría para conseguir funestas coincidencias en las recetas médicas de algunos escritores -Plath y Foster Wallace, por ejemplo- pero también en el tipo de enfermedad que padecían. Ya lo dice Rafael Narbona en su ensayo Retrato de un escritor bipolar: durante siglos, el trastorno bipolar no tuvo nombre. Era la enfermedad silenciosa, el mal secreto que se disfrazaba de depresión, paranoia o locura y que era mejor ocultar. Pero existía y era devastador: Tolstoi, Balzac, Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf, Tennessee Williams, Juan Ramón Jiménez o José Agustín Goytisolo sufrieron sus embates con desesperación, a menudo hasta la muerte.

Y hubo quienes acortaron el camino por su propia mano: Alejandra Pizarnik se produjo un paro cardíaco con 50 pastillas de secobarbital; también los que terminaron hundiéndose en el jabonoso malestar que les asolaba. Tennessee Williams murió devastado por el alcohol y los barbitúricos, solo como un perro en una habitación del neoyorquino hotel Elysée, atragantándose con el tapón de plástico de un bote de colirio para los ojos, rodeado de frascos de medicinas, drogas legales e ilegales, ceniceros llenos de colillas, ropa sucia, papeles desordenados y botellas de vino a medio beber. Llevaba más de dos años sin estrenar una obra y la crítica se había cebado con enjundia.

Manía, obsesión, depresión… un afilado picahielo que cincela el cerebro y en el que la muerte se convierte para muchos en un claro entre la tormenta. Nadie escoge el dolor, pero sí la manera de extirparlo. Así le ocurrió a Pedro Casariego, también a  Alfonso Costafreda, adicto  a los somníferos y los tranquilizantes Según Aleixandre, "sólo tenía cerca siempre a su soledad y su abismo a los pies". Incluso, sobre su muerte, Carlos Barral escribió cómo "el suicidio se había ido convirtiendo en los últimos años en una aspiración cada vez más abstracta que ya no necesitaba de motivos y circunstancias".

Existe, de hecho, una Antología de poetas suicidas, realizada por José Luis Gallero, y que abarca una selección de escritores desde 1777 hasta 1985. También la periodista Leila Guerriero editó Los malditos, un volumen de la Universidad Diego Portales que  reúne diecisiete retratos de vidas al límite de artistas de América latina contados por escritores y cronistas destacados como Alan Pauls, Mariana Enriquez, Alberto Fuguet, Juan José Becerra y Juan Gabriel Vásquez, entre otros. Suicidios, infiernos interiores, impulsos autodestructivos.

En una lectura menos fatalista, Edmundo Paz Soldánreflexiona sobre la conexión directa entre los antidepresivos y la redefinición de la identidad ¿Realmente sabemos quiénes somos o qué cuando se ha pasado una vida entera usándolos?, se pregunta el escritor. El siquiatra norteamericano Arnold Ludwig (El Precio de la Grandeza, Resolviendo la Controversia Entre Creatividad y Locura), durante treinta años analizó dieciocho profesiones diferentes. Comprobó  que quienes se dedicaban al trabajo creativo -escritores, gente de teatro y músicos- tenían un mayor riesgo de sufrir problemas mentales (alcoholismo, depresión, sicosis y ansiedad). La creación como reflejo obsesivo.  El pánico y la ansiedad de la página en blanco como un espejo indeseado en el que se refleja quien espera llenarla. Memorias psiquiátricas o acaso literarias, la farmacopea atraviesa la literatura, a veces fulminándola.

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