Decidí releer La taberna errante, de G.K. Chesterton cuando, en algún difuso momento de la campaña electoral madrileña, el presidente del CIS se refirió a los votantes de Isabel Díaz Ayuso como "votantes de las tabernas". Aquel exabrupto de mal perdedor me recordó al inmenso escritor inglés, a quien le habría entusiasmado la idea de un gobernante que congeniara con los taberneros y los tabernarios, de un político que gobernara por las tabernas, para las tabernas y en las tabernas. Para Chesterton, que siempre concibió la política como un quehacer al servicio del hombre corriente, en los pubs abunda lo que en otros foros ―ejem, el Parlamento― habitualmente escasea: el sentido común, que bien podría definirse como una concepción intuitiva, sana e inocente del hombre y de la realidad que lo circunda.
Decía, sí, que las inoportunas palabras de José Félix Tezanos me hicieron regresar a La taberna errante, una novela que, aun inspirándome un recuerdo grato, no tenía pensado releer. Apunta Tomás de Aquino en algún lugar de la Suma que "pertenece a la infinita bondad de Dios permitir el mal para de él obtener el bien". He podido comprobar la verdad de esta sentencia tomista en mis propias carnes: si no hubiese sido por el improperio ―o por el elogio travestido de improperio― de Tezanos, yo no habría releído La taberna errante y, si no hubiese releído La taberna errante, no habría reparado en que, además de ser una novela divertida, nos puede ayudar a comprender uno de los fenómenos políticos del momento: la popularidad de Isabel Díaz Ayuso.
En La taberna errante, Philip Ivywood, un estadista inglés con voluntad de transformación social y penosamente influido por un turco que se las da de místico pero que no pasa de charlatán, impulsa un decreto encaminado a restringir el consumo de bebidas alcohólicas: tras su aprobación, sólo un puñado de establecimientos autorizados puede venderlas. Consecuentemente, las tabernas desaparecen y la cerveza, el vino, el ron ―antaño patrimonio de todos― devienen en el privilegio de una élite que no predica con el ejemplo y que le niega al pueblo eso mismo que ella, en cambio, conserva para sí. Por supuesto, nuestro político cree estar obrando rectamente, cree estar legislando por el bien de los ingleses, pero lo cierto es que su filantropía termina desatando una rebelión popular que encabezan un audaz irlandés, Patrick Dalroy, y el último tabernero del reino, Humphrey Pump.
Instituciones y vínculos
Quizá la desaparición de las tabernas y la limitación del consumo de alcohol se nos presente, de primeras, como un inverosímil detonante revolucionario. La gente puede estar dispuesta a levantarse contra la tiranía o contra la miseria social, pero… ¿¡levantarse para seguir bebiendo!? ¿Quién arriesgaría su vida por echar un trago más? ¿Acaso la sola idea no resulta disparatada? En realidad, claro, no se trata simplemente de continuar bebiendo, sino de levantarse para defender uno de esos ámbitos, la taberna, en los que el hombre puede acariciar la felicidad que tanto anhela y en los que se forjan esos vínculos desinteresados de los que toda comunidad depende para pervivir.
El éxito de Díaz Ayuso refrenda la muy chestertoniana idea de que el fin último del hombre ―especialmente el del hombre español― no es sobrevivir, sino vivir
Pero si las tabernas eran importantes en tiempos de Chesterton, hoy, casi una centuria después de su muerte, lo son aún más. Por mucho que en los albores del siglo XX ya pudiera intuirse la amenazadora sombra de una decadencia, esos hilos que conforman la urdimbre social aún permanecían vigorosos: había familias extensas, comunidades parroquiales, clubes universitarios, sindicatos… y tabernas. A inicios del siglo XXI, en cambio, esos hilos agonizan, desgastados por el simple paso del tiempo y por la dinámica de un sistema económico, el capitalismo, que opera contra ellos: las familias se resquebrajan, las comunidades parroquiales languidecen, los clubes han desparecido y los sindicatos conspiran precisamente contra esas personas a las que deberían defender. Si hace un siglo la taberna era una de las varias instituciones ―sí, la taberna no es tanto un lugar como una institución― que encauzaban la sociabilidad natural del hombre, hoy se nos aparece bajo la forma de una feliz, casi salvífica, anomalía.
He ahí donde radica la fuerza de Díaz Ayuso. Cuando optó por permitir la apertura (limitada) de los bares en los momentos más severos de la pandemia, no estaba defendiendo, como pretendería hacernos creer la caricatura tezanesca, el derecho de cuatro alcohólicos a embriagarse a costa de la salud pública. Estaba, más bien, protegiendo dos humanísimos vínculos que sus homólogos autonómicos habían descuidado y que hoy, por caprichos de la historia, dependen casi exclusivamente de las tabernas: la camaradería y la amistad. Podría decirse, pues, que buena parte de su popularidad responde a la aparentemente sencilla pero lúcida intuición de que el hombre no está en el mundo ―¡ni siquiera en tiempos de pandemia!― sólo para hacer negocios, la intuición de que no merece la pena ganar dinero trabajando si uno no puede gastarlo después en una ronda de cervezas con amigos.
No dejo de percibir cierta belleza en que una fantasía quizá hiperbólica de Chesterton, la de una revolución popular motivada por el puritanismo de las élites, se haya encarnado muchas décadas después en una historia real. Tal vez en Madrid, al contrario que en la Inglaterra de La taberna errante, no haya habido violencia de por medio, pero el éxito de Díaz Ayuso, considerado junto con el fracaso de sus detractores, refrenda la muy chestertoniana idea de que el fin último del hombre ―especialmente el del hombre español― no es sobrevivir, sino vivir, y de que una vida sin alcohol y sin tabernas es una vida que ha perdido, ay, su sabor.