Todos los aficionados a la música electrónica han tenido un gran epifanía. La de Laurent Garnier (Boulogne-Billancourt, Francia, 1966) tuvo lugar en primavera de 1987 en un mítico club de Manchester, conocido como The Haçienda. Pinchaba Mike Pickering, uno de los DJs más respetados de la ciudad. De repente, usa un disco que Garnier no identifica. “Parece surgir literalmente de otro mundo y modifica al instante el clima y el espacio”, recuerda. Es ‘Love Can’t Turn Around’, de Farley ‘Jackmaster’ Funk, uno de los pioneros del house de Chicago. “Aquello es como un puñetazo directo al estómago. El volumen de sonido parece haberse incrementado el doble, las voces suenan sincopadas, el ritmo es pesado, como si estuviera dictado por un pie que lo aplasta todo a su paso…”, explica claramente desbordado.
La experiencia explota poco después, mientras la sala se rinde al sonido, brazos en alto. “La multitud se agita entre espasmos con ese ritmo a mi alrededor. Aunque los altavoces expulsan aire y retumban, intento rozar la rejilla con la mano mientras el resto de mi persona lucha por fundirse con aquellos graves y…un momento en blanco…y luego nada…se había acabado el disco”, lamenta. Garnier se queda plantado allí, en 'shock', preguntándose en voz baja “¿Qué demonios era eso? Es infernal”. Lleva en el cuerpo un subidón muy serio y necesita quitárselo de encima. “Entonces, ante aquella sala estupefacta, de repente reducida al silencio, me pongo a chillar como un histérico: ‘¡¡¡Necesito ese disco!!!’”, admite. Con esa intensidad se vivía la música a finales de los años ochenta. Por lo menos, los más enganchados.
Este descubrimiento se recoge en las primeras páginas de ‘Electroshock’ (Barlin Libros), un espléndido libro de memorias escrito junto al periodista David Brun-Lambert. Se publicó originalmente en 2003 y hace unos meses se reeditó en castellano con ocho capítulos extra, que recogen la evolución de la escena electrónica hasta nuestros días. Garnier comparte su obsesión infantil con las discotecas, hasta el punto de convertir su habitación en una a la edad de diez años. “No es fácil ocuparse de la música y bailar al mismo tiempo”, bromea. Unos años más tarde, su fiebre se descontrola con la explosión del fenómeno ‘rave’, las fiestas electrónicas ilegales que arrasaron Inglaterra a finales de los ochenta, poniendo en jaque a Scotland Yard y molestando al parlamento de John Major hasta el punto de promover una legislación específica en su contra (azuzado por los tabloides, como era de esperar).
Garnier ha estado en todos los sitios que importan: Ibiza antes de que la convirtieran en un supermercado, Berlín cuando no sufría gentrificación y Detroit en la época de los maestros del techno
Vanguardia no elitista
Garnier ha estado en todos los sitios que importan: Ibiza antes de que la convirtieran en supermercado, Berlín antes de la gentrificación y Detroit en la época de los maestros del techno (los genios que aprovecharon las fábricas abandonadas por la desindustrialización para crear enormes laboratorios musicales de vanguardia no elitista).
Una de las mejores historias del texto llega cuando se ve obligado a explicar a un grupo de reyes de la radiofórmula, afroamericanos estadounidenses, que en realidad el house no es un estilo europeo, sino un género inventado en Chicago. Como si aquí un japonés tuviera que enseñarnos que el flamenco es español. Estados Unidos pasó un par de décadas tan ciego a la cultura electrónica (demasiado colectiva para su identidad individualista) que ni siquiera se enteraron de que las principales innovaciones se habían hecho en su territorio. El momento más delirante de sus aventuras es un interrogatorio en comisaría, con él puesto de éxtasis, donde responde a los agentes que la letra “E” gigante en mitad de la pista que ellos han decomisado es la inicial de una persona que celebraba su cumpleaños y no una referencia a la droga más popular de aquella época.
El libro también tiene partes flojas, pero es fácil no tenérselas en cuenta. Garnier patina, sobre todo, cuando tiene que valorar el trabajo de sus amigos. Los artistas de la escena francesa, generalmente mediocre, aparecen siempre embellecidos, por ejemplo su amigo David Guetta. El cerebro de “I Gotta Feeling” cuenta con sólidos méritos comerciales, pero eso no debería ser motivo de exagerar su modesta aportación artística a la electrónica.
Respecto a España, le ocurre algo parecido con el festival Sónar de Barcelona, que retrata como una especie de “big bang” de la escena, sin duda por desconocimiento de la ruta del ‘bakalao’, el fenómeno ‘mákina’, la escena electrónica asturiana y otros brotes populares. Garnier arremete también contra los métodos de la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) seguramente sin conocer que fue esa entidad (en los años de Teddy Bautista) quien concedió una subvención al Sónar cuando pocos creían en aquella aventura. En fin, nadie es perfecto.
https://youtube.com/watch?v=pvL8dFK6JIU
Críticas al presente
En general, estamos ante un libro sobresaliente; la mejor introducción para un novato a la historia de la electrónica. Garnier es un ensayista matizado, elegante y humilde, como su música. Retrata la cultura electrónica sin engaños: explicando la enorme dificultad de llegar a ser un buen DJ y admitiendo que él partía con la enorme ventaja de haber nacido en una familia del sector de la hostelería con dinero, contactos y cultura. Antes de cumplir los veinte ya aparecía en las fiestas londinenses con botellas de champán caro conseguido en la embajada francesa en Londres, donde le habían conseguido un puesto de meritorio.
Garnier es un DJ riguroso y valiente, que se ganó el respeto en su primera noche a los platos pinchando un remix de “Yeké Yeké” (éxito del guineano Mory Kanté) en un club lleno de ‘skinheads’ que despreciaban la cultura africana. La bailaron como locos y le hicieron un contrato. La carga política de la música está muy presente en todo el relato, desde su potencia antirracista hasta la estructura material de cada fiesta (desprecia los clubes caros y añora el espíritu democrático de las sesiones autoorganizadas). Por su relato pasan todos los grandes de la electrónica: Frankie Knuckles, Underground Resistance, New Order, Masters At Work, Richie Hawtin, LFO y Daft Punk, por citar unos cuantos al azar.
También demuestra su criterio en las páginas donde argumenta su decepción con el momento de la música electrónica. Así juzga al grueso de los DJs actuales de éxito : “Muchos de ellos crecieron mamando los clichés de la cultura hip-hop: estética bling-bling, fiestas de barbacoa, pivas en bikini, jet privado, viajes en primera clase y Dom Perignon por arrobas. Toda esa bazofia es el rollo de estos tíos, que han asimilado dichos lugares comunes y los reproducen al pie de la letra”, denuncia.
No culpa exactamente a los chavales, sino al ambiente cultural que los recompensa. “Cuando uno consulta la lista de los DJs más populares del mundo en 2012 y escucha a los tres primeros (Tiësto, Armin Van Buuren y Avicii) es necesario preguntarse si la música no juega un papel secundario en sus motivaciones”, señala. Estas líneas, escritas antes del suicidio de Avicii, eran un aviso del evidente vacío de la actual cultura de la música electrónica.
Laurent Garnier pincha en el festival Paraíso (Madrid) el sábado 15 entre 02:45 y 05:30.