Los títulos de sus libros despeinan la curiosidad. Basta un paseo atento desde su primer volumen de relatos Tres noches de corbata (1987) hasta llegar, por ejemplo, a La caja de pan duro (2000), Helarte de amar (2006) o España, aparta de mí estos premios (Páginas de Espuma, 2009). para asomarse a la capacidad del escritor Fernando Iwasaki (Lima, 1961) para confeccionar en pocas palabras -muy pocas- una imagen literaria redonda y certera, cual balazo en una pared blanca. Sin embargo, lo que en estas fechas nos incumbe –el terror- tiene en Ajuar funerario (Páginas de Espuma, 2004) su versión más sofisticada.
Se trata, sin duda, de uno de los volúmenes de relatos de terror mejor conseguidos y cuya relectura jamás cansa. No en vano lleva ya siete ediciones. En sus páginas, Iwasaki asalta con ingenio y elegancia. Este escritor peruano-japonés-sevillano ha sido catalogado por Mario Vargas Llosa, Antonio Muñoz Molina o Edmundo Paz Soldán como uno de los escritores más interesantes de las últimas promociones literarias. Y este libro lo confirma.
Estampas y otras alhajas fúnebres
Con prólogo fechado por el autor en 1998, Ajuar funerario reúne 90 micro relatos de terror que forman parte de los proyectos que Fernando Iwasaki trabaja –entre su diversidad literaria- desde la década de los noventa y que toman forma final en un volumen que se comporta como un artefacto de la brevedad. Nieto de un japonés radicado en Lima, egresado de la Pontificia Universidad Católica del Perú y doctor por la Universidad de Sevilla, Iwasaki se apropia de lo mínimo para recrearse en el universo fantástico y el escalofrío literario, en ocasiones delirante, que une una historia con otra.
Lo fúnebre adquiere una dimensión tan estricta como paródica, una franja que el propio autor recrea bajo la figura de una bagatela: de los fardos con alimentos, mantones y joyas utilizadas en la antigüedad –el ajuar como tal- a las regorgallas de alquiler que pasan, de un difunto a otro, una vez terminado los servicios del sepelio. Iwasaki afinca sus dientes sobre ésas y otras pegatinas empobrecidas del más allá.
Lo tenebroso y macabro, tan universales como devaluados, vuelven al quehacer literario en casas embrujadas e historias de conventos, pero también en irónicos y mordaces tapices narrativos, verbigracia El álbum, el relato número 13 del libro:
“Mi primera comunión fue muy bonita: las canciones, los trajes blancos, la iglesia llena de flores y los papás llorando de felicidad (…) Todo lo anoté en mi álbum: cómo se llamaba el obispo, quiénes fueron a mi fiesta y qué regalos me llevaron. Me encanta mi álbum de primera comunión, lleno de cera, de fotos, de cíngulos y de las estampas de mis amigos. Aunque la página que más me gusta es la que tiene la hostia pegada”.
Iwasaki retrata lo críptico sin contemplaciones ni concesiones. Con un lenguaje que impresiona por su plasticidad y exactitud metafórica, mezcla el humor y la inteligencia sin perder de vista la respiración breve que cada una de las diez o doce líneas de sus relatos exige. En este libro, el escritor no sólo revitaliza el género del mini cuento y la estirpe del terror como lugar universal del relato oral, sino que rescata un elemento consustancial: el papel del narrador y el de aquel que cuenta una historia. La coincidencia de ambos produce, en efecto, el brillo de estas miniaturas literarias.
Los relatos recogidos en esta edición restituyen la autoridad que alguna vez tuvieron los fantasmas, las pesadillas y supersticiones, con un detalle: el miedo de Iwasaki es factible; guarda un parentesco –a veces- con la soledad, pero también con el desasosiego, el despojo, la podredumbre y las miserias cotidianas como un lugar desde el cual sintonizar la oscuridad, con o sin vampiros. El miedo vuelve para ajustar cuentas con el descreído lector contemporáneo. He allí el asunto detrás de este ajuar: el uso diestro que hace Iwasaki de las pocas palabras.
Lo críptico contemporáneo
Hilados en una columna temática que se desprende a veces del miedo infantil –y su transformación en la pesadilla adulta- o lo fantástico inexplicable, los relatos de Fernando Iwasaki trabajan lugares cotidianos del espanto: el baño de una gasolinera, la biblioteca de un decano recién fallecido, la sala de emergencias de un hospital o el ascensor de un edificio cualquiera. A las estacas y abuelas espectrales que sobreviven de generación en generación como historias poblanas, se suman el correo electrónico o el dominio de una página Web. En otras palabras: todo ocurre en el hecho verosímil de sus lóbregas escenas.
Relatos como Violencia doméstica, donde lo sobrenatural y lo cotidiano brillan engarzados en la ironía; la refacción contemporánea del vampiro en Monsieur le revenant o la escena agobiante de un viajero urgido en el cuento W.C, le imprimen vigencia al relato fantástico en lugares donde el miedo sigue siendo miedo, sin incurrir en la ingenua impostura del efectismo. El terror se sobrepone al reblandecimiento de zombies y vampiros empalagosos, y es devuelto a lo literario con la maestría de un Horacio Quiroga en el El Almohadón de plumas.
Aunque Iwasaki interviene y pule sus finales para precipitar el escalofrío, no le obsesiona la esfericidad del mini cuento, ni lo circunscribe únicamente a la operación del asombro. No se permite el agotamiento: reduce la anécdota, destila hasta quedarse con lo esencial. Desmitifica y a la vez reivindica el terror con ácido absurdo y humor. En muchas ocasiones se limita a la descripción o el uso de una situación oscura desde la cual genera momentos poéticos fulminantes -como el que reproduce en La cueva o Father and son-, así como escenas tan repugnantes como solitarias, sin desaprovechar la pulcritud de lo breve.
Existe, en efecto, un asunto detrás de este ajuar: las palabras como clavos; excéntricos martillazos que el autor imparte sin remilgos. Sus relatos, como sus títulos, despeinan la curiosidad, elogian la inteligencia. Que el lector se las arregle: la literatura y el miedo vinieron a ajustar viejas cuentas.