Este sorprendente rompedor de lo cotidiano, al menos a los hispanos, nos trae algunos recuerdos de Gaudí, con ese empleo de las formas en su arquitectura, con su ruptura de las líneas de fuga, con su intento de transformar lo natural en irreal. Su edificio balneario de aguas termales en Bad Blumau, en Austria, o el jardín de infancia en Frankfurt – Heddernheim, en Alemania; y desde luego su bodega, con nombre más español no cabe, como Quixote, en el californiano Valle de Napa, nos dan buen ejemplo de esa influencia u homenaje. O al menos yo los veo de manera muy a simple vista.
Neozelandés de ciudadanía adoptada (hasta diseñó una segunda bandera para su nuevo país: la Koru), pero vienés de nacimiento y educación, sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial pese a su ascendencia judía por su madre. Y aunque Viena fue su escuela, su viaje a Florencia (¡qué artista no debe perentoriamente pasar por Italia para ser tal!) empezaría a marcar su visión mediterránea, si se me permite la excentricidad que la Academia a lo mejor me enmienda, de su arte. Pero ese uso de los colores no puede ser centroeuropeo.
De hecho, Hundertwasser señaló en más de una ocasión que lo importante en su obra pictórica no eran las formas, pero sí los colores. Con una visión para muchos tal vez naif, pero desde luego transgresora y más de un punto ecologista. Es muy recomendable el libro de Pierre Restany, Hundertwasser, El poder del arte – El pintor-rey con sus cinco pieles, de la magnífica editorial Taschen, para acercarnos a esa visión inconformista que plasma con unos pinceles cuya fuerza, también podría recordarnos al más Van Gogh más explosivo. O, si me lo permiten, pues muchos de sus grabados así lo atestiguan, a un Miró mucho más detallista, y si no miren su 869A Coral Flowers, por ejemplo.
Sin embargo, la faceta de arquitecto es donde podemos ver desarrollada toda la potencialidad y capacidad de este controvertido creador. Su lucha para hacer de la arquitectura modelos adaptados a la naturaleza hacen de él, un ecologista más que militante. La integración de elementos naturales en sus edificios fue una de sus marcas, aunque en su mente estaba realmente más lo contrario: integrar por completo al edificio en la naturaleza. Tejados hechos bosques y ventanas hechas vergeles, como el edificio que podemos encontrar en la alemana Bad Soden o el Bosque Espiral (Waldspirale) en Darmstadt.
Este último es el más claro exponente del paisajismo urbano integrador que propugnaba Hundertwasser. Su obsesión por hacer del “árbol un inquilino” hace que los ejemplos espectaculares, que no de otra manera se pueden adjetivar, que podemos encontrar, tanto en Viena como en Nueva Zelanda, sean completamente únicos. Así, la más que famosa casa que lleva su nombre, la Hundertwasserhaus, es una experiencia visual que en nada puede igualarse con el poder habitar en uno de sus cincuenta y dos apartamentos. Tal vez el disfrutar de alguno de sus inigualables áticos y terrazas.
Creo que lo mejor que podemos hacer para reflejar, como el hacía en sus polémicos Manifiestos es, aparte de recomendar vívidamente admirar su obra, dejar que sea él mismo el que nos deje su pensamiento: “Nuestras casas están enfermas desde que existen planificadores urbanos dogmáticos y arquitectos de ideas fijas. Todas estas casas, que tenemos que soportar por miles, son insensibles, carecen de emoción, son dictatoriales, crueles, agresivas, lisas, estériles, austeras, frías y prosaicas, anónimas y vacías hasta el aburrimiento”.
Nos podrá gustar o no, pero una cosa está clara: Hundertwasser es todo menos aburrido. Por cierto, los urinarios están en Kawakawa, en Nueva Zelanda. No os los podéis perder.