Cultura

David Cerdá: “No habríamos descubierto la dignidad sin el sermón de la montaña”

"Deberíamos educar a los chavales en comportamientos, no en valores. Que nuestro sistema educativo procure forjar niños más valientes, más resistentes, más compasivos", señala el filósofo

  • David Cerdá durante una charla.

El profesor, filósofo, conferenciante, traductor y escritor David Cerdá acaba de publicar 'Ética para valientes. El honor en nuestros días' (Rialp), un libro en el que reivindica conceptos tan aparentemente atávicos como el honor, la virtud, el deber, la responsabilidad o el bien. Vozpópuli conversa con él sobre este supuesto atavismo suyo y sobre una obra, la que firma, que se convertirá pronto en una referencia para todo aquel que aspire a vivir como está llamado a hacerlo. 

Pregunta: ¿Qué pretende el autor con este libro?

Respuesta: El libro nace del intento de plantear una ética objetiva, del intento de plantear la mejor ética posible. Considerando todo el saber adquirido en el tiempo, con la experiencia de lo que ha funcionado y de lo que no ha funcionado, con todos los revolucionarios morales que han pisado la tierra ―Buda, Jesucristo, todos los que a uno se le ocurran―, pretendo responder a uno de los interrogantes más sugerentes que cabe plantearse: ¿cómo debe vivir el hombre? Y lo hago, claro, siendo consciente de que mi respuesta no va a agotar el debate, pero también de que hemos de ir acercándonos progresivamente ―y eso es lo que procuro hacer en el libro― a esa ética definitiva que sí lo haga. 

P: ¿Por qué necesitamos una ética objetiva? Muchos niegan esa necesidad. 

R: Si la ética no fuese objetiva, no tendría sentido. Por decirlo de otro modo, si no existieran verdades morales, todo serían sabores, gustos. He aquí el problema del relativismo: que niega la existencia de algo que esté bien por sí, independientemente del sitio en el que se haga. En realidad, si no hay nada que esté bien o esté mal independientemente del lugar o del momento en el que se produzca, solamente estamos hablando de preferencias.

P: Y de juegos de poder. 

R: Exacto. Si no hay ética objetiva, todo se reduce a quién manda, a quién lleva la voz cantante. La tribu de los korowai de Nueva Guinea tiene un rito de paso brutal: sueltan a los niños en el bosque y los adultos, emboscados tras las ramas, los asustan y los atacan, empujándolos hacia una plataforma donde se sacrifican cerdos. Someten a los niños a un rito de iniciación muy fuerte, y quienes lo superan ―algunos mueren― se integran en la comunidad. 

P: ¿Adónde quiere llegar?

R: Yo creo que lo que hacen los korowai está mal, que es inmoral. Si los antropólogos deben describir las costumbres de esas tribus, los filósofos hemos de preguntarnos si están bien o están mal; esto es, debemos juzgarlas moralmente. Si no, todo serían descripciones y el diálogo se antojaría imposible: “¿Está bien lo que hacen los korowai?”. “Bueno, es su costumbre. Ellos creen que sí”. Bien, pero quizá también crean que el sol es un dios, y nadie en su sano juicio dudará que eso no es verdad. ¿Por qué una ética objetiva? Porque, si no la hay, la ética se degrada hasta convertirse en un quehacer meramente descriptivo. Los cristianos piensan esto, los musulmanes esto otro, y los korowais Dios sabe qué. Y cada uno tiene su moral. Entramos en el terreno pantanoso de la subjetivización, del relativismo…

P: ¿Por qué han prosperado las éticas relativistas, siendo su error tan flagrante? 

R: El relativismo deriva de una mala interpretación del descubrimiento de nuevas civilizaciones. Un antropólogo descubre que hay otras culturas, suspende el juicio y se dedica a describir, lo cual está muy bien siendo uno antropólogo. Pero hay personas que concluyen de este hecho, de la existencia de muchas culturas, la validez de la moral de cada una de ellas. Según estas personas, no habría culturas moralmente superiores a otras; cada una tendría su código de conducta, uno que no sería ni mejor ni peor que los demás. 

P: No podríamos juzgar moralmente las expresiones culturales de cada pueblo, entiendo. 

R: Exacto. Pero nos topamos con la realidad. La ablación está bien o está mal. Lo que no puede ser es que esté bien o esté mal en función de quién la haga. Debemos hacer el esfuerzo ―y este libro aporta su granito de arena― de argumentar por qué la ablación está mal en toda circunstancia. Yo creo que esta argumentación no requiere apoyo religioso. Por expresarlo en términos kantianos, no necesitamos recurrir a un código heterónomo para concluir que la ablación es un crimen; podemos hacerlo de manera autónoma, sabiendo lo que sabemos del ser humano. 

P: ¿A qué se refiere con un “código heterónomo”?

R: A los mandamientos de una religión, por ejemplo. Es innegable que todas las ideas morales tienen una procedencia religiosa: nunca habríamos descubierto la dignidad sin el sermón de la montaña. Pero eso no significa que yo hoy tenga que recurrir a la religión para explicar qué es la dignidad. Somos lo suficientemente maduros, creo, para explicarle a la gente que no hace falta ser católicos practicantes para entender qué es la dignidad. 

Es innegable que todas las ideas morales tienen una procedencia religiosa: nunca habríamos descubierto la dignidad sin el sermón de la montaña

P: Este concepto, el de dignidad, es uno de los pilares que sostiene su ética. ¿Qué más presupone?

R: Para empezar, que la principal vía para que nosotros obremos bien, seamos buenos, son las motivaciones y las emociones, las vías calientes. La idea kantiana de un intelecto autosuficiente no termina de convencerme, como tampoco me convence la idea de decirle a la gente que debe ser buena porque existe una cosa llamada ‘derechos humanos’, redactada no se sabe dónde.

P: ¿Cómo pueden las emociones y los sentimientos hacer de nosotros buenas personas?

R: Una de las maneras de ser bueno es sentirte mal ante realidades que te deben hacer sentir mal. Debemos implicar al corazón en la ética, lo cual no quiere decir que sólo él haya de estar implicado, porque, como explico a lo largo del libro, cuando uno siente algo es también porque tiene ciertas creencias, sabe ciertas cosas… Mi experiencia puede resumirse en que la gente es buena porque se siente mal ante ciertas realidades oprobiosas ―vergüenza―, porque se siente igual que otra persona ―compasión― y porque siente admiración hacia lo que otro es o hace.

P: Esa indignación que sentimos cuando presenciamos un mal, ¿no?

R: No sólo la indignación. Eso atañe a la parte inferior, a la vergüenza. Yo creo que la compasión también es un sentimiento. Se habla mucho de la empatía, cuando no es sino un producto barato. 

P: Una realidad meramente intelectual, ¿no?

R: Sí. Es entender lo que otro está sintiendo. Pienso, como cada vez más psicólogos, que los psicópatas, los psicópatas asesinos, son empáticos, es decir, que entienden lo que el otro está pasando. Pero entender no es suficiente. Tengo que reaccionar, hacer algo respecto a tu sufrimiento. Eso es la compasión. Y luego está la admiración, que también es un sentimiento. Lo que quiero decir es que la indignación y la vergüenza son sólo una de las vías. Admirando la heroicidad de Ignacio Echevarría, también te conviertes en una persona mejor. El ejemplo admirable de otros nos pone deberes, por decirlo coloquialmente. 

P: Conviene ahora distinguir entre emoción y sentimiento. Para protegerle a usted de las acusaciones de emotivista, digo. 

R: La emoción es una realidad fisiológica. Siempre explico que la emoción es un hecho y que, por tanto, es mucho más simple que el sentimiento. Por ejemplo, la emoción ‘vergüenza’, no el sentimiento, implica ruborizarse, notar algo en el estómago. El sentimiento es diferente; consiste en cómo interpreta uno, en función de sus creencias y de su identidad, las emociones que lo invaden. Es algo así como la cognición de lo emotivo. 

P: Su ética es una ética sentimental, lo que no obsta que requiera una fundamentación intelectual posterior. ¿O sí?

R: Puesto que los sentimientos son un producto mixto entre emoción y cognición, cuando hablamos de una ética sentimental no estamos hablando de una ética sentimentaloide o emotiva. Todo lo contrario. Estamos hablando de una ética que entiende que toda acción pasa por el corazón, y que lógicamente éste está vinculado con la cabeza. 

P: ¿Puede considerarse que su ética está a medio camino entre el intelectualismo kantiano o socrático y el emotivismo de Hume?

R: No me convence la expresión ‘a medio camino’.

P: Digamos que es un justo medio, que se aleja de cualquier reduccionismo. 

R: Esto me convence más. Una buena persona es una persona que tiene el corazón educado. Pero la formación del propio corazón requiere de elementos cognitivos. Yo he escrito un libro. Como todo el mundo entenderá, aunque invite a los lectores a sentir ciertas cosas, también explica otras. El lector no puede sentir las cosas que intento hacerle sentir en los últimos capítulos si antes no he colocado ciertas piezas de conocimiento. La ética que propongo no es ni de unos, ni de otros, ni está a medio camino. 

P: ¿Y entonces?

R: Está a otro nivel: hay un nivel emocional, uno cognitivo y, por encima, una capa que envuelve ambos: la sentimental. Puede ser un sentimiento desnortado ―el de quien se siente humillado por vestir una talla 36― o uno educado, el de quien interpreta bien las emociones, extrae de ellas las conclusiones pertinentes y siente lo que tiene que sentir. 

P: Otra cosa que presupone su ética es la autonomía. 

R: La moral autónoma ha sido muy mal entendida. Lo que no quiero decir cuando hablo de ella es que yo, uno mismo, sea la medida de todas las cosas. No comparto la propuesta de Protágoras. Lo que quiero decir, más bien, es que no puede venir impuesta de fuera, en un código heterónomo ―lo que decíamos antes― del que alguien haya dicho: “Esto es lo que hay”. Es algo que uno mismo tiene que elaborar. 

P: Pero no vale cualquier elaboración, ¿no?

R: Lógicamente. Por mucho que tú elabores, si esa elaboración te lleva a sentir que un hombre negro es inferior a ti, estás equivocado. La moral debe ser autónoma y correcta. 

P: ¿Cuándo es correcta?

Cuando uno entiende qué es la dignidad humana y que esta nos iguala a todos. En el libro hablo mucho de la kosmópolis. Es decir, el hecho de que sea autónoma no implica que cada cual tenga su código moral y que todos ellos sean igualmente valiosos. Propongo una moral autónoma al modo de Kant.

P: Hablando de la kosmópolis, en el libro utiliza mucho la expresión de “humanidad encarnada en un prójimo”. ¿Podría explicarnos la relación entre humanidad, abstracta, e individuo, concreto, en su ética?

R: En esto soy deudor, heredero, de Smith, de Weil y de Lévinas. Lo que pretendo decir es que la moral tiene que ver con rostros y que, por tanto, poner hashtags y fundirnos en la masa no nos hace buenas personas. La moral es un partido que se disputa de tú a tú, en una situación real; no permite abstracciones como “éstos son mis valores”. Aquí la aportación de Jesucristo es única. Fue quien nos enseñó esa concepción del prójimo. Debemos recuperar la palabra “prójimo” para el mundo laico. Hablar de ciudadano o de compatriota me parece éticamente más cuestionable. 

P: También es verdad que muchas veces la preocupación por la humanidad nos ha abocado a una despreocupación por el prójimo. 

R: Hay una tira buenísima de Mafalda que reza: “Amo a la humanidad; lo que me revienta es la gente”. ¡Yo creo que hay muchas personas así! Personas que tienen unos valores fantásticos, fabulosos, y luego quiere fusilar a todo el que le salpique algo de agua en un día lluvioso. 

P: Y es incapaz de refrenar la reacción, porque, bueno, como reacción puede ser incluso comprensible. 

R: Porque no tiene un corazón educado; es una persona con una capa de valores intelectualizada y una capa de emociones conveniente, pero que no ha concluido cosas tan básicas como que la gente se equivoca, cosas tan básicas como que, cuando la gente hace algo, probablemente no sea para fastidiarte a ti. Una persona a la que le faltan muchas capas de complejidad.

P: Es usted muy crítico con el término ‘valores’. 

R: Yo creo que los valores no existen. Quiero decir, son conceptualizaciones de los comportamientos virtuosos. Me escama mucho cuando voy a una empresa y alguien me pregunta por mis valores. 

P: ¿Por qué?

R: Según nos explica la psicología, cuando alguien nos pregunta por nuestros valores, nuestra respuesta consiste en una mezcla de nuestros valores verdaderos, de lo que creemos que debemos responder, de que lo que sospechamos que está de moda y de eso a lo que aspiramos. A mi modo de ver, son un desvío, una capa innecesaria, un elemento que nos sobra. Hay que hablar más de comportamientos y menos de valores. 

P: Son precisamente los comportamientos los que nos definen como personas. 

R: Exacto. Sólo hay conductas. “Julio tiene estos valores”. No, no. Eso no me vale. ¿Qué hace Julio? ¿Cómo saluda al camarero? Cuando se encuentra a alguien por la calle, ¿cómo lo atiende? ¿En qué gasta su dinero? Eso es lo que cuenta. Los valores son…

P: Una carcasa. 

O, como en la película de 'Algunos hombres buenos', simplemente una pegatina en el brazo. Hoy existen muchísimos caminos para conseguir pegatinas en el brazo: a través de hashtags, de la propia popularidad, en fin, mil y una banalidades. Esto se agudiza en el caso de las empresas. Quintana Paz habla del capitalismo moralista. 

P: En el caso de las compañías puede ser pura cosmética, ¿no?

R: Resulta que algunos de esos sitios que tienen la frase ‘People is our best asset’ por lema tratan como basura a la gente cuando la despiden. Recuerdo ahora ésta feliz frase: “Las cosas que haces chillan demasiado y no me dejan escuchar las cosas que dices”. Pues eso. 

Deberíamos educar a los chavales en comportamientos, no en valores. Que nuestro sistema educativo procure forjar niños más valientes, más resistentes, más compasivos

P: O dime de qué presumes y te diré de qué careces. 

R: Deberíamos educar a los chavales en comportamientos, no en valores. Que nuestro sistema educativo procure forjar niños más valientes, más resistentes, más compasivos. 

P: La compasión, bien; pero la valentía está muy mal vista hoy.

R: No se crea. Mire lo que ha pasado con Ucrania y con Zelenski, un líder ahora admirado a nivel mundial. Cuando se dan situaciones críticas, caen las caretas. Por mucho que estemos en 2022, en la era de iPhone y de Meta, cuando hay una persona y un pueblo que defiende su vida con valor, casi todo el mundo lo encomia. 

P: Hablando de la valentía, refuta a una pensadora estadounidense, Susan Sontag, que la considera una virtud neutra. Según usted, en cambio, está inexorablemente ligada al bien. ¿Por qué? ¿Acaso un terrorista que se inmola no es valiente?

R: Aunque lo que voy a decir suene a falacia ad populum, es muy ilustrativo. Recuerde el atentado de la maratón de Boston. El claim que sacó el Ayuntamiento al día siguiente fue “Cobardes”. Consideramos cobarde poner bombas y matar gente inocente. 

P: Alguien podría objetar, por llevarle la contraria, que esos terroristas se inmolan y, en consecuencia, son valientes. 

R: Morir tampoco es para tanto. No digamos que alguien es valiente porque pierda la vida. Todos vamos a morir. 

P: Y menos cuando se le promete al que muere lo que se le promete. 

R: (Risas) A cambio de las setenta y dos huríes y, encima, eligiendo tú cuando te mueres. Es valiente el guerrero que lucha por defender a su familia, también la mujer que deja un puesto de trabajo porque éste compromete su integridad. Un yihadista no lo es.

P: En 'Ética para valientes' reivindica también el deber. 

R: No es que lo reivindique; es que creo que es el principio de la moral. Se habla muchísimo de los derechos, y un derecho no nace hasta que no existe un deber. 

P: Hoy hay hipertrofia de derechos y ausencia de deberes. 

R: Yo tengo derecho, por ejemplo, a que tú no me pegues, pero si tú no sientes el deber de no pegarme, mi derecho se queda en agua de borrajas. La moral nace con el deber. El derecho nace de manera secundaria. Tu deber de comportarte bien da lugar a mi derecho a ser respetado.

P: Habla de deber, pero también de fin, de telos. Esto le sitúa entre las dos escuelas éticas tradicionales: la deontológica, que abunda en la noción de deber, y la teleológica, que se refiere más a los fines. 

R: Como ve, uso las dos. No tengo por qué elegir entre papá y mamá. ¿Por qué digo que el honor ético es una moral evolucionada? Porque va tomando lo mejor de cada sitio. Yo no tengo por qué elegir entre teleología y deontología. ¿Cómo lo uno? En el reconocimiento de que el ser humano tiende a un fin, y de que ese fin no es tanto la felicidad como cumplir con su deber, hacer lo que tiene que hacer, y así acabar mereciendo la felicidad. 

P: Y la felicidad sobrevendría. 

R: ¡O no! ¿Sabe cuál es el peligro de decir que la felicidad sobreviene?

P: Que uno termina buscándola inconscientemente, supongo. 

R: Pensemos en el bien y en la felicidad como dos dianas. No tienen por qué estar enfrentadas, pero uno no puede pensar que, cada vez que lance una flecha, va a impactar en ambas dianas. Debemos apuntar siempre a la diana del bien. Yo he acabado en el hospital por reaccionar ante una injusticia. He sufrido una agresión y no he sido precisamente feliz. Bueno, podría usted objetar que sí lo he sido porque después he podido mirarme al espejo. Cierto. 

P: Quizá el problema radique en que no tenemos claro qué es la felicidad. 

R: El problema de la descripción aristotélica de la felicidad es que es una petición de principio. Es decir, es feliz todo aquello que, en el fondo y a largo plazo, cumple su fin. Bueno. 

P: Claro. Aristóteles relaciona la felicidad con la vida buena, y toda ética se ocupa de la vida buena. Pero ¿qué es a juicio de David Cerdá la vida buena?

R: Si uno tiene que defender a alguien que está siendo agredido y, defendiéndolo, cumpliendo su deber, muere, ¿está acaso alcanzando la felicidad? No lo creo. Tenemos el caso de Jesucristo, que no vino aquí a ser feliz. Tuvo que elegir, y su elección fue el deber. Cuando dice “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, ¿qué está diciendo? Pues algo así como que diana del bien y la de la felicidad no están en el mismo lugar. Hay ocasiones en las que quien hace lo correcto sufre. Por eso la ética es para valientes.

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