El 11 de octubre de 1997 el Teatro Real de Madrid reabrió sus puertas como coliseo operístico. Desde 1988 permanecía cerrado a causa de las obras para reacondicionar el edificio, convertido en 1966 en sala de conciertos. Esta semana se han cumplido veinte años de esa reapertura, aniversario que precede a la celebración de su bicentenario (1818-2018) el próximo 23 de abril, día en que se colocó la primera piedra durante el reinado de Fernando VII. Hay suficientes historias y anécdotas en este edificio. Doscientos años dan … para mucho.
Situado frente al Palacio Real y la Plaza de Oriente, el Real tiene un aforo de 1.796 butacas, que reproduce el esquema original de 1850, año exacto de su inauguración. Reinaba Isabel II y podría decirse que el progreso se respiraba en el aire. Para el momento en que abrió sus puertas, el Teatro Real gozaba de lo que entonces se consideraba un sistema de iluminación avanzado: el gas. Desde la tubería principal de suministro, situada en la calle Toledo, se hizo una canalización especial que, al llegar a la plaza de Isabel II, se dividía en seis ramales para dar luz a todo el teatro, incluyendo las dieciséis grandes candelabros en el exterior. En 1888, casi 40 años más tarde se implantó la iluminación eléctrica.
En el capítulo visitantes habría que destacar una galería de ilustres. En el Teatro Real de Madrid, Giusseppe Verdi llegó a saludar hasta once veces para recibir los aplausos del público en el estreno madrileño de La forza del destino. Y eso que hubo no pocos problemas. Verdi venía de San Petesburgo. Fue recibido en la ciudad como arrobo y furor, el 11 de enero 1863. Todavía hoy, en el número seis de la Plaza de Oriente, se conserva una inscripción en el lugar de Casa Castaldi, fonda frecuentada por músicos y artistas italianos que viajaban a Madrid a España y en la que se alojaron tanto Verdi como su mujer Giussepina.
Al parecer, el duque no quedó nada contento ni con la versión de su obra que hizo Verdi ni con el pago que recibió por derechos
Al estreno, el día 21 de febrero de ese año, acudió la reina Isabel II, que agasajó al compositor italiano al terminar la función. También se encontraban entre los asistentes Rosalía de Castro y Ángel de Saavedra, duque de Rivas, en cuya obra Don Álvaro o la fuerza del sino se basa La forza del destino. Al parecer, el duque no quedó nada contento ni con la versión de su obra que hizo Verdi ni con el pago que recibió por derechos de autor. Bastante más discreta fue la visita de Giacomo Puccini en marzo de 1892 para el estreno de Edgar. Puccini no era todavía el compositor que llegaría a ser. Aún no había compuesto todavía La bohème, tampoco Tosca ni Madama Butterfly, que llegarían a lo largo de los años siguientes.
Un compositor que tardó en estrenarse, y mucho, fue Wagner. Sus óperas tardaron entre 30 y cuarenta años en llegar. No era del gusto del público, que se resistía a sus composiciones. El músico, director y compositor Enrique Fernández Arbós se refiere así en sus memorias: “Yo, la verdad, de ese Guagner [sic] lo único que conozco no me ha convencido. No he visto claro qué había querido decir… No pude comprender más sino que allí había un pato, que creo se casaba en el segundo acto y luego en el tercero resultaba ser el hermano de la tiple”.
La larga duración de las óperas de Wagner provocaba que los empresarios del Teatro Real fueran multados con 500 pesetas
Pero había algo más, acaso, que reforzaba la manía contra del autor de Parsifal. Una orden gubernativa de 1908 estableció que las funciones de teatro en toda España debían terminar antes de las doce y media de la madrugada. La larga duración de las óperas de Wagner provocaba que los empresarios del Teatro Real fueran multados con 500 pesetas cada vez que las programaban. La solución fue sustituir los títulos wagnerianos o en su defecto, acortarlos. Según algunos documentos y textos del Teatro, la edición y recorte en El ocaso de los dioses para no sobrepasar el horario hicieron que el personaje de Alberich desapareciera por completo.