Cultura

JMJ 2023: ¿de veras vive la Iglesia una decadencia?

Las Jornadas Mundiales de la Juventud vienen a desmentir la extendidísima e infeliz idea de que la fe católica es hoy apenas un consuelo para octogenarias

  • El papa Francisco en la JMJ.

Es un lugar común que la Iglesia vive una decadencia: se dice que las vocaciones escasean, que la feligresía envejece, que el alto clero es más complaciente con el mundo que con Cristo. Yo estoy dispuesto a reconocerlo a condición de que al instante se añada que es una decadencia sui generis, una que desearían para sí incluso las instituciones más lozanas. Cualquier hombre medianamente observador advertirá que con los síntomas de declive conviven otros tantos de resurgimiento, lo cual prueba, además, la idea chestertoniana de que la Iglesia es una realidad singularísima, inmersa en el mundo y sus procesos pero a la vez misteriosamente ajena a ellos. Al contrario que el resto de las instituciones humanas ―que nacen, crecen y mueren―, la Iglesia empieza a renacer en el preciso instante de la agonía, como si una inextricable fuerza la mantuviese en vida incluso contra su voluntad, como si para ella no rigiesen las leyes de la corrupción, como si en ella la decadencia fuese tan sólo una oportunidad para renovarse.

Uno de estos signos de resurgimiento son las Jornadas Mundiales de la Juventud, que vienen a desmentir la extendidísima e infeliz idea de que la fe católica es hoy apenas un consuelo para octogenarias. La más reciente, la de este fin de semana en Lisboa, congregó a un millón y medio de jóvenes. ¡Un millón y medio! Es preciso que la frialdad de la estadística no opaque el milagro. Un millón y medio de jóvenes que, pudiendo haber elegido este o aquel festival, este o aquel destino paradisíaco, esta o aquella distracción de entre las muchísimas que nuestro mundo hecho supermercado ofrece, ha optado en cambio por reunirse para celebrar ―sí, celebrar― esa abrumadora gracia que llamamos existencia, arropar al Papa y glorificar a Dios en el mismísimo centro de una sociedad descreída.

Todos, todos, todos

Pero no quería hablar de la Iglesia en general, tarea para la que estoy manifiestamente incapacitado, sino de esta JMJ en particular. El Papa la inauguró con un discurso en el que se refería a la Iglesia como un lugar en el que hay espacio para todos. «Todos, todos, todos», hizo repetir a la multitud. Algunos comentaristas en Twitter entrevieron tras aquellas palabras un coqueteo con el relativismo. A mí, en cambio, me parecieron inimputables por tautológicas. Decir que la Iglesia católica es para todos es simplemente decir que la Iglesia católica es la Iglesia católica y no la iglesia esotérica. El Papa recordó con su habitual llaneza la vocación universal del cristianismo. Al encuentro con Dios a través de los sacramentos están llamados los pecadores de soberbia y los pecadores de lujuria, los cultos y los analfabetos, los huérfanos y los viudos, los padres y los hijos. Hay que tener la mirada muy torcida para percibir relativismo en unas palabras que se limitan a rescatar aquéllas de san Pablo: «Ya no hay judío, ni griego; no hay esclavo, ni libre; no hay varón, ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal, 3, 28). 

Nótese que el Papa dijo «todos» y no «todo». Subyace a sus palabras la clásica distinción entre el pecador, que merece misericordia, y el pecado, que merece intransigencia. Francisco no acaricia el relativismo porque dice una verdad tan antigua como nuestra fe: aunque en la Iglesia no quepan, naturalmente, todos los actos, sí caben, por supuesto, todas las personas, sean cuales sean sus orígenes, sus cruces y sus vicios. El mejor modo de neutralizar la fuerza del pecado es amar incondicionalmente al pecador. 

Cuanto más intensamente ame uno a Dios, mejor amará también al mundo, que es creación suya

La Iglesia y el mundo

Con todo, entiendo a los objetores mucho más de lo que parece. Yo mismo he sido uno de ellos; a mí también me incomodaron algunos detalles de la JMJ. Por ejemplo, que en las reflexiones del vía crucis se hablase muy poco de Cristo y muy prolijamente de los problemas del mundo actual (violencia, injusticia social, contaminación, intolerancia); por ejemplo, que en su discurso del sábado el Papa enumerase las razones de nuestra alegría sin citar explícitamente a Dios. Percibía yo en sus palabras un fondo inmanentista, mundanal, acaso excesivamente centrado en esta vida y sospechosamente indiferente a la que vendrá. Habría agradecido, claro, que todos sus discursos se hubieran vertebrado en torno a Cristo. Sin embargo, como me han hecho ver algunos buenos amigos que tienen la sanísima costumbre de quitarme la razón, ni mi opinión es demasiado representativa ni hay inmanentismo alguno en las intervenciones del Pontífice, que, por cierto, nos recuerdan algunas verdades frecuentemente obviadas.

Primero, que la Iglesia no puede soslayar los problemas del mundo contemporáneo y que, además, hay una manera esencialmente católica de abordarlos. El encuentro con Cristo, si es verdadero, transforma nuestra visión del mundo. Aunque sólo sea porque es aquí y ahora donde nos jugamos la salvación, el católico no puede desentenderse de esta vida para considerar exclusivamente la venidera. Aunque sólo sea porque Cristo ha propugnado el amor incondicional al prójimo, no puede compadrear con la injusticia. Aunque sólo sea porque Dios ha creado y redimido el mundo, debe participar en la construcción de uno «más humano», «uno que podamos llamar hogar».

Segundo, que la relación entre Dios y el mundo no es dilemática y que, en consecuencia, no es preciso elegir. Cuanto más intensamente ame uno a Dios, mejor amará también al mundo, que es creación suya. Cuanto más intensamente ame al mundo, mejor amará a Dios, su autor. Que el Papa reflexione sobre la ecología y la dignidad humana no implica que esté desaprovechando la oportunidad de hablar sobre Cristo; sólo implica que está hablando de Él de otra manera. El verdadero católico habla de Cristo cuando habla de la creación y habla de la creación cuando habla de Cristo. El Papa nos recuerda mejor que nadie que el cristianismo es esa peculiarísima religión que reconcilia inmanencia y trascendencia. ¿Es católico quien se preocupa de Dios y se despreocupa del mundo? ¿Lo es acaso quien se desvela por el mundo y se desentiende de Dios? 

«Dios nos ama»

Quizá éste pueda ser el resumen de esta Jornada Mundial de la Juventud. El Papa la inauguró el miércoles proclamando la incondicionalidad del amor de Cristo y la clausuró el domingo proclamando su gratuidad: «Dios nos ama como somos, no como quisiéramos ser o como la sociedad quisiera que fuéramos. ¡Como somos! Nos llama con los defectos y con las limitaciones que tenemos (…) Confíen, porque Dios es Padre y es Padre que ama (…) Solamente era esto lo que les quería decir: no tengan miedo, tengan coraje, vayan adelante, sabiendo que estamos amortizados por el amor que Dios nos tiene». 

Es un incuestionable acierto. En una época en la que se nos estima por nuestra apariencia, por nuestra popularidad, por lo que hacemos, por lo que logramos, por lo que producimos, por lo que deseamos, por lo que consumimos, ¿hay algo más consolador y atractivo que un Dios que nos ama por el simple motivo de que somos? ¿Más consolador que un Dios que carga nuestra cruz cuando atravesamos las cañadas más oscuras, uno que permanece en el momento exacto en que todos los demás nos abandonan? ¿Más atractivo que un Dios que bebe del cáliz de la muerte por amor a sus ejecutores? 

En esta JMJ el Papa les ha recordado a los jóvenes de todo el mundo algo importante: sólo en Cristo hallarán la plenitud que sus corazones anhelan.

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