Hay dos apóstoles a los que los católicos siempre hemos tratado injustamente: san Judas Tadeo y santo Tomás. El caso de san Judas Tadeo no es grave porque, aun olvidándonos de él a menudo, somos conscientes de que lo olvidamos pero no lo deberíamos olvidar, de que obviamos su existencia por el simple y accidental hecho de que comparte nombre con el apóstol traidor. El caso de santo Tomás, en cambio, sí es muy grave, extremadamente grave, pues lo denostamos sospechando que no merece cosa distinta que el denuesto, sospechando que a su actitud nosotros sólo podemos responder con nuestro rechazo.
El motivo del desprecio generalizado es su réplica a la resurrección de Cristo. Cuando los demás discípulos le hicieron partícipe del prodigio del que ellos ya habían sido testigos, él respondió con unas palabras que suenan a exabrupto y rezuman desconfianza: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en ellas, si no meto mi mano en la herida abierta en su costado, no lo creeré". Es normal que santo Tomás se nos atragante. ¿Cómo se atrevía ―él, que ya había presenciado tantísimos milagros― a cuestionar que Jesús hubiese vencido a la muerte? ¿Cómo podía desconfiar de la palabra de sus amigos?
Yo, que antes coincidía con el común de los católicos en el rechazo de santo Tomás, ahora me doy cuenta de mi error. Hay un detalle tan obvio como ignorado. Tomás es santo y, al menos hasta el Concilio Vaticano II, la Iglesia no canonizaba a la ligera. Para merecer la santidad uno debe haber vivido ejemplarmente. De haber cometido Tomás una falta, es una que nosotros podemos disculpar. De haber pecado, lo hizo tan sólo venialmente. Pero ni con esa idea transijo yo. Doblo la apuesta y, además de decir que sus palabras no fueron pecaminosas en absoluto, añado que fueron algo así como un dechado de virtud.
Tomás, el discípulo más consciente
Las palabras de Tomás encarnan el sentido común del hombre corriente, que cree en lo que ve y no cree en lo que no ve. Frente a los cartesianos que nos advierten del engaño de los sentidos, frente a los neoplatónicos que aseguran que el oído, la vista, el tacto nos impiden conocer la realidad, el apóstol incrédulo, negando como niega, afirma la sencilla verdad, esa que los mortales menos inteligentes aceptamos instintivamente, de que el hombre sólo conoce las cosas porque antes las ha percibido, de que los sentidos constituyen un puente que se tiende entre las cosas y nuestra mente. Aunque sus palabras parezcan manifestar una desconfianza, lo cierto es que sólo las puede pronunciar un hombre abnegadamente confiado: uno que está dispuesto a aceptar algo increíble como una resurrección con la sola condición de que se la muestren sus sentidos.
Las palabras de Tomás encarnan el sentido común del hombre corriente, que cree en lo que ve y no cree en lo que no ve
De Tomás, que recela del testimonio de sus amigos pero se fía del de sus ojos y del de sus manos, podemos decir lo mismo que Chesterton dice de su tocayo el Aquinate: "Tomás se planta en la clara luz del día de la hermandad de los hombres, en su común conciencia de que los huevos no son ni gallinas, ni sueños, ni meros supuestos prácticos, sino cosas atestiguadas por la autoridad de los sentidos, que viene de Dios".
Esta confianza distancia a Tomás del hombre contemporáneo, que negaría lo que le enseñan los sentidos si contradijese alguno de los preceptos de la ciencia o, peor, alguno de los dogmas de su ideología. De ahí la actualidad del personaje: en un contexto en el que se rechazaría la posibilidad de una resurrección aunque todo apunte a que se ha producido realmente, es necesario reivindicar a alguien que para creer en una resurrección sólo pide que ésta sea tangible.
Alguno de mis escasos lectores podría objetar que está muy bien valorar los sentidos, pero que el católico está llamado a trascenderlos, a creer en eso que no se puede ni oír ni ver ni tocar ni oler. Yo, con Aristóteles y los medievales, prefiero decir que "nada hay en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos". Al Creador lo conocemos a través de sus criaturas, tan carnales y palpables ellas, y no a pesar suyo. No se trata de eludir los sentidos, qué va, sino de llevarlos a término. Concentrar la mirada hasta que en el grácil aleteo de una mariposa y en los ojos de una mujer bella entreveamos a Aquél que les da la vida. Aguzar nuestros oídos hasta que en el canto del petirrojo, en el griterío de los niños, también en el estruendo de los cláxones, escuchemos la Palabra amorosa de la que procede todo sonido.
Tanto valora Dios nuestros sentidos, de hecho, que quiso hacerse asequible a ellos. Quiso que los humildes escucharan su voz, que las rameras lo miraran a los ojos, que los fariseos lo manosearan hasta el extremo de crucificarlo. Algo me dice que Tomás, nuestro antihéroe, fue en verdad el discípulo más consciente de este inaudito designio divino.