La mejor forma de viajar al pasado cuando no se dispone de un DeLorean es hacer una mudanza. Quizá uno de los grandes retos de verdad a los que ha de hacer frente el hombre moderno. Cuando uno toma la atrevida, valiente, casi homérica decisión de mudarse nunca está del todo seguro de a qué va a enfrentarse. Y es que en los rincones más inhóspitos del hogar, aquellos cuya existencia desconocías, puedes reencontrarte con el padre que se fue, con la novia que hoy es tu mujer y con aquel objeto indescifrable que un día te pareció bien guardar pero cuya razón de ser te es absolutamente desconocida a día de hoy.
Nos pasa como a Alejandro Magno; tan grande es nuestro imperio que olvidamos sus límites. Da igual que la casa sea pequeña, siempre hay cajones que no abres desde que todavía tenías pelo, papeles que sepultan atisbos de una existencia que ha pasado a engrosar ya los libros de Historia –de la tuya-.
Hacer una mudanza te enfrenta a la máquina del tiempo, y entre aquellas cajas de cartón puedes encontrar el condensador de fluzo que permitió a Michael J. Fox viajar al pasado y conocer la juventud de sus padres. Y no es sencillo enfrentarse a uno mismo en esas notas antiguas, en esos escritos que ahora te dan vergüenza ajena, en esas entradas de discotecas cuyo nombre te suena a fariseo.
Siempre he creído en la mística de los objetos, por eso me cuesta mucho desprenderme de ellos. Siento que estoy traicionando a mi antiguo yo si tiro a la basura una camisa con la que fui muy feliz –aunque quepa en ella peor que un hipopótamo en unos leggins y esté totalmente pasada de moda-. Uno de los comodines más recurrentes que utilizamos las personas como yo en este tipo de encrucijadas es: “Algún día lo podrán usar mis hijos”.
Sospecho que una parte de nuestra alma se queda en aquellas cosas que te han servido bien y con las que has sido feliz. Cuando mi abuelo se encontraba en pleno proceso de demencia y sus ojos tornaron insondables, abrimos el armario de su casa y la familia decidió que me quedara con una de sus americanas.
Nunca me he sentido más orgulloso que paseando aquella prenda de un lado para otro. La llevé puesta en la entrevista de trabajo que me cambió la vida, la primera vez que salí en televisión y en toda ocasión relevante a la que me he enfrentado desde entonces. Sentía que dar vida a aquella prenda era, en cierto modo, alargar la existencia de una persona a la que quería y que había sido condenada a una injusta cadena perpetua.
Mi otro abuelo, que apenas ha salido del pueblo –lo más lejos ha sido Cantabria-, me obsequió con una de sus chaquetas, que terminé paseando con orgullo en Nueva York. Aquella piel que no era mía era mi abuelo, y con él caminaba entre rascacielos con los que jamás podría soñar. Es una cuestión de cariño, respeto y agradecimiento. Honrar la memoria de los que nos han querido y cuidado es un sentido vital de lo más digno.
En la labor arqueológica en la que uno se sumerge cuando se muda o cuando visita antiguos hogares se aprende mucho sobre uno mismo. Hay quien descubre que no era como pensaba. Que no eras el tipo cool y carismático que ahora te consideras, sino más bien un chico torpe gafotas y con escaso gusto para la moda –como el padre de Marty McFly en Regreso al futuro-. Leer antiguas cartas de amor es la mejor forma de sentir vergüenza en la más absoluta intimidad.
Pero más allá de los viajes al pasado, encontrarte con viejos objetos también cabe para saltar al futuro, como en la secuela de la película de Robert Zemeckis. A uno que nunca fue. Porque entre aquellos escritos y cosas que antes valorabas terminas dándote cuenta de que tu futuro no ha sido el que imaginabas. Que quienes creías tus amigos entonces ya no lo son. Que jugaste a la bola de cristal y no diste ni una. Te das cuenta de que la lista de invitados a tu boda imaginaria no tiene nada que ver con la actual y que ciertos sueños dejaron de tener sentido.
Estás en un futuro que no es el que esperabas, y no tiene por qué ser malo. Solo ejemplifica que las conjeturas sobre nuestra propia existencia no conducen a ninguna parte. No está mal tener a mano un condensador de fluzo para cuando queramos revivir aquella gran noche, el abrazo de aquella persona que se fue o, simplemente, recordar que escribimos un futuro distinto cada día.
Kharly74
Precioso artículo. Gracias, don Borja :)