El barrio que describe Marcos Ordóñez en su último libro ha dado muchos escritores: Vázquez Montalbán o Terenci Moix; en sus calles vivió Rosa Montero. “Todo en una cuadrícula de dos kilómetros”, dice. El escritor y crítico de teatro se refiere a lo que antes se llamaba el Chino, el Rabal actual. Es ése justamente el escenario de Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph Editores), una novela en la que Ordóñez retoma el aliento autobiográfico de libros como Una vuelta por el Rialto (1994) o Turismo interior (2010) y recupera el pasado a través del relato de infancia de un mundo desaparecido: la Barcelona de 1960.
A mitad de camino entre un libro de memorias y una novela, Un jardín abandonado por los pájaros emplea el poder del recuerdo como un mecanismo para recobrar un universo remoto. Ternura y vida se funden en una prosa llena de referencias: canciones, bares, salas de cine, calles y personajes traídos al presente como un ejercicio de recuperación. “He tendido más a escribir historias ambientadas en una Barcelona que no es de ahora, que tiene algo de universo sumergido. ¿La razón? No la sé”, dice Ordóñez, con la mirada distante, pertrechada tras unas gruesas gafas de pasta.
Toca también hablar de la Barcelona y la España de hace cincuenta años, pero también de la España actual: desde el independentismo hasta el IVA cultural del 21% que afecta, cada día más, a las compañías y teatros, a un sector que Ordóñez conoce, muy de cerca, y del que ofrece algo parecido a un diagnóstico en esta entrevista.
-Al leer Un jardín abandonado por los pájaros, uno se queda con la sensación de que usted intenta recuperar algo que alguien le ha quitado.
-Ese alguien se llama el tiempo. El tiempo quita mucho. Mata a la gente y tira los barrios. Se tiende a escribir desde el hueco, muchas veces. Es algo que tengo desde muy pequeño: el interés por la historia anterior. No es casual que me dedique a hacer crítica de teatro. Empecé de manera un tanto insensata, muy joven. Volvía y escribía lo que había visto: intentaba aprehender lo efímero. Se escribe, entre otras cosas, para recuperar algo que ya no está.
-No es el primer libro autobiográfico que escribe. En el más reciente, Turismo interior (2010) planteaba al escritor que huye de la ciudad, en éste, ¿ocurre la operación inversa?
-Este libro viene de ahí, está claro. Hay cuatro libros donde se trabaja lo que sería la experiencia autobiográfica. El primero es A cualquiera puede sucederle (1991), en el que ya aparece el tema de los abuelos, desde una perspectiva quizás más oscura. Luego viene Una vuelta por el Rialto, donde mi padre es una figura central. Fue la etapa en que tuve más enfrentamientos con él. Ese libro fue un acto de amor, porque me reconcilió con él. Ya después aparece Turismo interior, que es más convulso o el humor es más negro.
-Sin embargo, insiste usted mucho más. Por ejemplo, en Detrás del hielo (2006) también apela a la memoria como ejercicio de recuperación.
-Pienso, por ejemplo, en los escritores que me gustan: (Patrick) Modiano. Lo grueso de su obra no sale de una cuadrícula. Casi todas las novelas que vienen después de las primeras tres, ocurren en el París de los sesenta, casi como la continuación de una misma historia. ¿Por qué? Un misterio… Juan Marsé, quitando algún que otro libro, no sale de su barrio entre los años cuarenta y sesenta. ¿Por qué ocurre eso? No sé.
-¿Qué diferencia tiene la indagación autobiográfica de sus entregas anteriores de Un jardín abandonado por los pájaros?
-La mirada es más amplia, más serena. Hay más amor. El amor cuesta mostrarlo, porque piensas que se van a reír. Ya había en los libros anteriores, pero eran también etapas más convulsas mías. Creo que este es un libro bastante equilibrado y sensato.
-¿En qué se distinguen la España que usted evoca y la del presente?
-Esta es una historia que ocurre en los años 60. En España, los sesenta fueron una época de cambios. Veníamos de una posguerra dura, oscura; de los 50, donde hubo mucho luto y pobreza, los edificios estaban en ruinas o enhollinados, pero de pronto se empezaban a ver cosas que hoy resultarían marcianas. Los chavales nos deteníamos a mirar los asadores de pollo, nos parecía una novedad, como los bocadillos de Frankfurt, o que en las tiendas de electrodomésticos hubiese una imagen repetida en 20 pantallas y en uno una cámara te grabara. Hasta la mitad de los sesenta yo no vi una camisa color naranja. La gente iba de negro o de blanco. Todo eso está en el libro.
-¿Cómo era, entonces, la relación de Cataluña con el resto de España?
-Yo viví mucho la mezcla. Mi padre, por ejemplo, era anticatalán. No le gustaba que nos hablaran en catalán. En el libro eso está muy mezclado. Mis abuelos hablan un catalán subtitulado, incluso hay términos que mezclan el castellano y el catalán. Eso es lo que yo viví. En los años sesenta el catalán no estuvo tan perseguido como estuvo en los cuarenta. Estaba tolerado. Esa también es la época en que comienza a afianzarse la industria editorial catalana, la Nova Cançó, comienzan a recibirse cosas de Cataluña. Claro, había también muchos franquistas en Cataluña. El franquismo no ha sido un invento de los castellanos. Las realidades eran bastante complicadas, estaríamos horas hablando de eso. Desde luego que a las autoridades franquistas no le hacía ninguna gracia el catalán, pero se hablaba en las calles. El tema independentista era inimaginable, quizás más como un sueño que tenía mucha gente porque ya lo había tenido en la época de la República, pero, desde luego, yo no lo vi como algo mayoritario. En mi ambiente, una familia un tanto de derechas, eso no se percibía. Quizás más cuando llegué a la universidad.
-Resulta inevitable hablar de la situación actual del teatro. Por un lado existe un 21% de IVA que ahoga a las compañías, pero por otro lado hay muchas obras en escena. ¿Hay público para tanto teatro?
-Por lo que cuentan las estadísticas, ha bajado. Al menos en Cataluña, desde septiembre, cuando comenzó esa medida insensata, se ha perdido un millón de espectadores. Público sí que hay, lo que pasa es que ese público no tiene dinero, las entradas han subido y eso le hace más selectivo que antes. Cuesta muchísimo más levantar ahora una producción que antes. Hay una tendencia a la mediocrización que por otro lado choca con el entusiasmo de la gente que hace teatro. Se están usando unos cartuchos, unas reservas de entusiasmo, que si no encuentra un cierto apoyo, tarde o temprano va a hacer que se quemen.
-¿Qué salidas ve, en temas de financiación, para el sector teatro?
-Lo primero es abolir el IVA del 21%. Porque si uno lo piensa, se plantea: O lo han hecho para joder a ese sector, que es muy cierto que a la gente de derechas siempre le ha fastidiado mucho. O puede, por otro lado, que sea un acto de pura y simple estupidez, porque tampoco están recaudando una barbaridad. Lluís Pascual dice que el teatro es el único sitio donde, para poder hablar, hay que dejar acabar a la otra persona. Esto que parece un chiste no es tal cosa: es educación. Aparte de abolir ese IVA, puede ocurrir un poco lo que en Argentina, donde varias compañías y nombres del teatro trabajan por su cuenta y se autofinancian; claro, allí hay muchas cadenas de TV que permiten que un actor cobre un sueldo razonable, esto aquí no funciona del todo. Hay que encontrar un equilibrio. Hubo una época sí, en que las subvenciones fueron excesivas, pero también mucha gente que igual no podía encontrar espacio. Ahora hemos pasado a la miseria para todos. En el mundo editorial y en el digital, periódicos, revistas, hay una becarización. Allí no cobra nadie. Se está jugando con la ilusión y la necesidad de hacer cosas ¿Cuánto puede durar esto?
-¿Qué teatro se está escribiendo actualmente en España?
-Hay cosas muy potentes. Yo conozco dos focos: Barcelona y Madrid y he visto obras de gente muy joven que está haciendo cosas muy buenas. Son cosas que ya vienen de procesos de 2,3 o cinco años anteriores que ahora se están cristalizando