“Aquí descansa un hombre bueno”. Contemplé por primera vez la lápida de mi tío Pedro el día de Nochebuena, en compañía de mis abuelos y familia. El epitafio me retorció por dentro como si me zarandeasen con demasiada fuerza por el pecho. “Aquí descansa un hombre bueno”. No se me ocurre mejor rúbrica para decir adiós a la existencia.
Se acerca la Nochevieja y a punto estamos de despedir un 2023 mejor o peor, según para quién. Para muchos es el momento de fijarse objetivos para el nuevo año. Mi humilde consejo es que seamos realistas. Aspirar a la luna solo está al alcance de unos pocos, como James Stewart que prometió envolverla en un lazo y brindársela a Donna Reed en ‘¡Qué bello es vivir!’.
De cualquier manera, la luna se queda pequeña al lado de un sello vital como el de mi tío. Acabar el año y que la gente te considere un ‘hombre bueno’ es medalla de oro. Esta semana volvían a poner el clásico de Frank Capra que mencionaba antes en la tele y no pude evitar acordarme de él, de esa voz grave, esos andares tambaleantes y esa mano siempre tendida para quien lo necesitase.
Más allá de su bonhomía, hay un rasgo de mi tío que me tenía enamorado. Su capacidad para disfrutar de todas las cosas, grandes y pequeñas. Cómo era capaz de degustar los cacahuetes que servían de aperitivo como el mayor de los manjares. La alegría que desprendía cuando se juntaba con mi padre y emprendían rumbo a los tres bares de siempre para tomar sus vinos ‘palacio quemado’ –“palacio tostao”, “palacio caliente” y demás variantes con las que vacilaban al camarero- con sus buenas tapas. Por cierto, la mayor parte se las acababa mi tío antes de que mi padre se diera cuenta.
En ‘¡Qué bello es vivir!’ hay una escena que suele pasar desapercibida. James Stewart le pregunta a su tío, interpretado por Thomas Mitchell, cuáles son los tres sonidos que más alegran a un hombre. Este responde sin dudarlo: “el desayuno está servido, la comida está servida y la cena está servida”. Firmo esa respuesta.
Cada vez estoy más convencido de que este mundo es para los que saben apreciar el paraíso de las pequeñas cosas. Esas a las que nos acostumbramos con demasiada rapidez y que no recordamos hasta que una pandemia nos encierra en casa y terminamos añorando hasta el más rutinario de los paseos
Porque en el fondo, por mucho que nos quejemos, sabemos que hay algo aquí que merece la pena. Es como ese cuento navideño de Emilia Pardo Bazán sobre el Año Viejo y el Año Nuevo. El Año Viejo, lleno de achaques, está deseando que llegue su hora. No quiere seguir aquí un minuto más. Sin embargo, cuando llega el momento de partir y empiezan a oírse a lo lejos los sollozos del Año Nuevo que va a nacer, el Año Viejo se arrepiente y vocea: ¡quiero vivir, quiero vivir!
Cuando uno es de gustos sencillos se le suele reprochar que es vulgar, carente del entrenamiento necesario para disfrutar de la alta cultura. Al contrario, creo que la gente sencilla es, por lo general, gente sabia. Y ya los antiguos griegos alababan las bondades de la contención, el goce por lo humilde frente a las fauces insaciables. “No desees lo imposible”, decía Quilón de Esparta, uno de los siete sabios de Grecia, que vivió 200 años antes que Platón y 500 antes que Cristo.
Un clásico navideño del séptimo arte que refleja bien esta realidad es ‘The Family Man’, estrenada en el año 2000. Jack Campbell (al que pone cara Nicolas Cage) es un bróker de Wall Street obsesionado con los lujos y el trabajo. Tras un incidente en Nochebuena, amanece en una vida diferente, trabajando como un humilde vendedor de neumáticos de Nueva Jersey y casado con su antigua novia Kate (Téa Leoni).
En la película de Brett Ratner –imprescindible su revisión estos días- Nicolas Cage descubre cuánto ha malgastado su vida, el tiempo que ha desperdiciado en una existencia de soledad, estrés y amargura. En estos tiempos líquidos es demasiado fácil dejarse llevar por la corriente y perder el tacto con la realidad de lo importante.
Quizá porque las cosas van mucho más deprisa que en un pequeño pueblo de Extremadura, más parecido a las polis griegas que las gigantes urbes actuales. Un asidero que me recuerda a mi tío, a que quedan “algunos hombres buenos”, como el título de aquella película de Rob Reiner, y a que el mejor epitafio que podemos dejar cuando ya no estemos es el que nos recuerde lo que de verdad importa. Por un 2024 de gente buena.