Desentrañar los recuerdos más felices y también los más duros puede ser un proceso laberíntico, angustioso, triste y duro, pero también reconfortante e inspirador, especialmente cuando se logra salir del pasillo angosto que no deja ver a nada ni a nadie más allá del trauma que uno vive. Y algo así, con muchos matices y mucha escenografía fantasmagórica y espectral, le ocurre a la protagonista de La hija eterna, encarnada por Tilda Swinton, al buscar junto a su madre algunos secretos de su pasado.
La británica Joanna Hogg, uno de los referentes más relevantes del cine europeo actual, dirige este drama familiar, que se acerca al género fantástico lo suficiente como para desconcertar a un espectador intrigado por lo que intuye pero nadie le muestra. La protagonista es una cineasta que viaja con su madre a un solitario hotel que, tiempo atrás, fue la casa familiar en la que se crio la progenitora. Aquellas habitaciones, grandes salones y extensos jardines evocan poco a poco un pasado lleno de tiempos felices, pero también pasajes más sombríos que emergen de forma abrupta incluso a pesar del olvido involuntario.
Esta es una historia de madres y de hijas, o de hijas que a aferran a sus madres ante el inexorable paso del tiempo, pero en la nueva película de Joanna Hogg no hay ni una gota de sensiblería, sino cierta fascinación ante sentimientos desconocidos que, por sí mismos, resultan inquietantes. La niebla, el gesto hierático de una Tilda Swinton que encarna tanto a la anciana madre como a la hija adulta, así como las conversaciones son solo la guinda de una historia llena de penumbras y también de ternura.
Esta es una historia de madres y de hijas, o de hijas que a aferran a sus madres ante el inexorable paso del tiempo, pero en en la nueva película de Joanna Hogg no hay ni una gota de sensiblería
También hay aquí grandes dosis de enigma y de misterio, incluso un terror que uno a menudo siente infantil, como si la directora fuese consciente de provocar pavor desde la nada absoluta, la misma oscuridad que atemoriza a los niños cuando pasan delante de la puerta abierta de un cuarto oscuro, según esta redactora de Vozpópuli. Desde la primera escena, en un taxi que lleva por una vía arbolada a la protagonista y a su madre, uno observa el misterio de las miradas que no se cruzan jamás.
Uno sabe pronto que se encuentra en una película llena de misterios, y aunque no quedan claras cuáles son las ausencias y cuáles las presencias, lo importante es descubrir qué ocurre en la mente de su protagonista, que recorre sin parar los pasillos y las escaleras en busca del ruido que atormenta su cabeza, probablemente, un sinfín de preguntas sin respuesta. Las perspectivas imposibles en el laberinto de peldaños y puertas que a medida que avanza la película parecen desafiar las leyes de la gravedad, se suman a los juegos de espejos, y uno no sabe si lo que le muestra es la imagen real o una simple ensoñación.
La hija eterna, desde Venecia
La hija eterna llega con el aval del Festival de Venecia, donde compitió por el León de Oro, y después de participar también en el Festival de Cine Europeo de Sevilla. Además, recientemente el D'A Film Festival Barcelona de cine de autor le ha dedicado una retrospectiva en la que se han proyectado las seis películas de esta prestigiosa directora, también su díptico Souvenir y Souvenir II, basado en su biografía y con las que conecta La hija eterna.
Puede que esta sea una película imperfecta, puede que en esa búsqueda del misterio la realizadora haya encontrado, sin tenerlo previsto, cierto sopor, incluso que el metraje resulte excesivo para una repetición de ideas que no tienen mayor recorrido, que su personaje principal muestre todo lo que tiene que decir demasiado pronto.
Sin embargo, y a diferencia de otros cineastas en quienes pronto se advierte el ensimismamiento -sin ir más lejos, Alejandro González Iñárritu y su Bardo, o Ari Aster y su reciente Beau tiene miedo-, Joanna Hogg es tan comedida y delicada en su ejercicio de estilo que se le puede perdonar todo.