No me gustan los museos. Entiendo la necesidad que tiene la gente de visitarlos, la entiendo hasta el punto de acompañar a cuantos amigos me proponen que lo haga, pero no puedo participar del entusiasmo generalizado. Evito los museos como el puerco, celoso de su mugre, evita el agua. Mi misantropía se sustancia en una aversión a estos lugares y a las multitudes que los frecuentan. Mientras las bocas ajenas se abren de admiración, la mía se abre de tedio, como la de un hipopótamo que bosteza. Da igual que se yerga frente a mí una escultura de Miguel Ángel, que a apenas un puñado metros haya un cuadro de Goya, sea cual sea el prodigio, yo estaré pensando en la cerveza de después, imaginándomela bien fría, en el umbral mismo de la congelación, y fantaseando también con ese primer trago que es una epifanía de lo eterno en lo temporal.
Esto último es problema mío, por descontado. No pretendo que el lector se identifique con mis limitaciones, ni siquiera que se haga cargo de ellas. Pero sí me propongo que reconozca que, más allá de mis fobias personales, hay motivos para recelar de los museos y de cuantos se ponen ceremoniosos cada vez que invocan su nombre. Basta con ver a las multitudes curioseando sin contemplar, fisgando cual porteras, revoloteando como abejas que, dispersas, van de flor en flor sin tiempo para paladear su néctar, basta con eso para reparar en el abismo que media entre lo que se dice que los museos son y lo que los museos son realmente.
En este sentido, mi objeción contra los museos es idéntica a mi objeción contra los medios de comunicación de masas. El exceso de obras de arte en un espacio concreto es tan pernicioso como el exceso de información. O incluso más, dada la relevancia de lo primero y la flagrante irrelevancia de lo segundo. Nos gustaría detenernos ante ese cuadro, contemplarlo durante una mañana entera, dejar que nos interpelara, pero hay otro que se contonea para captar nuestra atención. Son tantos los estímulos ―Velázquez aquí, allá Murillo, más lejos Rubens― que ninguno termina de dejar huella en nosotros; sólo se deslizan sobre la superficie de nuestro ser como un río que no alcanza a empapar su fondo porque fluye demasiado deprisa.
Los museos no son un espacio neutro
Confinadas en el museo, las obras de arte pierden su unicidad. A pesar de la solemnidad facial de los visitantes, de sus bocas abiertas no se sabe si de arrobo o si de hastío, de esos dedos suyos que pulsan espasmódicamente el dispositivo para así inmortalizar un instante que en verdad no están viviendo, a pesar de todo eso, rara vez las obras reciben allí lo que merecen. Cualquiera de los óleos del Greco exige una, dos, tres horas de minuciosa observación, pero nosotros, abrumados entre tanta maravilla, sólo podemos concederle uno, dos, tres minutos. Lo mismo ocurre con Caravaggio y lo mismo, ay, con nosotros. El museo diluye la obra concreta en una apabullante multitud. Entre sus paredes el asombro es estéril porque no culmina en contemplación sino en consumo. Allí la obra de arte degenera, como por acción de un genio del mal, en comida chatarra para deglución rápida.
El museo diluye la obra concreta en una apabullante multitud
Alguien objetará que siempre cabe la posibilidad de visitar los museos rectamente, que nada nos fuerza a pasearlos como lo hacemos. Podemos, quién sabe, moderarnos y ver tres, cuatro o cinco obras cada día. Comprendo la idea, cómo no, pero no puedo compartirla porque se funda en una ficción: la ficción de que los museos son un espacio neutro, uno que cada propio aprovechará como estime oportuno. Niego la mayor. Los museos no son un espacio neutro, qué va, sino uno que invita más al empacho de difícil digestión que al paladeo, más al turismo y a los selfis que a la cultura. Uno puede recorrer sus pasillos de modo distinto a como recorre los de un centro comercial, puede detenerse ante una obra y permanecer horas frente a ella, en silencio, ajeno al tráfago del mundo, pero sólo lo hará contraviniendo su espíritu, el del museo, que es, ejem, el opuesto.
Si desean cultivarse, propósito siempre encomiable, mantengan un buen diálogo con amigos, lean a Chesterton, siéntense sobre la arena de la playa cuando atardece, reclúyanse en un monasterio para rezar por el bien del mundo, beban cerveza. Hagan lo que gusten, pero, por los clavos de Cristo, eviten los museos. Y si aun así deciden frecuentarlos, que los consejos de los juntaletras están para desoírlos y sus órdenes para desobedecerlas, al menos háganme caso en algo: la solemnidad, cuando impostada, es ridícula. De nada.
Grossman
La cultura es un mito, todo es cultura hasta lo zafio y degenerado. Ejem, la silla eléctrica es cultura, la ablacion del clitoris es cultura, incluso muchos progres sostienen que el cine español es cultura y por eso tenemos que subvencionarlo por la fuerza. Entiendo lo de los museos, es una concentración de cultura, de calidad, suponemos, imposible de digerir por nuestro discutible gusto. Un solo cuadro da para una mañana entera, por supuesto con bibliografía, lecturas o vídeos de YouTube para comprender lo que vemos. Imposible. Por eso la gente se conforma con hacerse un selfie, como esa gente que se hace selfies en un campo de exterminio nazi haciendo el payaso sin entender dónde están.
vallecas
Estoy bastante de acuerdo con usted pero no nos da una alternativa para poder contemplar las Meninas. Por cierto, la cerveza fría-congelada es una bazofia.
juande
Tremenda la nómina de sureños que abjuran de sus señas de identidad; ¿poca personalidad? ¿primacía del interés? En cualquier caso pobres de origen, seguramente porque también son pobres de espíritu.
Al
Como provocación, el articulito no está mal, pero apostaría mi mano izquierda a que el autor se hincha a novelas gráficas, con ilustraciones peores e historias mucho más vanas que las que se encuentran en un buen museo.
DDT
Siempre estuvieron de moda las herriko tabernas, además era muy asiduo Iglesias
Talleyrand
Por supuesto. Siempre prefiriria tener las hilanderas en mi biblioteca, la Nike del Louvre en el recibidor y el Jardin del Bosco en el pasillo para tener que mirarlos de mil formas diferentes cada dia. Pero mientras no pueda mas que ver una fotografía digitalizada o no o visitar un museo con la cola de turistas a por el selfie me conformare con mezclarme con la masa y en algun caso pasar algunas horas solo mirando la misma pieza aislado del mundo y escuchando al artista.