Madres Paralelas amplía la gama de supersticiones que uno puede escoger, entre la que está aquella de que la fotografía robaría total o parcialmente el alma de los fotografiados. Una de las hipótesis más bonitas al respecto sigue siendo la de Balzac, que pensaba que todo cuerpo en la naturaleza estaba compuesto por capas y capas de espectros superpuestas, y así el daguerrotipo arrancaba de los cuerpos una de sus capas espectrales, reteniéndolas para siempre, como una segunda piel fantasmagórica que pelaba y hacía suya.
Hay quien ya ha hecho crítica de la última película de Pedro Almodóvar hablando de la evolución que para el cineasta representan el montaje y el plano, la primacía excesiva del plano corto en Madres paralelas: mi intención aquí no es entrar en esos análisis, sino pensar en esos primeros planos como daguerrotipos, retratos a partir de los cuales los personajes juegan al juego de las almas.
Lo juega Janis, el personaje de Penélope Cruz, con Ana, el personaje de Milena Smit, en una relación vampírica, que recuerda a la tradición de unir lo lésbico y lo vampírico ya presente en Carmilla, novela corta tan decimonónica como las de Balzac. Lo juega otra vez Janis con los bebés a los que observa a través de las cámaras o gracias a una fotografía enviada con el móvil. La historia central de Madres paralelas es un relato vampírico donde el paralelismo lleva a los personajes a querer apropiarse los unos de los otros de sus espacios domésticos y cotidianidades, o incluso de la herencia de su sangre, así entrelazándose hasta llegar al deseo y luego a la catástrofe.
No hay vampiros de verdad en la película, pero Janis, entre los momentos en los que rejuvenece y los momentos en los que se la ve sin energía, absorbida, casi sin sangre en el cuerpo, es la que más se acerca. También es ella la que roba almas a través de la fotografía: otros llevan la cámara, y en algunas de las escenas finales casi restituyen almas robadas, pero Janis aparece fotografiando y retratando, dentro y fuera de su ámbito profesional.
El Madrid retratado por Almodóvar es rematadamente burgués, de pisos enormes, por más que a la burguesía se le dedique algún que otro reproche
No todo son virtudes en Madres paralelas, aunque una tenga muchas ganas de reconocer lo que sí. La película, una vez arrancada, no suele cojear, pero sí que lo hace inmediatamente antes, cuando coloca a cada personaje en su punto de partida, con discursos políticos que, si bien entroncan con otros elementos y símbolos de la trama, resultan mal empastados, un poco toscos, demasiado sentenciosos.
Es normal, sobre temas como la memoria histórica, la voluntad de querer dictar sentencia, y probablemente las sentencias que dicta Almodóvar en los discursos de sus personajes sean justas, pero una se pregunta si no hubieran podido tener una expresión discursiva más elegante, menos impostada. El uso de los palillos, por ejemplo, permite unir bellamente y a través de un símbolo, una imagen, las dos líneas paralelas de la película; las imágenes funcionan, pero el discurso de vez en cuando flaquea.
Memoria y maternidad en Madres Paralelas
Sabiendo de antemano que se trata de una película que trata tanto la memoria histórica como la maternidad, la referencia más inmediata y lo que una espera ver en la película es una historia que entronque con los niños robados del franquismo y el tráfico de menores. No hay ninguna mención a ello en toda la película, y esa ausencia, por cuan evidente es el elemento que se ausenta, tiene que ser interpretada como una presencia.
La trama histórica en Madres Paralelas de los niños robados del franquismo, ni desarrollada ni mencionada, encontrará un eco (tal y como todo tiende a encontrar un eco y repetirse en Almodóvar, o las generaciones parecen destinadas a emprender caminos paralelos: pensemos en las últimas escenas de Volver, en las confesiones y paralelismos entre generaciones familiares) en la historia que se desarrolla entre Janis, Ana y sus hijas.
Hay una discusión, ya tarde en Madres Paralelas, en la que Janis grita a Ana, molesta por su desinterés en la cuestión de la memoria. Le dice que ya es hora de que entienda y conozca en qué país vive y cuál es su historia, cuántos muertos hay enterrados en fosas comunes; acaba afirmando que, hasta que no se desentierren, no acabará la guerra.
Sugiere que le pregunte a su padre de qué lado estuvo su familia en la guerra, para saber ella y escoger de qué lado estar. La joven Ana no conecta con lo que dice: el olvido (tan tratado en El silencio de otros, documental producido por Almodóvar) no ha permitido que la voluntad de enterrar a sus muertos se transmita.
Lo político, dentro de la película, sólo sirve para reafirmar a los ya politizados, y los discursos son empastados a veces
Puede que la retórica sea excesivamente guerracivilista, pero ese contraste con la realidad queda más o menos evidenciado en la escena. Además, el Madrid retratado por Almodóvar es rematadamente burgués, por más que a la burguesía se le dedique algún que otro reproche; pisos enormes y espaciosos, incluso aristocráticos en el caso de Ana, y profesiones liberales que viven en Malasaña, toman copas y desayunan magdalenas.
El confort de las condiciones materiales de los personajes no entra en contradicción con su deseo de enterrar a los muertos, de darles digna sepultura: un deseo igual de legítimo si lo pronuncia un vagabundo que si lo afirma Antígona, sobrina de Creonte, rey de Tebas.
No sabemos, en esa escena, si Almodóvar en Madres Paralelas lo que quiere transmitirnos es su preocupación por el olvido en las nuevas generaciones, si le molesta que estén a sus cosas (en este caso o en otros, a sus líos de faldas) en lugar de pensar en cuestiones importantes como la memoria o la historia de España. Dudo, en todo caso, que sea esa escena lo que despierte la simpatía entre esos jóvenes (considero que El silencio de otros, cuya lenta exposición de la injusticia indigna y conmueve, lo hace mejor).
Lo político, dentro de la película, sólo sirve para reafirmar a los ya politizados, y los discursos políticos que se profieren son empastados a veces, precisamente, porque se dirigen a un público de izquierdas, politizado, concienciado de la importancia de la memoria histórica.
El epílogo, con el regreso al pueblo, da fin a la trama de la memoria de una manera mucho más fina, sin ninguna de las inercias que lastraban al prólogo; la primera, en comparación, queda inconclusa o en el aire, porque lo político que planeaba por encima del melodrama se convierte en algo demasiado urgente.
Con las fotografías de los enterrados en las fosas sucede lo contrario que con los daguerrotipos: sirven entonces para restituir la memoria, devolver almas. Es una película con más trompicones que Dolor y gloria, pero toda la historia vampírica entre sus dos protagonistas, con sus aires de thriller, es lo suficientemente interesante como para propulsarla.