Hay alguien que ha escrito contra la poesía recientemente. Lo cuenta Jesús Montiel en su nuevo libro, Canción de cuna, pero yo me he enterado porque uno no puede profanar según qué bienes sin que los cimientos de la tierra se estremezcan. El erudito escribió su diatriba y las entrañas del mundo temblaron, quién sabe si de horror, si de pánico o si de una inextricable mezcla de ambos.
Lo que sostiene nuestro profanador es que la poesía opera como una suerte de narcótico. Que cautiva con su belleza a quien la lee, que lo sume en una irresponsable indiferencia, que amortigua su ímpetu revolucionario. El poeta, el lector de poesía se le aparece como un arquitecto que, en el mismo centro de un paraje devastado por mil tempestades, construye un palacio en el que vivirá hasta el fin de sus días, dichosamente ajeno a la penuria circundante, dichosamente despreocupado del hambre, el dolor y la muerte.
Me he esforzado por entender a nuestro profanador. Creo que con éxito, al final. La poesía, como todas las bellezas, especialmente como aquéllas que resultan de palabras hilvanadas con gracia y genio, es un consuelo para los afligidos, un bálsamo para los dolientes. Encontramos solaz en el dolor cuando lo compartimos con un poeta que lo canta. Enrique García-Máiquez le atribuye a Mario Quintana la idea de que el verdadero poeta no sufre porque la alegría de haber escrito un buen verso eclipsa el sufrimiento que lo motivó. Yo, por mi parte, extiendo la tesis a quienes, incapaces para la poesía, hemos de conformarnos con leerla. Tampoco sufrimos: el dolor que nos echa en brazos de un poema palidece ante el gozo de un verso luminoso. Todo apunta, pues, a que nuestro crítico tiene razón: el poeta, el lector de poesía consentirán todo, incluso que el mundo colapse, mientras ellos puedan guarecerse en el feraz refugio de las musas.
"Desvela la belleza de lo que parece bello"
Sin embargo, nuestro profanador obvia un pequeño, minúsculo detalle. Además de un consuelo, la poesía obra una reconciliación. Nos reconcilia con una realidad burlona, cruel, por momentos manifiestamente injusta; con una realidad que devasta nuestras ilusiones igual que el huracán devasta las ciudades. El poeta revela como habitable un mundo que parece inhóspito. Confiere un sentido al dolor, que ya no es en vano, sino para que él lo cante, y nos infunde la esperanza de que las cosas sean de otra manera, tal y como la musa las ve. Desvela la belleza de lo que no parece bello. Aviva el esplendor de lo que ya es espléndido. Disipa de un soplido la sombra que envuelve el mundo y lo troca así en un hogar digno de ser amado, en un paraíso de dones, prodigios, milagros.
Para hacer la revolución hay que odiar y amar el mundo con idéntica pasión
Alguien podría preguntarse, no obstante, en qué sentido desmiente esto último la tesis de que la poesía incita al conformismo y aletarga el ímpetu revolucionario. Yo respondería que es evidente y que lo evidente no requiere explicación, pero me contendré y lo explicaré. Nuestro profanador olvida que para hacer la revolución hay que odiar y amar el mundo con idéntica pasión. No basta con detestar la realidad; también hay que reverenciarla. "Odiar el mundo lo suficiente para cambiarlo y amarlo lo suficiente para creer que vale la pena cambiarlo", dice Chesterton en Ortodoxia. Aborrecer en ocasiones lo que sobresale, lo que se nos manifiesta, las circunstancias, y amar siempre lo que subyace, la realidad que se nos ha ofrecido como don, ésa que podemos malograr y elevar indistintamente. Pero ¿cómo amar un mundo que el poeta aún no ha hecho amable con su genio? ¿Cómo amar este infierno de monotonía, tedio, sufrimiento en el que un demiurgo cruel nos ha vomitado?
Al inicio del artículo imaginábamos al lector de poesía como un arquitecto egoísta que yergue su palacio en el epicentro de un erial. Yo ahora he de imaginarlo distinto, como un recolector de frutos del bosque, quizá como un buscador de metales preciosos que, mientras la mujer abandonada llora, el niño famélico grita, el hombre desesperado posa la pistola en su sien y pronuncia una última oración, entretanto, se dedica a cargar su fardo de motivos, de buenos motivos, para sublevarse contra el mal que asuela el mundo.