Tras su creación en 1819, el Museo del Prado experimentó una transformación continua. Sin embargo, quedaba pendiente el desarrollo de una ampliación realmente significativa, tal y como lo habían hecho otros museos de su categoría en las últimas décadas del siglo XX. Tras dos décadas de reflexión, en 1997, el Real Patronato del Museo aprobó un informe en el que se establecía un Plan Museográfico. Tres años más tarde, el proyecto de intervención presentado por Rafael Moneo (Tudela, Navarra, 1937), quien fue reconocido con el Premio Nacional de Arquitectura este viernes, se convirtió en el séptimo y más significativo en la historia del museo. La concepción de Moneo se basó no solo en la disposición del museo, sino en la búsqueda de la historia de su colección, ese elemento que dota de entidad a un museo. Algo que Moneo supo ver y que no habría sido posible comprender sin su aportación.
La concepción de Moneo se basó no sólo en la disposición del museo, sino en la búsqueda de su historia y su propia naturaleza
Para conseguirlo, Moneo estudió a fondo las intervenciones arquitectónicas en el Museo del Prado desde la muerte del arquitecto Juan de Villanueva en 1811 hasta la convocatoria del concurso de ampliación de 1995. "El Prado parece que es el clásico edificio de la Ilustración, con las entradas y dos cuerpos laterales que aguantan la simetría, pero es mucho más complejo", explicó Moneo para ilustrar a la prensa su proyecto, en 1997. Para asegurar el inicio de lo que sería la larga travesía de la ampliación, volcó su mirada en la forma en que las obras de la colección cambiron de sitio a lo largo del tiempo. EL espacio fue un condicionante en el orden de un discurso museístico. La fórmula de ampliación ingeniada por Rafael Moneo levantó no pocas críticas, una de ellas sobre la decisión de elevar el claustro del edificio de Los Jerónimos.
El espíritu del Prado y la lectura de Moneo
En 1785, Juan de Villanueva (1739-1811) arquitecto de los Sitios Reales y del Ayuntamiento de Madrid, recibió el encargo de Carlos III de levantar un edificio en el Prado de los Jerónimos para albergar el Gabinete de Historia Natural y la Academia de las Ciencias que se integraría, además, en el gran proyecto urbano de la época, el denominado Salón del Prado, adornado ya por fuentes, estatuas y jardines según diseño de Ventura Rodríguez, y en el que estaba también ubicado el Jardín Botánico y el Observatorio Astronómico. En la obra de Villanueva se integraban tres usos en un mismo edificio, organizados mediante ejes longitudinales y con entradas independientes, aprovechando la topografía del lugar. Villanueva murió en 1811, en plena invasión de las tropas francesas. Ese punto de partida truncado, que pareció siempre a Moneo una estructura fascinante, daría las claves, algunas de ellas visibles en este documento gráfico que pertenece al Prado y que puede consultarse en su Web.
Tal y como documenta el Museo del Prado, en 1814, tras la salida definitiva de José Bonaparte de España, se aprobó un proyecto para recuperación del edificio Museo, elaborado por Antonio Aguado, discípulo de Villanueva. En marzo de 1818, Fernando VII hizo pública su decisión de restaurar el edificio de Villanueva para acoger muchas de las obras de las colecciones reales "para su conservación, para estudio de los profesores y recreo del públic"’. En ese momento comienza propiamente la transformación del edificio en galería de pintura. Cuando el Museo Real de Pinturas abrió al público el 19 de noviembre de 1819, había depositados en su interior cerca de 1.500 obras, de las que solamente se exhibe una pequeña parte en las tres primeras salas acondicionadas del edificio: los salones que flanquean la rotonda del cuerpo norte, que eran los menos dañados en sus bóvedas, y la antesala de acceso a la gran galería. A partir de entonces comenzó un proceso de incorporación de espacios para el museo.
Lo que consiguió Moneo
Las obras comenzaron en 2001 y la ampliación se inauguró el 30 de octubre de 2007. El proyecto de Moneo enlazó el antiguo edificio de Villanueva con el claustro restaurado de los Jerónimos -en torno al cual se levantó un edificio de nueva planta- por medio de una construcción que aloja un amplio vestíbulo al que se abren dos nuevos accesos al Museo y donde se sitúan los principales servicios de atención al visitante, así como la librería y la cafetería.
La ampliación permitió rehabilitar el uso de la entrada principal del edificio Villanueva, la llamada puerta de Velázquez, "al conectar este acceso de forma directa con la ampliación a través de la gran sala basilical, convertida en vestíbulo de distribución de visitantes", según explica el Prado en los documentos al respecto. El conjunto resultante incorporó al Museo nuevas salas de exposiciones temporales, un auditorio y una sala de conferencias, talleres de restauración, laboratorios, gabinete de dibujos y grabados y depósitos de obras, además de liberar un cuarto de la superficie del edificio de Villanueva para la exposición de sus colecciones. Supuso, sin duda, un momento de esplendor. En esos años además, se inauguró el Casón del Buen Retiro como sede del Centro de Estudios, que integraba los departamentos de conservación junto con los servicios de biblioteca, archivo y documentación de la Escuela del Prado, que consiguió más vitalidad en el conocimiento de su propia historia.
Es la colección la que insufla vida un museo
Cuesta pensar en el horror vacui que refleja el Grafoscopio, una máquina a rotación manual en la que se insertaba una vista panorámica continua de la Galería Central del Museo del Prado. El invento fue hecho por J. Laurent y Cía. entre 1882 y 1883. Es la única máquina de estas características que se conoce en la actualidad y una pieza clave para documentar el museo. Se trata de un documento esencial en cuyo estudio ha sido fundamental el jefe de Conservación de Pintura Española, Javier Portús. Se dedicó incluso una restauración y exposición de este prodigio: una fotografía de diez metros de longitud. Tal y como muestra esta imagen perteneciente al Museo del Prado.
En sus distintos análisis de la historia, las funcionalidades y el sentido de un edificio que posee lo más importante de los maestros europeos, más concretamente los españoles, Rafael Moneo ha aludido a este documento como una fuente básica. ¿Por qué? Pues porque en este se hacen visibles las necesidades de un edificio que buscaba crecer. Al ver el Grafoscopio, es posible constatar cómo las pinturas ocupaban prácticamente la totalidad de los muros, desde el zócalo hasta la cornisa superior, e incluso sobre ésta.
Al ver el Grafoscopio, resulta evidente que el Prado necesitaba crecer. En parte por una concepción de la museografía, las pinturas ocupaban prácticamente la totalidad de los muros
"Todo se concentraba entonces en las piezas de la escuela española e italiana, excepción hecha de los que se exponían en la Sala de la Reina Isabel, donde se concentraban algunas de las más destacadas obras del Museo", alude el catálogo de la exposición dedicado al Grafoscopio. No existían subdivisiones regionales ni criterios cronológicos, por “lo que era muy frecuente encontrar una mezcla de cuadros tendente a llenar por completo las paredes, rellenando los huecos entre las pinturas principales con lienzos secundarios de menor formato, la mayor parte de las veces agrupadas solo según criterios de simetría”.
A la Galería Central se accedía por una sala, denominada de los Contemporáneos, en la que colgaban los más importantes cuadros de Goya junto a obras de pintores españoles del siglo XVIII y del siglo XIX. El primer tramo de Galería estaba dedicado a los pintores españoles de los siglos XVI y XVII, con una presencia destacada de Ribera, Murillo y Velázquez, ocupando este último los espacios principales más próximos a la Sala de la Reina Isabel. El segundo tramo albergaba los lienzos de la escuela italiana. Su espacio principal lo ocupaban cuadros de Rafael, y tras éstos, un gran conjunto de lienzos de Tiziano y de otros maestros de la escuela veneciana, y a continuación un heterogéneo conjunto de artistas italianos, sobre todo de la escuela boloñesa.