“No lloremos por el low cost”. Así titulaba Jordi Juan su segunda en La Vanguardia (periódico que dirige) el domingo pasado. Comentaba Juan los motivos que están provocando que el low ya no sea tan low: la crisis económica posterior a la pandemia y la Guerra de Ucrania. Explicar por qué se da el fenómeno no implica pronunciarse sobre si a uno le parece este mal, bien, regular o indiferente. Un conato de argumento aparecía al comentar que las grandes capitales como Madrid o Barcelona se ven afectadas por el turismo de masas, argumento que quedaba en agua de borrajas al afirmar que, pues bueno, tampoco es gran cosa el asunto porque a los turistas internacionales los sustituirán los nacionales. Las gallinas que entran, por las que salen, aquí no ha pasado nada, sigan circulando. Este argumentus interruptus se antoja sólo una escaramuza para meter, como quien no quiere la cosa, el asunto medioambiental: que a ver si nos replanteamos lo mucho que contaminamos cuando nos da por viajar. La letra con sangre entra y, por lo visto, sólo dejaremos de ensuciar si se nos hace más cuesta arriba la cosa en términos económicos. Pagant, San Pere balla. Si no le pagues, deixa de ballar.
Para compensar que se le cayó un poco de escrito en el clasismo, afirmó Don Juan por delante que no era cuestión de criminalizar al consumidor, claro, pero. PERO. Y, además, los futbolistas también hacen mal al usar el avión, ¿qué se han creído? ¿que son deportistas profesionales que viven de su estado físico y que por eso es más conveniente hacer en dos horas de avión lo que podrían hacer en 15 horas de autobús? ¿Qué es lo siguiente, que se machaquen en el gimnasio y en los entrenamientos? Ni que vivieran de eso, oye. Bien, todo esto para concluir, sin mayor argumento, que no lloremos por el fin del low cost. Yo habría agradecido algún motivo de peso, qué sé yo, que así valoraremos más lo propio. Es La Vanguardia, se lo pueden permitir sin que les llamen fachitas.
Clasismo contra el 'low cost'
Tendremos que hacer de la necesidad virtud y, ya que no lo hizo Don Jordi, me aventuraré a analizar qué cosas positivas podrían salir de la supuesta crisis del modelo. Porque las consecuencias negativas las conocemos todos. La gente menor de 45 años ha tenido la oportunidad de viajar por todo el globo desde muy jóvenes gracias al modelo de bajo coste. Quien crea que esto es negativo en esencia es clasista, simplón o misántropo (esto último no es algo que pueda reprochar, peco en exceso de este defecto): las consecuencias negativas de una situación dada (en este caso, la posibilidad de viajar) sólo pueden darse precisamente cuando la posibilidad de hacer ese algo está abierta. Y ésta es, justamente, la única forma de que también surjan los aspectos positivos de la cuestión. Muy fuertes y justificados deben de ser los motivos como para que la generalización de la capacidad de viajar sea considerada un mal de raíz. El ambiental, como sugiere Jordi Juan, no puede ser uno de ellos, aunque sólo sea por motivos prácticos: en Europa nos creamos el ombligo del mundo, pero lo cierto es que cada vez somos más irrelevantes en todos los sentidos, empezando por la cuestión medioambiental. Europa ahogándose en vida por el bien del planeta es ahorrar en el chocolate del loro.
Terminado el turismo de bajo coste, ya no proliferarán fotos de panderos sinuosos, mano en cadera y Torre de Pisa en dos deditos con sonrisa maliciosa o morritos de pez
Un aspecto positivo del declive del low cost sería la muerte del aspecto cultural de los “boyfriends de Instagram”, estos pobres chicos que pasan horas en posiciones imposibles con la intención de captar el mejor ángulo de la anatomía de su adorada. El pagafantas del siglo XXI ahora saca fotos. Terminado el turismo de bajo coste, ya no proliferarán fotos de panderos sinuosos, mano en cadera y Torre de Pisa en dos deditos con sonrisa maliciosa o morritos de pez. Se me ocurre aquí una pregunta realmente interesante: ¿hasta qué punto se reduciría el turismo si dejaran de funcionar los smartphone? No es ninguna tontería de cuestión, lo sabe cualquiera que haya recorrido lugares emblemáticos y su fauna natural: gente exultante de felicidad momentánea para la foto a la que después se le ensombrece la sonrisa con un asomo de rictus de hastío. “¿Esto es La Gioconda? Pero si es enana. A ésta sí dan ganas de echarle un bote de tomate por encima”.
¿Esto que describo es clasista? No lo sé. Sólo sé que resulta comprensible que el que ha hecho el esfuerzo de llegar hasta ahí por motivos genuinos le sulfure el ánimo y le amargue la experiencia el no poder disfrutar a gusto por abundancia de gente como aquella. Es como quien da la brasa a los futboleros que intentan concentrarse en el partido, y les comentan aquello de “esto es sólo un ejercicio para brutos” o como cuando incordio a mi marido preguntándole adrede si ha sido fuera de juego, triple o homerun.
La cuestión es: ¿por qué hay quien se ve en la necesidad de meterse en un museo que no le interesa lo más mínimo? ¿Es positivo que la cultura mole? Mi teoría es que, en términos generales, sí. Básicamente porque nunca se sabe por dónde va a sonar la flauta, no puede predecirse cuándo la visita a un museo, viaje o exposición por presión social y cultural puede ser la chispa que encienda el amor de alguien hacia cualquier producción cultural. En esto soy como Abraham ante Sodoma y Gomorra, que le fue racaneando a Dios el número de hombres justos que debía encontrar para no destruir la ciudad: por sólo una persona a la que las experiencias low cost le puedan cambiar la vida, merece la pena el modelo. Otra cosa distinta, claro está, es cómo plantearlo para que el turismo no acabe siendo una opción más del consumismo desaforado y compulsivo que padecemos. Pero, esa cuestión, mejor para otro momento.