Si de salir del armario se trata, tendría que hacerlo el país entero. El Chile que ha retratado Pablo Simonetti (Santiago de Chile, 1961) a lo largo de su obra y en su más reciente novela, La soberbia de la juventud (Alfaguara), se revela como una sociedad estratificada, vertical y asfixiante. En ella nadie puede ser lo que desea, sino lo que se espera.
Después de cinco años de silencio, tras Las barreras del pudor (Alfaguara) el novelista chileno regresa con una historia que retoma los que han sido, hasta ahora, sus conflictos esenciales: la identidad, las expectativas, la supervivencia de quienes desean elegir. La voz de aquellos que optan por ser diferentes en un lugar que impone la uniformidad.
Ya lo hizo Simonetti con Julia Bartolini en Madre que estás en los cielos, la historia protagonizada por una mujer que, justo a punto de morir, acepta su origen de hija ilegítima en una sociedad conservadora; también con la homosexualidad en La razón de los amantes e incluso usó el fracaso sentimental –la ruptura de un matrimonio- como el derrumbe de unas expectativas sociales en Las barreras del pudor. Simonetti vuelve, con más fuerza y más edad.
La soberbia de la juventud está narrada por Tomás Vergara, un escritor gay; alguien que sobrepasa los cuarenta y que en el Santiago de Chile contemporáneo se convierte en el consejero y tutor de Felipe Selden, un apuesto, talentoso y soberbio joven que tendrá que pasar un largo vía crucis para darse cuenta de que sus dones no serán suficientes para conquistar la libertad –sexual, ideológica, personal- de la que él se cree merecedor. Partiendo de esa anécdota, Simonetti vuelve sobre su tema esencial: la larga y árida lucha de quienes desean separarse del rebaño.
-Este libro está escrito por un narrador que se siente mayor de lo que es. ¿Está usted de vuelta en estos asuntos?
- Al crear a Tomás Vergara lo hice con la voluntad literaria de tener un testigo, alguien que no se inmiscuyera pero que fuese capaz de entender lo que ocurre a su alrededor. Él, un hombre mayor, que se siente viejo, gordo, está enamorado de Felipe, de quien se vuelve consejero. Tomás se siente vulnerable y sabe que esa condición es, por un lado, una fuente de sabiduría y al mismo tiempo un elogio de la juventud.
-Todo eso dentro de complicado proceso de salir del armario.
-Le resulta difícil a Felipe. Es un joven que vive en un claustro de conservadurismo representado en una clase oligárquica, un sistema que actúa como una máquina que genera a la vez pertenencia y discriminación. El tema de la propia identidad sexual plantea otra cosa: una liberación no puede ocurrir en un solo sentido. Supone salir del sistema, de esa máquina bien aceitada.
-Pero su narrador, Tomás, a diferencia de este chico, salió del armario en los ochenta.
-Entonces era mucho más difícil. Salíamos de la dictadura, la iglesia tenía plenos poderes políticos además, claro, de su posición sobre la libertad sexual. Eran años en los que la Organización Mundial de la Salud consideraba la homosexualidad era un trastorno psicológico y la sodomía estaba tipificada como delito. Es decir, en el Chile de aquellos años, la homosexualidad era considerada un pecado, un delito y una enfermedad.
-Como ya lo hizo en La razón de los amantes o La barrera del pudor, usted no habla solo de homosexualidad, en realidad señala a una sociedad cerrada en muchos otros sentidos.
-Porque Chile ha sido, sin duda, una sociedad conservadora. Pero ha cambiado, especialmente a raíz de la pérdida de credibilidad de la Iglesia tras conocerse los abusos sexuales contra menores. En su primer gobierno, Bachelet no se atrevió a proponer la ley de unión civil, habría supuesto un fracaso electoral. Sin embargo, hoy la sociedad está a favor de la ampliación de los derechos. El 70% de los chilenos considera que la homosexualidad es tan válida como la heterosexualidad. Eso hace cuatro años era menos de 50%. En mi época, los jóvenes salían del closet a los 28, ahora lo hacen a los 17. Por supuesto que La razón de los amantes o La barrera del pudor muestran personas en conflicto con su entorno a propósito del sufrimiento que les ocasiona su identidad, pero a la vez quiero ser justo con mi sociedad.
-Sus personajes siempre están rodeados de gente, pero están solos. Y en esta novela no es distinto.
-Esa edad vital que estoy atravesando está representada en esta historia. Los míos ya no son protagonistas de 28 años y Tomás Vergara sirve para mostrar ese corte transversal que hace la experiencia. A mí, personalmente, alcanzar mi identidad sexual, personal y como escritor, me costó mucho. Esa lucha tiñe mis libros y tiene que ver con un rasgo de la sociedad chilena: su sueño de uniformidad.
-¿En qué sentido exactamente?
-Chile se vio a sí mismo como un país uniforme y ahora recién se da cuenta de que es multicultural. En el último censo, se reveló que cerca de millón y medio de personas son mapuches. Hasta unos años se le consideraban pocos y asimilados, cuando en verdad conservan su cultura. Incluso en los ochenta, cuando al presidente Aylwin le preguntaron cuáles habían sido los avances de Chile en temas de derechos sexuales, él respondió: en Chile no tenemos ese problema. Mi máximo gradiente es justamente buscar espacios de identidad que nos permitan pertenecer sin ser marginalizados.
-¿El progreso chileno que nos venden es cierto? Puede que sea uno de los países más pujantes de la región, pero… ¿avanza?
-Ese es el cambio que estamos buscando y que la literatura a su manera adelanta. El discurso político de Bachelet apela a la igualación en el acceso a oportunidades, a la educación, a los derechos. Puede que la pujanza que muestra Chile sea sobre todo económica. Al final de la dictadura 45% de la población era pobre, hoy es el 14%. El 70% de quienes ingresan hoy a una universidad, representan una primera generación con acceso a la educación superior. Hay avances, sin duda, pero ahora hay que volcarse en mayores libertades. Por eso la educación es nuestro principal lugar: porque ahí fue durante años se replicaron formas de discriminación y segregación.
- A usted, por ejemplo, estudiante de ingeniería, lo de ser escritor no debió de resultarle tan amable.
-Un amigo , formado en una familia oligárquica como la de Felipe Selden, me dijo que había leído el libro como si fuera una novela autobiográfica. Él me decía: me costó explicar que yo quería ser artista, porque se salía de la estructura de comportamiento esperada. En mi caso, yo provengo de una familia de inmigrantes italianos, de clase media, muy católicos. No tenía referentes artísticos, solo una tía lejana, que había sido cantante. Ya aquello fue un drama familiar.
-A usted no le iría mejor, supongo.
-Cuando dije que quería ser escritor también se produjo mucho recelo… Las familias de inmigrantes tienen un afán de asimilación brutal que a veces pasa por encima de sus propias costumbres y su cultura de origen. Mi familia vino a Chile por hambre y consiguieron afianzarse en la industria y el comercio. Pero el afán de pertenencia era tan grande que ellos, como muchos otros, olvidaron la individualidad. En ese contexto me costó mucho asumirme como escritor.
-En tus novelas alguien siempre tiene que cumplir expectativas y el incumplimiento de estas es lo que pone en marcha el conflicto.
- En mi libro de cuentos Vidas vulnerables, se encuentra alguna historia que adelantará lo que aparecerá en La razón del amante o La barrera del pudor. Siento sin embargo que estoy atravesando un nuevo ciclo. Estoy preparando una nouvelle, está casi terminada, que abandona la identidad como tema y se adentra más bien en cómo se distribuye el poder, reflejado en una familia. No me quiero encasillar, quién sabe, pero si hay algo que me interesa en esta novela y las anteriores es el hecho de asumir quién era y exigir que mi decisión fuese respetada. Tuve una educación a su manera privilegiada y todas las posibilidades pero el hecho de ser coartado, ya por ser homosexual o por tener una ambición artística, generó en mí la necesidad de rebelarme.