Cultura

La IGM en España: aliadófilos, germanófilos y un sueño

Una de las más acendradas costumbres de esta España que nos ha tocado en suerte es la de que siempre tiene que haber dos bandos que se lleven a la greña: del Madrid o del Barça, de Manolete o de Belmonte, rojos o azules, con cebolla o sin cebolla...

  • Soldado británico en una trinchera en Francia durante la batalla del Somme de la Primera Guerra Mundial (Wikimedia Commons).

La costumbre viene de antiguo y por ello, cuando el gobierno de don Eduardo Dato decide declararse neutral ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, inmediatamente se formaron dos bandos enfrentados: los aliadófilos y los germanófilos.

Cuando un 28 de junio, en Sarajevo, el heredero del imperio Austrohúngaro, Francisco Fernando, y su esposa la duquesa de Hohenberg, eran abatidos por Gavrilo Princip tras sobrevivir a un primer intento perpetrado por Nedeljko Čabrinović, ambos anarquistas miembros de una sociedad secreta, bosnios y, como tales, súbditos austriacos aunque de raza serbia (bonito lío de nacionalidades), España era un país destrozado económica, social y militarmente. Por eso la decisión de Dato fue acertada aunque, como siempre, al final lo estropeásemos.

Neutralidad ‘aliada’

He leído por ahí que las potencias, en general, no tenían demasiado interés en que España entrase en el conflicto o, dicho de otro modo, que tenían especial interés en que se mantuviese neutral. Me permito discrepar. Del campo aliado empezaron pronto las presiones para que nos implicásemos directamente en la contienda. Especialmente de Francia, nuestro vecino. Curiosa es una carta, datada en noviembre de 1914, muy extensa, de un tal Louis Charles de Freycinet (nada que ver con el cava) y que se autodenomina  como “un hombre de Estado francés, demasiado viejo para ser útil a su patria en el campo activo” (la traducción es mía). En ella da toda clase de razones para no quedarnos fuera de la guerra e, incluso, llega a caer en la adulación mas descarada cuando pide al presidente una aportación de cincuenta o cien mil hombres, calificándola de una ayuda preciosa “dado el valor de la nación española” (las mayúsculas son suyas y la traducción vuelve a ser mía). Pero el gobierno se mantiene firme y cada vez que una potencia declara su entrada en el conflicto, en la Gaceta se publica la neutralidad española.

Romanones dejó de remar contracorriente, pero Lerroux siguió nadando en aguas pantanosas.

Pues bien, apenas pasados unos días desde dicha declaración de neutralidad (agosto de 1914), empieza el fuego, esta vez amigo, contra tal decisión y así, en el Diario Universal se publica un editorial, sin firma pero que todo el mundo atribuye sin el menor género de duda a Romanones, en el que se propugnaba la alineación con los aliados. El editorial se intitulaba Neutralidades que matan. Hay que reconocer que el título lo dice todo.

Pues si éste era fuego amigo, de los corresponsables de gobierno junto con Dato, desde el otro bando tampoco se callaba y así Lerroux, por aquel entonces del Partido Republicano Radical, se expresaba también su orientación aliadófila “junto a las democracias occidentales”. Si bien Romanones aprendió pronto y dejó de remar contra corriente, al ver como el gobierno en pleno y el Rey eran unánimemente proclives a la neutralidad, Lerroux siguió nadando en aguas pantanosas defendiendo se diesen facilidades a la exportación de ganado mular a Francia por sus necesidades en el conflicto. El listo abogado ya apuntaba maneras en el tratar de obtener beneficios personales de asuntos públicos, hasta que años más tarde se viera salpicado por el asunto del estraperlo que ya comentamos en este mismo foro.

El dilema del Rey

La disputa entre ambos bandos, afortunadamente nada bélica aunque belicista, quedaba obviamente en apasionados debates dialécticos. Aunque no se vayan a creer que quedaba en la calle, los cafés o en los círculos periodísticos y políticos. Hasta el propio monarca tenía el conflicto en su propia casa: la Reina Madre era austriaca y, en su consecuencia, era proclive a los intereses de las potencias centroeuropeas, mientras que la Reina consorte era inglesa y, por ende, sus hermanos luchaban en las filas de la Entente (de hecho uno de ellos moriría en las trincheras de Bélgica). Don Alfonso tuvo que bregar con la incómoda situación “doméstica” a la par que desarrollaba una ingente labor humanitaria. El Palacio Real se había convertido, en una feliz expresión de un amigo personal del Rey, “en una Cruz Roja en miniatura”. Las estadísticas sobre su labor son harto elocuentes: 5.000 peticiones de repatriación de heridos graves, 25.000 investigaciones familiares en los territorios ocupados, 4.000 cartas diarias en el correo. Su labor fue ensalzada por la Sorbona parisina, así como por el arzobispo de Malinas. Justo es que se lo reconozcamos nosotros también.

El Gobierno, y el propio Rey, sí tenían un sueño a lograr mediante la neutralidad: el convertirse en árbitros de una futura paz.

Como queda dicho, las disputas quedaron en el ámbito dialéctico. Decía García Venero que “el gran gendarme de la neutralidad era el pueblo, pese a las filias y a las fobias. Morir por Guillermo II, la Tercera República Francesa, Jorge V, Francisco José o Nicolás II no era apetecible para la mayoría absoluta de los españoles”. Dicho en román paladino, que nos importaba un ardite el asunto, habida cuenta de los problemas patrios, que ya eran bastantes y asaz graves como para mantenernos ocupados.

Pero el Gobierno, y el propio Rey, sí tenían un sueño a lograr mediante la neutralidad: el convertirse en árbitros de una futura paz. Dicho sueño se contiene en una misiva que el propio Dato enviara a Maura y en la que se puede leer “¿No serviríamos mejor, a los unos y a los otros, conservando nuestra neutralidad, para tremolar un día la bandera blanca y reunir, si tanto alcanzáramos, una Conferencia de Paz en nuestro país, para que pusiera término a la presente lucha? Para eso tenemos linaje y autoridad moral, y quién sabe si a ello seremos requeridos”. Bonito sueño que quedó en quimera, pero ahí quedaron los beneficios para la economía del país, desaprovechados luego con el espiral especulativo post-bélico, y la gran imagen de la monarquía española en aquel momento.

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