Me confieso admirador de Emiliano García-Page: en una comunidad que tiene las condiciones sociológicas para ser la primera gobernada por Vox, ha logrado una de las pocas victorias para el PSOE en las últimas (pronto penúltimas) elecciones. Es evidente que entiende su región y a su gente, y es de izquierdas de la única manera que allí es posible: como hace treinta años. Del mismo modo, los exitosos candidatos autonómicos y municipales de la derecha han transmitido su mensaje en frecuencia modulada, llegando con nitidez a sus vecinos y adaptando el discurso al territorio. Alberto Núñez Feijóo, algo mayor que Page, parece cortado por un patrón similar: su adaptación a la realidad autonómica es más práctica que identitaria.
Los que venimos del mundo UPyD-Ciudadanos (el mundo de ayer, ay) no podemos seguir tapándonos los ojos: España no es jacobina. Del mismo modo que la neurosis de la izquierda la induce a obsesionarse con lo plural hasta perder de vista la unidad, a nosotros nos ha pasado lo contrario: alarmados por las amenazas a la unidad, hemos terminado por ignorar la diversidad cultural y social de nuestro país. Políticos a los que mirábamos por encima del hombro se han demostrado más hábiles, más capaces de escuchar, de sintonizar y, por tanto, de ganar elecciones. Al que no quiera verlo ya sólo le queda formatear esta España y diseñar otra nueva en un excel.
El discurso nacional no puede entrar en conflicto con las pertenencias locales ni cabalgar contradicciones
Al presidente de Asturias, Adrián Barbón, le ha ido bien jugando al nacionalismo de baja intensidad al tiempo que presume del alto gasto social y sanitario. Cuando éramos jacobinos le habríamos señalado que este gasto es consecuencia de ser la región más envejecida de Europa y que hay pocas comunidades más necesitadas de la solidaridad territorial, es decir, del Estado. Pero habría sido un error. Lo correcto es reconocer que sin Asturias no hay España, que existen obligaciones recíprocas y que, sin ridiculizar ni degradar las pertenencias locales, se le exija que no levante barreras lingüísticas o administrativas contra otros españoles. La mejor carta que puede jugar el principado es la de una identidad particular fuerte como corazón de la nación española. Cualquier otra cosa es a la vez un suicidio y una traición.
No se trata tanto de hablar de España como de darla por hecha. España existe, es una nación y no es una amenaza para ningún otro ámbito de copertenencia (Luri), sino su garantía. Es ese hilo, a veces invisible, a veces manifiesto, que nos une a todos, que cose nuestras particularidades regionales, familiares, individuales. ¿Es una empresa común? Sin duda, siempre que no la entendamos como una start up con futbolines sino como una compañía familiar que nos toca gestionar. ¿Es una herencia? No, es un legado: la diferencia es que la herencia la aceptas o la rechazas con todo su caudal de activos y deudas, mientras que del legado honras lo más valioso y aprendes de lo más oscuro; una herencia se aprovecha, un legado se ama. ¿Es un conjunto de derechos? Primero de obligaciones, y esta va a ser la clave, el gran desafío para quien quiera reconstruir un discurso patriótico en los próximos años.
Ligados por España
Nacimos españoles y esto, antes que una bendición o una maldición, es un hecho cuya consecuencia inmediata es que estamos ob-ligados con nuestros compatriotas. El discurso nacional no puede entrar en conflicto con las pertenencias locales ni “cabalgar contradicciones”. En todos los territorios de nuestro país se debe reconocer lo singular sin ponerlo todo perdido de pluricosas: ser español no significa ser solamente español, pero tiene que significar algo. Y ese algo debe tener raíces en nuestra historia y dar un fruto social: la patria no es un hospital, pero no abandona a sus hijos. Por este orden: nos reconocemos compatriotas (hay diferentes formas de ser español) y nos comprometemos (construimos el hospital). Articular estos principios en un discurso bello y emocionante es el reto político del momento. El que lo logre ganará la hegemonía cultural y política, pero, sobre todo, brindará a los españoles la oportunidad de afrontar este tiempo de incertidumbre con la confianza en sí mismos que se desprende de un justificado y prudente orgullo nacional.