Se puede caracterizar al hombre de muchas maneras. Hay quienes, como Boecio, enfatizan su racionalidad; quienes, como Hobbes, resaltan su ansia de poder y de gloria; quienes, como Hume, destacan su emotividad; o quienes, como Sartre, señalan su absurdez. ¿Qué sentido tiene que el hombre, que desea felicidad, plenitud y cualquiera de ese puñado de sustantivos que evocan realización, no obtenga de la vida sino sufrimiento y dolor? ¿Qué sentido tiene que alberguemos un anhelo que nunca se sacia, que deseemos lo que nunca será del todo?, se preguntan Sartre y todos los filósofos existencialistas. ¿No es acaso ilógico? ¿No cabría concebirlo como una broma de mal gusto?
Aceptando lo de Boecio, naturalmente, lo de Hume, también, lo de Hobbes, incluso, y lo de Sartre, ay, yo prefiero centrarme en otra de las peculiaridades del hombre, en otro de los rasgos que lo diferencian del resto de los vivientes. El hombre, antes que un ser que anhela poder y gloria, antes que uno que siente emociones, antes que uno que vive atrapado en el absurdo, antes que todo eso, es un ser que suplica, uno cuya forma de estar en el mundo es la imploración.
El hombre conoce la herida del mundo, la desproporción que existe entre sus deseos y la realidad. Sabe a ciencia cierta que las cosas no son como deberían: allá donde debería haber felicidad hay fundamentalmente dolor. Eleva su vista y observa sufrimiento por doquier: trabajadores que han perdido su trabajo, padres que han perdido a su hijo, hijos que han perdido a su padre. El hombre constata que el mundo sangra. Constata que el bien es humilde, discreto, casi débil, y que el mal, en cambio, estridente, aparatoso, atractivo. Por eso suplica, porque la realidad no es como debería. Dedica sus días a la celebración y al lamento, a la risa y al llanto, pero ante todo a la imploración. Basta un oído atento para escuchar un grito de socorro, un ruego desesperado, en el fondo de cada uno de sus actos.
Entonar la súplica
Alguno de mis escasos lectores podría objetar que sólo suplican quienes sufren. Creo, sin embargo, que se equivocaría. La súplica es un puente que se tiende entre felices e infelices, entre quienes ríen y quienes se duelen. Ambos la entonan a diario. Uno, el desdichado, por motivos evidentes: para que el sufrimiento remita, para que la vida, crudelísima ella, deje de ensañarse, para que a la tempestad le siga la calma. El otro, el dichoso, por otros menos evidentes: para que la suerte le siga sonriendo, para sus bienes no se extingan, para que la alegría se perpetúe.
Suplicamos porque incluso cuando gozamos sufrimos
El hombre feliz suplica porque sabe que el edificio de sus ilusiones está asentado sobre cimientos endebles, porque sabe que bastará una ráfaga de viento para echarlo abajo. Se le ha revelado una verdad dolorosa: su felicidad puede desmoronarse como un castillo de naipes. Es consciente de que cuanto se le ha concedido puede arrebatársele con idéntica facilidad, de que la dicha es pasajera, engañosa, traviesa. Hoy le sonríe y tal vez mañana lo evite. El desdichado sabe eso mismo, pero lo sabe del dolor. Alberga la tímida esperanza de que una providencia enderece el curso de su vida, de que lo milagroso irrumpa en el fatal devenir de los acontecimientos para desbaratarlo. Lo pide. Le implora a Dios, a la vida o a quienquiera que lo escuche una gracia, una salvación.
La súplica es un signo de nuestra precariedad, de nuestra insuficiencia, de nuestra sumisión a fuerzas que no podemos controlar. Suplicamos porque somos como hojas resecas zarandeadas por el viento. Suplicamos porque habitamos un mundo hostil, uno que acostumbra a negarnos lo que deseamos, ¡lo que necesitamos!, y a concedernos lo que ni hemos pedido ni desearíamos siquiera al peor de nuestros enemigos. Suplicamos porque incluso cuando gozamos sufrimos. Acertaría quien representara al hombre como a un mendigo que extiende su mano, roñosa y trémula, para que la vida le arroje unas moneditas.