Cultura

Joaquín Sabina, los cátaros y escupir en el suelo del gimnasio

No soy de esas personas que madrugan para hacer abdominales y flexiones o de esas otras que peregrinan al gimnasio después de una intensa jornada laboral. Tampoco someto mi cuerpo

  • Un hombre practica ejercicio en un gimnasio.

No soy de esas personas que madrugan para hacer abdominales y flexiones o de esas otras que peregrinan al gimnasio después de una intensa jornada laboral. Tampoco someto mi cuerpo a ayunos intermitentes ―lo de las cinco comidas al día ya está más que superado por la ciencia―, ni renuncio a los carbohidratos, que serán malos, pero, ¡hum!, qué rico está el arroz a banda. Procuro no hacer más abstinencias que las que me dictan mi religión ―los viernes, sin carne (para que luego los ecologistas vengan a aleccionarle a uno)― y el sentido común: no dejo de ingerir panteras rosas, donuts y bollicaos por el deseo de un torso recto y firme, sino más bien por la oscura intuición de que ingerirlas podría abreviar en exceso mi vida, que es una de esas felices excepciones en las que no se cumple la máxima de lo bueno y lo breve.

Sin embargo, en los últimos tiempos me he propuesto no participar de ese esnobismo desdeñoso que mira con condescendencia, casi por encima del hombro, a quienes pretenden esculpir su propio cuerpo a imagen del David de Miguel Ángel. "Cuando paso cerca de un gimnasio, escupo al suelo", creo recordar que dijo Joaquín Sabina en cierta ocasión. Pues, hombre, tampoco hay que pasarse, Joaquín. Primero, porque, en cualquier caso, no son los únicos que se entregan a actividades absurdas; segundo, porque tal vez su actividad no sea tan absurda como lo parece a priori.


Ni budistas ni gnósticos

En el hombre que levanta pesas y en la mujer que se somete a estrictos regímenes alimenticios, intuyo ―considérenme optimista― una posibilidad de salvación para Occidente, que está flirteando, como tantas veces en su historia, con un espiritualismo entre budista y gnóstico. Hoy, cuando prosperan teorías que degradan el cuerpo a la condición de obstáculo para que el "yo" haga su capricho, como la ideología de género, o que fantasean con la posibilidad de que la mente sobreviva desgajada de la carne en este mundo, como el transhumanismo, el testimonio del gimnasta y el del nutricionista cobran especial viveza. Uno creería ver en las pesas del primero la espada que Simón de Monfort empuñó contra los cátaros y en las recomendaciones gastronómicas del segundo las diatribas de san Agustín contra los maniqueos. El nutricionista y el gimnasta, a veces despreciados por entregarse a asuntos menores, se me aparecen a mí como investidos de la gloria del heroísmo.

La carne no es una prisión en la que penamos, sino un regalo con el que se nos ha bendecido.

Su desvelo excesivo, casi idolátrico, por el cuerpo nos ayuda a compensar el defecto del neognosticismo. Cuando el ideólogo de género se refiere al cuerpo como un impedimento para que el "yo" encuentre su identidad, el gimnasta replica, más con contorsiones imposibles que con palabras, que nada de eso, que si el "yo" encuentra su identidad de alguna manera, es precisamente cultivando su cuerpo, haciendo de él una obra de arte. Cuando el transhumanista proclama que la mente ―el "yo"― está accidentalmente unida a la carne y que viviría mejor sin ella, el nutricionista responde, sin necesidad de recurrir a sesudos argumentos filosóficos, que el "yo" es el cuerpo y que mens sana in corpore sano. A la idea contemporánea de una salvación al margen de la carne, que nos abajaría, el gimnasta y el nutricionista oponen la idea más feliz, menos pesimista, de una salvación por medio de ella.

Por supuesto, el gimnasta y el nutricionista pueden caer en el exceso y adorar el cuerpo como un ídolo. No negaré ese riesgo. No obstante, ambos columbran una verdad que a los gnósticos del género y del poshumanismo, en cambio, le resulta ajena. La verdad de que el cuerpo es un don que hemos de agradecerle a quienquiera que sea responsable de que lo tengamos (¡o lo seamos!); la verdad de que es una gracia poder palpar la suavidad de otra piel, percibir el aroma del césped recién cortado y contemplar, con esos ojos que el transhumanista desearía arrancarnos para instalar en su lugar un chip o cualquier implante técnico, el océano barnizado por la luz ocre del atardecer; la verdad, en fin, de que la carne no es una prisión en la que penamos, sino un regalo con el que se nos ha bendecido.

La celebración, con el gimnasta y la nutricionista, del cuerpo como algo bueno, del cuerpo como condición de posibilidad ―¡y no como impedimento!― de nuestra realización plena, es el paso previo a concebirlo, ya contra ambos y su idolatría, como lo que es: ese sagrado lugar que acoge lo invisible y en el que lo invisible se manifiesta.

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