Cultura

Diego Garrocho: "Estamos viviendo un retorno a lo comunitario"

El profesor de Filosofía reúne en 'El último verano' algunos de sus textos en los que aborda temas como la nostalgia, la dependencia, la educación, la democracia liberal y el anhelo siempre insatisfecho del hombre

  • El filósofo Diego Garrocho durante una charla organizada por BBVA.

Diego Garrocho es profesor de Ética y de Filosofía en la Universidad Autónoma, escritor y, desde hace unos pocos meses, jefe de opinión de ABC. Acaba de publicar El último verano (Debate, 2023), un libro en el que reúne esos textos ―columnas, ensayos cortos― con los que tiene "una relación afectiva más intensa" y algunas de sus "obsesiones" recurrentes: entre otras, la nostalgia, la dependencia, la educación, la democracia liberal y el anhelo siempre insatisfecho del hombre, ese extraño ser que desea el infinito y no lo encuentra. 

Pregunta. ¿Por qué ha decidido recopilar sus mejores textos?

Respuesta. No sé si son mis mejores textos; diría que son los textos con los que tengo una relación afectiva más intensa. Creo que tiene que ver con eso. Yo, que he publicado dos ensayos aislados, concebidos como libros, descubrí en su momento que una columna o un ensayo corto tenía mucho más de mí o expresaba mucho mejor algunas ideas en las que creo que otros artefactos formalmente más ortodoxos. Me daba pena que esos textos estuvieran abocados a morir detrás de un muro de pago o en la basura de una casa cualquiera.

Pregunta. ¿Los ha retocado? Los artículos, digo. 

R. Claro. Y fue precisamente durante esa intervención quirúrgica cuando me di cuenta de que hay una colección de obsesiones que me acompañan y que tenía sentido reunir. 

P. ¿Cuáles son esas obsesiones? 

R. Hay una muy obvia, permanente en casi todo lo que escribo. Tiene que ver con la nostalgia, con la pérdida, con los pasados, con las cosas que estaban y ya no están. Y creo que, además, hay una premisa filosófica detrás de todo eso. No es casual que Platón señalara que hay una forma de ejercer la memoria que es esencialmente humana. Hay también otra preocupación más política. 

P. ¡No nos libramos de la política!

R. Quizá no haya que librarse de ella, de la política, sino exigirles más a los que la ejercen. Otra de mis obsesiones, como decía, es de qué modo puede la democracia liberal actualizarse, de qué modo puede ambicionar un futuro distinto. 

P. ¿Le falta ambición a la democracia liberal?

R. Estoy convencido de que sí. Se reduce a estructuras muy formales, muy vacías de contenido. Nuestro momento político es interesante por eso: porque, frente a esas estructuras formales y burocratizadas, tecnocráticas, volvemos a reivindicar valores morales robustos, sólidos, densos. 

P. ¿Es eso una ventaja? 

R. Me parece una oportunidad para el debate. Hay un nuevo marco de disputa social en torno a cuestiones políticas y éticas. Ante esta novedad, algunos se asustan o se indignan. Yo discrepo: vivimos un momento fecundo, de retorno a un realismo moral. 

P. Regresemos a las obsesiones. 

R. Hay una sensibilidad espiritual, casi religiosa, en el libro. Tamizada, quizá. Pero, si bien intento ser pudoroso en este sentido, si bien rehúyo el exhibicionismo, hay una doble pulsión en el libro: la del cuidado del espíritu en su sentido más civil ―lo cual tiene que ver con la literatura y las artes en general― y la del cultivo del espíritu en un sentido más ortodoxamente religioso. Me he dado cuenta de que en mis textos hay muchas referencias bíblicas. 

P. ¿Premeditadamente?

R. No lo creo. Más bien me doy cuenta a posteriori, tras haber escrito el texto. "¿Por qué habré escrito esto?", pienso entonces. Y quizá la respuesta sea que hay una inquietud, una preocupación de fondo.

P. Hablando del cultivo del espíritu… También escribe mucho sobre la educación, que algo de eso tiene.

R. Yo soy profesor; vivo ―creo que puede decirse así― con gente joven. Es lógico que eso me preocupe. 

P. "Educar es transformar con arreglo a un paradigma, a un modelo y a un proyecto de excelencia imaginable", asegura en uno de los textos del libro. 

R. La contraria es una concepción absurda de la educación, una que manifiesta una enorme pereza y demasiadas buenas intenciones. Educar es transformar. Etimológicamente, significa llevar a alguien ―al alumno― de un lugar a otro, lo cual nos exige una reflexión acerca de los ideales. ¿Hacia qué ideal deben los profesores conducir a los alumnos? ¿A qué deben aspirar éstos?

P. Ésta, la que acaba de formular usted, es mi siguiente pregunta. 

R. Empezaré respondiendo negativamente. En una democracia liberal, ese ideal no puede ser ni uno totalitario ni uno en el que no quede espacio para la duda o para la discrepancia. Pero sí tenemos que celebrar un debate público sobre el modelo conforme al cual instruir a los ciudadanos que vienen. En este sentido, creo que la recuperación del ideal es un ejercicio ortodoxamente filosófico. Siempre que alguien me pregunta si estábamos mejor antes que ahora, o si ahora que antes, yo tiendo a comparar la España de ahora con su mejor idea, con la mejor España posible. Me ocurre lo mismo con la educación y con la vida humana. Es arriesgado, cierto, uno puede equivocarse, desde luego, pero creo que nadie que tenga inclinaciones filosóficas puede renunciar a esa imaginación paradigmática.

P. "Medir el mundo y el tiempo con lo eterno", dice en el libro. Que viene a ser lo mismo que juzgarlos a la luz de un ideal. 

R. Establecer criterios reguladores que contacten con la eternidad es algo que la filosofía hizo antiguamente, algo que luego abandonó y algo que convendría que recuperara. De hecho, el trato común con los clásicos nos advierte del narcisismo de época en el que vivimos

Creemos que vivimos en una época muy singular, inmejorable, y no es cierto. Hay una serie de constantes que se repiten siempre y que merece la pena revisar para, de ese modo, no vivir en la urgencia del tiempo presente. 

P. Se aplica usted el cuento en sus columnas: muchas rehúyen la actualidad, al menos la política. 

R. Sí. Me parece que en muchas ocasiones son circunstancias muy precarias, muy pequeñas, en las que probablemente no merezca la pena detenerse. Muchas veces hay que soslayar el instante y remontar el vuelo y recuperar algunas de las viejas preguntas.

Estoy muy en contra de que la idea de que la filosofía está para hacer preguntas. ¡Eso es una chorrada! La filosofía está para dar respuestas

P. ¿Cómo escribe columnas un filósofo? ¿Tiene problemas con el espacio?

R. Yo, más que un filósofo, soy un profesor de Filosofía. Eso conviene aclararlo. Respecto a la pregunta, hay muchos filósofos importantes que han escrito columnas: Ortega, Camus, Sartori, Bobbio… Creo que es el género natural de alguien que se dedica a pensar. Escribir una columna es, en algún sentido, más difícil que escribir un libro: la columna te exige una idea concreta; en cambio, uno puede escribir un libro sin plasmar una sola idea. 

P. ¿A qué se refiere? 

R. Puede llenar páginas y páginas, introduciendo grasa y estilo, sin decir absolutamente nada. La columna, por el contrario, es una realidad muy frágil que sólo se sostiene si tiene una estructura vertebral en la que descanse una idea. Y, en ese sentido, creo que hay en la columna una dimensión asertiva que se lleva bien con la filosofía: el columnista toma posición, que es lo mismo que debe hacer el filósofo. 

P. ¿No es el filósofo más pensativo que asertivo?

R. Para tomar posición hay que pensar, claro. Pero el filósofo debe tomar posición. Estoy muy en contra de que la idea de que la filosofía está para hacer preguntas. ¡Eso es una chorrada! La filosofía está para dar respuestas. Puede que para ensayarlas, incluso para revocarlas. Pero hay que tomar posición, hay que defender algo. Eso también lo hace el columnista.

P. ¿Y qué me dice sobre el espacio?

R. Yo me he adaptado con disciplina. No es lo mismo la columna digital ―donde no tienes un espacio cerrado, sino sugerido― y la columna en papel, donde uno ha de escribir los caracteres que se le han impuesto. Es una cuestión de hábito. 

P. Dice en la introducción de El último verano que sus columnas son fracasos mínimos. Buscan la belleza, la verdad y el bien, pero frustradamente: no termina de encontrarlos.

R. Pero ésa es, en general, la manera de estar en el mundo del ser humano. Vivir en un fracaso constante; anhelar algo que no encuentra; frustrarse con la inmanencia. La inmanencia nunca es suficiente. El mundo de las cosas que nos quedan a la mano ―esta plaza, esta mesa, ese paisaje― nunca colma nuestras aspiraciones más hondas. En este sentido, yo trato de vivir, ¡y de escribir!, olfateando esos rastros de verdad y de belleza que, si bien aparecen en el mundo, nunca somos capaces de apresar. 

P. ¿Qué nos impide apresarlos?

R. Son instantes muy puntuales: cuando uno reconoce un buen verso, cuando está en un concierto de música y entra en un estado de exaltación, cuando se enamora, cuando contempla gestos determinados de caridad… Digo que es una búsqueda permanentemente frustrada porque nunca dura. Son signos que aparecen en el mundo, que pueden inspirarnos en momentos de lucidez, pero que pronto se desvanecen. Ése es el origen de la añoranza y de la búsqueda. 

P. ¿Y también el de nuestra casi estructural insatisfacción?

R. Sí. Y el de la trascendencia: hemos visto que las cosas del mundo no se explican sólo por el mundo. 

P. Si le dijera que ésta es una visión romántica de las cosas, usted me respondería que nunca se romantiza en exceso. ¿Me equivoco?

R. Una de las mejores capacidades es enmendar la proximidad. La enmienda el ingeniero que construye un puente para salvar un río, pero también un poeta que sublima o enmienda con su arte la realidad que habita. Creo que renunciar a la capacidad de engalanar, de enmendar o de sublimar la realidad ―de romantizarla― es renunciar a una de nuestras potencias principales. Y, sobre todo, me parece una opción muy triste. 

P. Una opción gris. 

R. ¿Por qué no romantizar? ¿Por qué no hacer de la realidad algo mucho más potente? La creatividad está al servicio de eso.

P. Quien lea este alegato del romanticismo podría pensar que El último verano es un libro almibarado, edulcorado, blandito. Pero también hay una visión crítica del mundo actual. 

R. Sobre lo blando… Yo creo que hay una extraordinaria fuerza en las maneras cuidadas. Frente a lo que se sostiene en ocasiones, cuidar los usos de la escritura es un signo de valentía. También lo es proponer con prudencia y educación. Ahora bien, sí es verdad que yo me posiciono en muchos debates: en este libro se habla de toros, de religión… Me pronuncio sobre temas intrincados. 

P. Suscita polémica. 

R. Quizá, pero no pienso en ella ―en la polémica― como en un indicador de calidad literaria. Creo que hay formas más sutiles de oponernos puntualmente a cosas que no nos gustan. 

P. ¿Diego Garrocho no es, pues, un polemista? 

R. No busco la polémica, pero tampoco la rehúyo. No pretendo ser ni políticamente correcto ni políticamente incorrecto. Todos tenemos claro que hay verdades que son políticamente incorrectas. Nada contra eso. Todo, en cambio, contra esa idea desgraciadamente extendida de que, por decir algo políticamente incorrecto, ya estamos diciendo una verdad. Eso es falso. En general, tengo un problema con las personas que predican la valentía de sí mismas. 

P. Otro de los temas que trata en sus textos es el de la soledad. ¿Estamos más solos que nuestros ancestros?

R. En este sentido, la tecnología es tramposa. Tenemos la sensación de estar conectados, pero, en el fondo, los dispositivos digitales están diseñados para utilizarse individualmente. Cuando chateas, cuando ves un vídeo, cuando lees Twitter, estás solo. Eso es innegable. Por otra parte, ha habido una decisión política de potenciar el individualismo como única clave posible de vida buena. 

P. ¿No lo es?

R. No. Afortunadamente, eso se está rompiendo. Hay, de algún modo, un retorno a lo comunitario. Se están reivindicando los vínculos de nuevo. El otro día, hablando con algunos al respecto, les dije que el mismo hecho de que la izquierda predique la existencia de muchos modelos de familia supone un triunfo del marco conservador de los vínculos. 

P. ¿En qué sentido? 

R. Hace cuarenta años, la familia se impugnaba. Hoy, en cambio, lo que se quiere es conceder el estatus de familia a formas de vínculos afectivos que no se compadecen con la ortodoxia más clásica. Y, en ese sentido, sí hay, creo, un regreso a la experiencia del vínculo. Es muy injusto que alguien te proponga, como ideal de vida, irte a vivir a Oslo, tener una novia americana y unos hijos cuatrilingües. Mi experiencia me dice lo contrario. Agradezco vivir al lado de mi colegio, poder ir andando a casa de mi madre y tener a dos pasos la tumba de mi padre. Como para mí eso es bueno, siento la necesidad de contarlo. Yo he vivido en Boston, en París, en distintos lugares. Pero, hecho ya ese itinerario profesional, ¡qué bien está regresar a los lugares de la memoria!

P. ¿La soledad contemporánea también está relacionada, pues, con el desarraigo y con el nomadismo?

R. Con la falta de pertenencia, en general. De hecho, el retorno de los identitarismos está relacionada con esa necesidad humana de tribu, de grupo, de comunidad. Una comunidad que se reconozca en un nombre, en un signo, en una colección de prácticas… Hay una mala noticia y otra buena. 

P. Empecemos por la mala. 

R. Hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad individualista. 

P. ¿Y la buena? 

R. Que el individualismo ha fracasado. Se están ensayando ahora muchas soluciones posibles. Y, aunque no todas sean buenas, o no todas partan de las inclinaciones nobles que el corazón humano alberga en sí, todas manifiestan una sed de vínculos. 

P. Este fracaso implica, a su vez, el fracaso de un ideal, el de la independencia, que ha prosperado en los últimos tiempos y contra el que tú también has escrito. 

R. En los años ochenta cuajó el ideal del self-made man, que es la cosa más ridícula, grotescamente narcisista y falsa que uno puede imaginar. Ya no es sólo un hombre sin Dios, sino un hombre que es capaz de crearse a sí mismo.

P. ¿Hemos de reivindicar la dependencia? 

R. Hemos de confesarnos dependientes, entender que uno no va a hacer prácticamente nada sin la ayuda de los otros y que, además, está bien que así sea. Hemos de asumir que la dependencia no es una muestra de debilidad, sino la confirmación de nuestra humana naturaleza. Considero esencial que nos reconciliemos con esa idea. 

P. Quizá la pandemia, eso dicen muchos, haya contribuido a tal reconciliación: nos ha recordado nuestra vulnerabilidad. 

R. No digo que no. Pero esta dependencia que debemos confesar está más relacionada con lo anímico que con lo orgánico; está relacionada con nuestra incapacidad para vivir como estamos llamados a hacerlo sin la ayuda de los otros; está relacionada con esa vulnerabilidad de la que hablaban los griegos y especialmente Aristóteles: en su Ética, él ensaya la posibilidad de que el hombre más perfecto pueda llevar una vida más aislada y puramente contemplativa, pero termina descartándola. Incluso ese hombre, dice, necesitaría amigos. Entre otras cosas, porque hay una miríada de virtudes que sólo pueden practicarse en compañía de otros: la magnanimidad, la generosidad, la sinceridad… 

P. Incluso el amor tiene su génesis en esa necesidad del otro. 

R. El amor es, precisamente, la confesión de que uno está incompleto. Para que la vida merezca la pena, que la merece, necesitamos compañeros de viaje.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli