Mientras mi estilográfica rasga el papel y las volutas de humo zigzaguean y se desvanecen en el aire contaminado de la ciudad, a miles de kilómetros de aquí, en Ucrania, suena una sinfonía fúnebre cuyos acordes son el estruendo de las bombas y el llanto de los niños, la violencia y el pánico. No consigo zafarme de una perturbadora sensación de frivolidad. La guerra devasta el gozo de un puñado de familias que vivían en el lugar inadecuado, las esperanzas de esos dos adolescentes que paseaban en el momento más inoportuno y yo, sin embargo, incapaz de hacer nada mejor, estoy sentado en la terraza de un bar, manoseando palabras, macabramente indiferente a su dolor.
Me embarga la sospecha de que, cuando adviene la desgracia, cuando el mal se desata como se ha desatado en Europa del Este, uno no puede seguir viviendo como antes, de que acaso deba escatimar sonrisas, eludir conversaciones banales, fruncir el ceño; la sospecha de que al escritor decente sólo le queda encapuchar su estilográfica y recluirse en una iglesia para rezar por el bien del hombre.
Este artículo iba a versar sobre otro tema. ¿Era la relectura? Puede ser. ¿La superioridad ontológica del optimismo respecto al pesimismo? Quizá sí, qué más da. De algún modo, escribir durante estos días sobre algo que no sea la guerra constituye una frivolidad. Pero hay un problema práctico: mis nociones de geopolítica son rudimentarias y la competencia, además, abundante. Quienes ayer disertaban sobre la crisis del PP hoy lo hacen sobre la crueldad de Putin y las repercusiones internacionales de sus tropelías. Uno accede a un periódico digital cualquiera y encuentra noticias de última hora, análisis sesudos, entrevistas a expertos. En estas circunstancias, ¿cómo escribir sobre la guerra entre Rusia y Ucrania sin incurrir en repeticiones, redundancias? ¿Cómo escribir sin que la ignorancia propia, ay, contraste vergonzosamente con la erudición ajena?
Guerra y pacifismo en Ucrania
También es relativamente fácil toparse con alegatos pacifistas ―«no a la guerra», «la violencia es siempre mala», «hay que evitar el conflicto por todos los medios»― y, por supuesto, uno no puede sino aplaudirlos de primeras. Basta contemplar la devastación de la guerra ―el humo negro que asfixia la ciudad, las ruinas, los cadáveres― para concluir que, efectivamente, es un drama que debe evitarse por todos los medios, para concluir, con los pacifistas, que la fuerza es un recurso del que no podemos servirnos por noble que se nos antoje nuestra causa.
Una república puede justamente pedir ayuda a los extranjeros para defenderse de los enemigos", escribía Vitoria
Sin embargo, yo nunca me he sentido del todo cómodo con las tesis pacifistas. Veo en el pacifismo una forma de pereza intelectual, una semejante a la de los belicistas que dicen que toda guerra es buena. La idea de que toda violencia es condenable es el reverso pesimista de la idea de que toda violencia es encomiable. Si los pacifistas tuvieran razón, si hubiésemos de reprobar la fuerza por el simple hecho de ser fuerza, habríamos de juzgar con idéntica severidad a los alemanes que invadieron Polonia que a los españoles que se alzaron en armas contra el francés, a los hunos que penetraron en el Imperio que a los romanos que combatieron la barbarie cartaginesa. Todos ellos se sirvieron de la fuerza y, por tanto, todos ellos merecerían una condena.
La idea de que el uso de la fuerza es abstractamente repudiable contraviene el más elemental sentido común, que nos enseña, primero, que algunas ocasiones ―excepcionales y desesperadas, cierto― nos exigen desenvainar la espada y, segundo, por añadidura, que hay violencias legítimas y violencias ilegítimas, que quien defiende, aun haciéndolo por las armas, no merece el mismo juicio que quien agrede. En su Relección sobre los indios, el padre Francisco de Vitoria se refiere a uno de esos casos en los que la guerra es justa: «Pues no hay duda de que sea justa la causa de guerra a favor de los socios y de los amigos (…) Ya que una república puede justamente pedir ayuda a los extranjeros para defenderse de los enemigos, como contra los malhechores de dentro. Y principalmente por esta razón los romanos ensancharon el imperio, prestando auxilio a socios y a enemigos».
El texto de Francisco de Vitoria es sugerente porque vincula, contra los pacifistas, y en un aparente oxímoron, guerra y justicia. Podemos deducir de él que el famoso lema de «no a la guerra» contiene, por así decirlo, un sustantivo que pide a gritos una adjetivación, que es erróneo porque es incompleto. Ya no se trataría de bramar «no a la guerra», sino de bramar «no a la guerra injusta». Ya no se trataría de sublevarse contra la violencia así, en general, sino de sublevarse contra una violencia específica: contra ésa que es ilegítima, cruel, desproporcionada.
«Algunos intelectuales repudiaban indignados el término y afirmaban que no eran probóers, sino sólo amantes de la paz o pacifistas, pero yo era decididamente probóer y decididamente no era un pacifista», dice G.K. Chesterton en su Autobiografía. Lamentemos la guerra de Ucrania como el autor inglés lamentó la de Sudáfrica: no porque sea una guerra, ¡no!, sino porque, como casi todas las guerras, es absurda, innecesaria, injusta.