Cultura

No lo llame marxismo cultural; llámelo liberalismo

El liberal no se pregunta cómo debe actuar; se pregunta tan sólo si las circunstancias le permiten actuar libremente

  • Escultura de Karl Marx.

El otro día un meme desató una acre polémica en Twitter sobre el declive de la moral y de los vínculos comunitarios. Participaban de ella quienes le imputaban la tragedia a una brumosa corriente de pensamiento llamada "marxismo cultural" y quienes, más ortodoxos, menos expeditivos, nos limitamos a imputársela al liberalismo; quienes presentaban el wokismo como una reformulación almibarada y cursi de las tesis de Marx y quienes lo presentamos como un liberalismo tan desquiciado como consecuente. 

Lo que argumentaban mis oponentes tuiteros es que el declive moral de Occidente deriva de ideologías como el relativismo, el feminismo desembridado y la ideología de género ―lo woke― y que éstas, a su vez, proceden directamente del marxismo. Yo, por mi parte, no simpatizando en absoluto con Marx, convencido como estoy de que su sistema, igual que los sistemas de casi todos los pensadores modernos, incurre en el error de tomar el todo por la parte y es en consecuencia reduccionista, considero sin embargo injusto atribuirle males de los que no es responsable. El filósofo alemán arquearía la ceja y apenas podría reprimir la náusea si alguno de sus presuntos discípulos cantase en su presencia las bondades de esa miríada de teorías que la intelectualidad perezosa reúne bajo el sintagma de "marxismo cultural". En su sistema ―determinista, pretendidamente científico, pétreo como el hormigón armado― no hay lugar para el relativismo, tampoco para el feminismo, figúrese el lector si para la gnosis del género.  

El marxismo cultural es un oxímoron, un sindiós lógico. El marxismo no puede ser cultural como el agua no puede ser sólida. ¿Cómo considerar marxista un conjunto de teorías que contradicen uno de los pilares sobre los que se asienta el sistema de Marx? Para él, la superestructura depende de la infraestructura, los modos de producción determinan los modos sociales, a un sistema económico le sigue una cultura y nunca al revés. "Cambia el sistema económico y todo lo demás advendrá por añadidura", viene a decirnos el filósofo alemán. "No. Basta con cambiar la cultura", replica insolente la izquierda progresista. La ideología woke, ese maremágnum teórico en el que la derecha neocón entrevé la perturbadora sombra del comunismo soviético, no puede ser marxista porque se desentiende del capitalismo ―lo acepta, casi lo bendice― para preocuparse así por todo lo que el capitalismo crea. 

Por otra parte, ¿cómo vincular el marxismo con la ideología de género, cómo vincularlo con el relativismo, cuando Lenin, el más conocido de los marxistas, proclama la existencia de verdades objetivas, eternas de las que no pueden dudar más que los locos?

"Cada cual podrá encontrar sin trabajo decenas de ejemplos semejantes de verdades que son eternas y absolutas, de las que no es permitido dudar más que a los locos (…) Ser materialista significa reconocer la verdad objetiva, que nos es descubierta por los órganos de los sentidos. Reconocer la verdad objetiva, es decir, independiente del hombre y de la humanidad, significa admitir de una manera o de otra la verdad absoluta". (Materialismo y empirocriticismo).

El liberalismo cultural

Quizá algún lector acepte mis argumentos, quizá concluya que la ideología de género y el relativismo apenas tienen que ver con el marxismo, pero al mismo tiempo cuestione la idea de que están relacionadas con el liberalismo. Dado que este último tiene un no sé qué de policéfalo, dado que los expertos en la cuestión aseguran que no hay uno sino muchos, infinitos, liberalismos, esta duda es legítima e incluso sana. ¿Cómo atribuirle al liberalismo un mal si apenas podemos definirlo?

Parece lógico, pues, que el liberal termine recelando de todo cuanto le condiciona, de todo cuanto matiza su libertad, de todo cuanto no ha elegido y sin embargo le afecta

Siendo esto cierto, siendo liberales autores tan disímiles como Rawls y Tocqueville, como Locke y Nozick, yo objeto que a todos los liberales les une una concepción común de la libertad. Todos la definen negativamente ―como ausencia de impedimentos externos, en palabras de Hobbes― y todos la consideran más un fin que un medio al servicio de otros fines. Benjamin Constant, protagonista de los sueños húmedos de la derecha neocón, comodín al que recurre la intelectualidad liberalia cuando a algún osado analista se le ocurre emparentar wokismo y liberalismo, ensalza así la libertad de los modernos, la libertad liberal: 

"Para cada uno es el derecho a no estar sometido sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Es para cada uno el derecho de dar su opinión, de escoger su industria y de ejercerla; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y venir, sin requerir permiso y sin dar cuenta de sus motivos o de sus gestiones. Para cada uno es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieren, sea simplemente para colmar sus días y sus horas de un modo más conforme a sus inclinaciones, a sus fantasías".

¡El derecho de abusar de la propiedad! ¡El derecho de ir y venir sin requerir permiso y sin rendir cuentas! Vemos que ya no se trata de ejercer bien la libertad, sino tan sólo de ejercerla. El liberal no se pregunta cómo debe actuar; se pregunta tan sólo si las circunstancias le permiten actuar libremente. Su fin no es el acto bueno, sino el acto libre. Parece lógico, pues, que termine recelando de todo cuanto le condiciona, de todo cuanto matiza su libertad, de todo cuanto no ha elegido y sin embargo le afecta. De la moral, como los relativistas; del cuerpo, como los ideólogos de género; de la familia, como la posmodernidad entera. 

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