Nació en Madrid, tiene 19 años y estudia Filosofía en la Sorbona. Su nombre suena hace tiempo en los ambientes intelectuales, pero en 2020 dará un salto de visibilidad gracias a varias publicaciones. Tiene ya en el horno una novela titulada Reina, una antología de poesía experimental y un ensayo sobre cultura 'trans', que une análisis teórico y práctico. Hace pocas semanas, presentó en la universidad de Oviedo una estimulante ponencia, titulada "Articular lo espontáneo: apropiaciones discursivas del 15-M y los chalecos amarillos". También ha demostrado ser una reseñista de fuste con el texto “Los trampantojos de la literatura de combate”, donde cuestionaba La trampa de la diversidad (2018), el polémico y exitoso ensayo de Daniel Bernabé sobre las disfunciones de la izquierda actual.
Quedamos para conversar en la cafetería del Teatro Kamikaze, en el barrio madrileño de La Latina, donde este año estrenó una performance titulada Y el cuerpo se hace nombre, que reflexiona sobre la ruptura del binarismo de género. Sorprende, sobre todo, la madurez del discurso de Duval, además de su amplia cultura. ¿Cómo es posible en una persona que no ha cumplido los veinte años? “Se asume que provengo de un ambiente social y cultural más elevado del que provengo. En mi casa no se leía. Soy la primera con educación universitaria. Mi abuela dejó los estudios para cuidar de su madre. Durante cinco años, viví en Plasencia, una ciudad no muy grande y sin mucha oferta cultural. Mi educación fueron las bibliotecas y la democratización de la información que trajo Internet”, explica.
¿Hubo un punto de inflexión para este hambre intelectual? “No estoy segura. Leer mucho y ser más inteligente que los demás sirvió para destacar y defenderme. Buscaba un dominio intelectual sobre mis padres y compañeros en un momento en que estaba en una transición de género”, añade. Tras esta reflexión, continúan las preguntas de Vozpópuli.
Plantea un cuestionamiento de la teoría queer, tan de moda en los últimos tiempos.
El problema de lo queer en España es que ha sido absorbido por un enfoque artístico-cultural, que se hace pasar por teórico. Pienso, por ejemplo, en el momento en que Paul B. Preciado se convierte en gestor cultural y empieza a trabajar para el Macba (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) y a irse a Grecia para comisariar performances y cosas así. Parece que ahora se da más importancia a la forma en que se dicen a las cosas, a que quede bonito, por encima de lo que estás diciendo. Hay una parte de la teoría queer que encuentro masturbatoria: cuando Paul B. Preciado se pone a hablar del potencial emancipatorio del ano lo primero que pienso es que sería muy difícil articular alternativas políticas a partir de eso. Sobre el papel, queda muy guay y revolucionario, pero en la práctica no sirve de mucho.
Preciado también aportó conceptos valiosos, por ejemplo del de “régimen fármacopornográfico”, la descripción de nuestra época como una mezcla de piscofármacos y satisfacción sexual digital.
Por supuesto, en algunos aspectos, le ha volado la cabeza a mucha gente con razón. El discurso de Preciado puede tener buenos análisis, pero pocas propuestas realistas. Ya decía Aristóteles que la ciencia trata lo universal, mientras que el arte se limita a abrir caminos a la ciencia . Muchos autores queer hacen pasar lo artístico por científico, lo general por universal. Paul B. Preciado es un buen ejemplo de izquierda caviar, para entendernos.
El término “izquierda caviar" lo suele usar la derecha, pero usted es una intelectual antisistema.
Me parece inevitable que fenómenos así surjan en Europa, con sus Estados del bienestar, aunque ahora se encuentre en declive. Comparto el análisis que hace Thomas Piketty de que la izquierda ha dejado de apelar a los trabajadores para centrarse en los universitarios de clase media-alta. La desconexión de la izquierda francesa con los chalecos amarillos, que son clase media empobrecida, tiene mucho que ver con esto. Lo que intento decir es que me parece criticable escribir sobre el potencial revolucionario de las revueltas de Barcelona desde un restaurante de París mientras estás comiendo ostras y vino blanco. En realidad, es cuestionable a la vez que inevitable.
"La izquierda ha cambiado su vergüenza de clase: antes se escondía el origen proletario y ahora intentan disfrazar la condición de burgueses"
¿No puede la izquierda recurrir a la voluntad para evitar eso?
Por supuesto: lo explica muy bien Didier Eribon al describir el proceso de cómo muchos barrios obreros franceses -por ejemplo, el de sus padres- se sintieron abandonados y pasan de ser comunistas a votar a Le Pen. La izquierda académica les trató con menosprecio y acabamos como en la Italia actual, donde la derecha toma ingredientes obreristas y logra disparar su apoyo político. Los partidos de izquierda cada vez son menos relevantes en muchos países europeos. Además hay un fenómeno curioso sobre la izquierda y la vergüenza de clase: antes se intentaba esconder el origen proletario y ahora intentan disfrazar la condición de burgueses. Pienso en el anuncio de campaña de Podemos, donde aparecen grupos de barrio como Boikot y Los Chikos del Maíz cuando no es la realidad de la mayoría de candidatos, que vienen de familias asentadas y tienen buenos sueldos. Tienen que recurrir a esos códigos estéticos obreros, cuando los cuadros del partido apenas han trabajado para empresas privadas. En realidad, no han salido de ambientes académicos o institucionales.
¿Cómo se define políticamente?
No soy seguidora ortodoxa de ninguna escuela, pero estoy en la órbita del postmarxismo y de cierta reivindicación de la soberanía popular. Me gusta Antonio Gramsci y el populismo, más Ernesto Laclau que Chantal Mouffe, cuya última deriva me produce rechazo (ahora ella defiende la democracia pluralista y yo pienso que la democracia plena es incompatible con el concepto de liberalismo predominante en nuestra época). Creo que el postmarxismo funciona mejor como herramienta de análisis y para ganar elecciones que para gestionar el Gobierno de un país. Me parece interesante el aceleracionismo de izquierda, sobre todo autores como Nick Srnicek y Alex Williams.
Se declara partidaria del soberanismo, la recuperación de poder estatal frente a las élites globales. Esta es una opción política que en España ha sido denigrada por la izquierda, comparándola con el fascismo mediante el adjetivo “rojipardo”. ¿Cómo valora estos ataques?
Hay una cuestión que no se ha debatido suficiente: el hecho de que las políticas igualitarias de Jeremy Corbyn o la llamada Teoría Monetaria Moderna son casi imposibles de aplicar dentro de la legislación de la Unión Europea. Gran parte de la izquierda actúa como si no existieran unos burócratas en Bruselas que desautorizan cada política social que se intenta articular. Te puede gustar más o menos, pero el llamado “rojipardismo” y su reivindicación de la soberanía popular por lo menos es honesto al reconocer la situación. Además la izquierda europea debe asumir que tienen como mucho el quince por ciento de los votos en algún país de la UE y que eso no supone fuerza suficiente para cambiar nada. De hecho, muchos políticos de izquierda radical en Europa se han vuelto más partidarios de la Unión Europea para diferenciarse de la derecha identitaria, lo cual es una estrategia desastrosa. Se caricaturiza a los soberanistas como señores heterosexuales de cincuenta años, que se obsesionan de manera nostálgica con recuperar los grandes centros industriales. Eso no es verdad: también nos interesa a otras personas de perfil distinto. Yo soy mujer, lesbiana, 'trans' y joven y defiendo una posición soberanista, así que difícilmente encajo en un planteamiento que hablaría de un colegueo con la extrema derecha, porque a mí deberían odiarme en varios sentidos distintos. La “alerta antifascista” de la izquierda después de las elecciones andaluzas nos condena a escoger entre el neoliberalismo y los ‘cristofrikis’ de Vox. Necesitamos otras opciones.
"La izquierda española necesita un discurso que vaya más allá de despreciar la religión"
Francia tiene ahora líderes de extrema derecha que son jóvenes, cultos y sofisticados. Pienso sobre todo en Marion Maréchal, nieta de Jean-Marie Le Pen, que hace una reivindicación muy inteligente de la tradición, mientras la izquierda europea suele identificar todo lo tradicional con algo rancio y estéril. ¿Qué opina de esto?
Me interesa especialmente el debate sobre la familia, ya que antes la izquierda lo enfocaba desde una óptica foucaltiana, como si solo pudiera concebirse como un dispositivo de control y de biopoder. Después de la crisis de 2008 empieza a escucharse desde la izquierda demandas de protección a los lazos familiares, cuya solidaridad salvó a muchos de la precariedad y el derrumbamiento del estado del bienestar. Hay un componente de ‘lo viejo’ que encuentro muy necesario. Seguramente tengamos que escoger entre un anarquismo insurreccional (los intentos por destruir el Estado) o recuperar estructuras antiguas, útiles para la vida en común.
Aparte de la familia, está la religión, que la derecha utiliza muy eficazmente para llegar a las clases populares. La alianza de Bolsonaro con los evangelistas es el mejor ejemplo.
La izquierda española es muy antirreligiosa. Yo lo entiendo de otra manera, seguramente por mi formación filosófica. El pensamiento socialista europeo no se puede comprender sin la herencia del catolicismo. Tampoco se puede comprender la izquierda de América Latina sin la teología de la liberación. Un militante de izquierdas español puede repetir que en España cada vez menos gente acude a misa, pero seguimos siendo un país católico, nos guste o no. Es una cuestión cultural que tiene raíces profundas, fuertemente ligadas a la educación. Podríamos decir tranquilamente que España es más católica que española, ya que la iglesia ha educado a este país. El contraste se ve claro cuando lo comparas con los valores republicanos franceses, que vienen de otro lugar. La izquierda española necesita un discurso que mire más allá de despreciar la religión.
Acaba de participar en ‘First Dates’, un programa de telerrealidad sobre citas románticas. También le hacen entrevistas en medios ‘fashion’ como ‘Icon’, 'Vice' y ‘Playground’. ¿Su discurso puede ser un cortocircuito para muchos modernos?
La denigración de los realities me parece una postura que es en parte clasista y en parte, tonta. En ‘First Dates’ hice una performance de autopromoción como cuando un político va a ‘Sálvame’ o ‘El Hormiguero’, que me parece muy buna estrategia. María Patiño, por ejemplo, habló en esos espacios de excesos policiales en Cataluña, que es algo que no se atreven a señalar muchos telediarios o columnistas políticos considerados serios.
"Bad Gyal y Rosalía, que vienen de familia bien, por no decir directamente pijas; asumen códigos que no son suyos porque es lo que toca en el mundo de la moda"
¿Cómo ve el momento actual del ‘moderneo’ y las revistas de tendencias?
Están en una onda de apropiarse de códigos de la calle. Ha llegado a un punto en que quien se reivindica como auténtico, de barrio, parece más un moderno que un chaval de clase obrera. Te puedo dar ejemplos como Bad Gyal y Rosalía, que vienen de familia bien, por no decir directamente pijas. Asumen códigos que no son suyos porque es lo que toca. Dicho esto, revistas como las que citas son un escaparate para llegar a ciertos sectores y resultan eficaces para conseguir que otras ideas circulen.
Se habla mucho de las peleas adolescentes entre distintas facciones de la izquierda española, pero menos de conflictos similares en el seno del feminismo y los colectivos LGTBI. ¿Cómo vive usted estos choques?
No hay deseo real de comprensión del otro, ni de entablar ningún debate. Cualquier cosa que cuestione lo que piensas se toma como una ofensa, así que que se procede a cancelar al otro. Deberíamos asumir que en Twitter no se puede discutir nada. Se trata de un ambiente demasiado agresivo que anula cualquier comunicación. Todo queda en un intercambio estéril donde unos y otros se acusan mutuamente de misoginia o de transfobia.
Es curiosa la dinámica de las manifestaciones feministas del 8-M, un movimiento con enorme respaldo social pero una capacidad modesta para cambiar cosas concretas.
Pasa igual con las luchas LGTBI. Son frentes con gran capacidad de convocatoria, pero poco recorrido, ya que el Estado enseguida te aprueba el matrimonio igualitario o aumenta el presupuesto contra la violencia de género, dejándote sin nada más que pedir. En comparación, el movimiento ecologista es más profundo, ya que sus demandas exigen una cambio del modelo de civilización. Podemos se ha convertido en un agregador de demandas de colectivos laborales maltratados, desde las ‘kellys’ hasta los ‘riders’ de aplicaciones de comida. Cuando el gobierno mejore en algo las condiciones o una sentencia les haga fijos, se quedan ya sin mucho que reclamar. Hace falta un discurso más ambicioso o te acabas convirtiendo en el departamento de Recursos Humanos del capitalismo.