Cultura

¿Cuándo se domesticó la música pop? La censura invisible de lo políticamente correcto

Letras y enfoques de hace cuarenta años serían imposibles en el clima social actual

Atención, pregunta: ¿Cuándo se reblandeció la música pop? Escuchar viejas canciones revela el contraste entre las crudas letras de antaño y la ñoñez de las contemporáneas. No cuesta imaginar la reacción de las feministas de Twitter ante una canción como “Si yo fuera mujer” (1986), donde un Patxi Andión muy venido arriba mezclaba 'mansplaining', suplantación de género y rimas totalmente insólitas. “Si yo fuera mujer, a mí no me tocaba/ un tonto con coche, música de fondo y pose de John Wayne/ me daría el gusto de violarle a él”, declamaba derrochando seguridad. El artista mexicano Aleks Syntek hizo una versión electrónica en 2017, pero ya sabemos que en ese país las disputas de género son más melodramáticas y a nadie le van a molestar estos versos.

Tampoco es complicado adivinar la respuestas ante letra como “Secretaria” (1976), de Mocedades, una cruda descripción del puesto como sumisión total al jefe. “Fui también la celestina/ de tus citas clandestinas/ y aprendí a estar bien callada”, explicaba la protagonista. Juan Carlos Monedero, dirigente de Podemos, ha criticado en su programa el machismo de Los Chichos por letras como “Ni más, ni menos”, una oda a la virgnidad como virtud femenina. “El cristal cuando se empaña/ se limpia y vuelve a brillar/ la honra de una mocita, se mancha y no brilla más”, cantaban sobre un ritmo alegre característico. También era otro mundo y otras costumbres, sin duda.

Baladas como "Every Breath you Take" (The Police), crónica de la mentalidad de un acosador, deberían incluir una orden de alejamiento por cada compra

¿Hemos ganado o hemos perdido aplicando el código políticamente correcto a las letras de las canciones pop? Ni una cosa, ni la otra: la cultura popular es reflejo de su época y 2019 no es una excepción. Lo primero que debemos señalar es que no somos un país especialmente bestia, hay letras más salvajes en Estados Unidos e Inglaterra, pero no nos enteramos porque muy pocos saben inglés. Una de las baladas más exitosas de todos ellos tiempos, “Every Breath You Take” (1983) de The Police, es un viaje a la mente de un acosador obsesionado por una chica. “Cada día que pase, cada movimiento que hagas/ cada lazo que rompas, cada paso que des/ te estaré observando”, canta Sting con voz muy ida. El sencillo debería haber llevado de regalo una orden de alejamiento.

Rolling Stones: apología de la violación

Otro caso que pasó por debajo del radar es “Brown Sugar” (1971), pieza clásica de los Rolling Stones que muchos seguidores piensan que está inspirada en una variedad muy potente de heroína, pero que en realidad trata del deporte nocturno favorito de muchos dueños y capataces de plantaciones del sur de Estados Unidos, que en tiempos de esclavitud visitaban borrachos los barracones para abusar sexualmente de las mujeres negras. El tono de la pieza es inequívocamente celebratorio, sin nada que indique rechazo o denuncia. “Azúcar Moreno, ¿cómo sabes tan bien?/ azúcar moreno, como una buena jovencita”, aúlla sir Mick Jagger, muchas veces secundado por decenas de miles de personas que han pagado cien euros para verle en un estadio. El saxo lo pone el músico afroamericano Bobby Keys.

Pero volvamos a las canciones en castellano, que nos pillan más cerca. Otro asunto polémico son las letras sobre ricos, en realidad contra los ricos. ¿Recuerdan alguna de los últimos veinte años? Antes eran un género en sí mismo. El cantautor extremeño Pablo Guerrero tiene una preciosae implacable titulada “Ecos de sociedad” (1975), donde se ríe de lo pánfila y cursi que es la clase alta española, retratada en la crónica de una boda. “Él iba luciendo su viril elegancia/ su bigotito gris, su educación en Francia/ y la fábrica azul de su suegro en Manresa”, canta. Luego lo da todo describiendo al decoración: “La catedral es un barco que navega despacio/ sobre un mar de rosas de terciopelo lacio/ y atraca en el escote de una joven doncella/ y en el altar barroco, sueñan los serafines/ fuentes de porcelana con luces y delfines”, añade. Por su parte, Joan Manuel Serrat también derrocha bilis en “Muchacha típica” (1970), donde describe la vida de una joven situada y muy centrada en encontrar un buen partido. “Es su deporte congénito, la pesca del primogénito/ sin saberlo Samaranch/ pero entre vómico y vómico, le encanta andar con un cómico/ y llevarlo al palomar”, remata. El feminismo actual, seguramente, también tendría objecciones.

"Víctor Jara acusaba en sus canciones a la clase alta chilena de complicidad con el autoritarismo militar. El tiempo le dió la razón con su asesinato y el del presidente Allende"

Sin duda, las canciones más duras contra la "clase dominante" -expresión también perdida- se escribieron en los años setenta en Sudamérica, reflejo de una situación explosiva entre movimientos marxistas y dictaduras militares. Víctor Jara firmó el clásico “Te recuerdo, Amanda” (1969), la historia de un amor truncado porque el chico se une a la guerrilla popular. Más dura todavía resulta “Las casitas del barrio alto” (1971), donde denuncia la complicidad de la burguesía chilena con la represión de militantes de izquierda. “Y el hijito de su papi/ luego va a la universidad, comenzando su problemática/ y la intríngulis social/ fuma pitillos en Austin mini/ juega con bombas y con política/ asesina generales y es un gángster de la sedición”, recita. La canción resultaría profética porque no faltaba mucho -septiembre de 1973- para que el cantautor fuera asesinado por la policía, tras el golpe de estado contra su amigo Salvador Allende. El pasado verano condenaron a ocho exmilitares chilenos por la muerte de Jara. En 2019 muy pocos artistas escriben canciones populares sobre los conflictos políticos más crudos. Quien lo hace raramente tiene acceso a difusión en radio o cadenas de televisión.

Guerrilla con guitarras

¿Otro ejemplo de enfoque que hoy sería imposible? “Guitarra armada”, de Carlos Mejía Godoy, un disco completo dedicado a instruir a la guerrilla sandinista en el uso de armas. Canciones como “¿Qué es el F.A.L.?” (1979) mezclan guasa cubana con manual de instrucciones para un rifle de repetición. Hoy el pobre Mejía Godoy vive exiliado de Nicaragua por medio a que Daniel Ortega -su antiguo líder insurgente- le haga pagar su apoyo a la oposición interna a su régimen autoritario. La canción, en todo caso, es una maravilla poética: “El F.A.L. ya desde la entrada, tiene la estampa de un gran fusil/ metralla de bello estillo, de veinte tiros su magacín/ si aprieto el gatillo ladra y a cuatro cuadras su alcance da/ y a cinco cuadras completas, una avioneta puede apear”, explica. Además incluye versos en favor de la igualdad de género entre los insurrectos. “Machistas nunca seremos, pero tenemos que proceder/ quitando el tornillo macho, del otro que hace de la mujer”, canta Mejía Godoy.

Nos queda, entonces, señalar dónde se empezó a domesticar el pop. Un precedente obvio es el llamado ‘college rock’, escena musical bohemia y ‘arty’ que surge en los campus de Estados Unidos final de los años ochenta. Es allí, en las universidades, donde llega a su paroxismo la corrección política y obviamente se contagia a sus grupos, publicaciones y pequeñas emisoras de radio. Bandas de los noventa como R.E.M, The Lemonheads, 10.000 Maniacs, Pearl Jam o Hüsker Dü no tienen apenas canciones con contenido problemático. Más bien hacen letras que basculan entre la angustia existencial y los modelos de conducta para jóvenes adultos. Recitan un credo progresista equivalente al que nnusicaron aquí Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos.

Otro factor fundamental, ya en la década de los 2000, es la fiebre de los patrocinios en el mundo de la música alternativa, desde revistas hasta festivales. Cuando las grandes empresas -de moda, móviles o tecnología- desembarcan en el rock alternativo se entiende que ninguna de las campañas por las que pagan puede desafiar sus valores corporativos, lo cual limita bastante el voltaje expresivo. Ha habido excepciones, por ejemplo el verbo salvaje de Eminem o la poesía narcótica de Pete Doherty, pero en la década de los 2010 ya estaba todo bajo control. La escena musical, especialmente la blanca, resulta indistinguible de los editoriales de moda de Vogue, Esquire y Vanity Fair, biblias del consumismo contemporáneo.

La necesidad de contentar a todos los segmentos del mercado hace improbable que la música popular vuelva a ser incómoda e irreverente.

Cobardía corporativa

El género más crudo del último medio siglo es el hip-hop. Surgió a finales de los setenta en el Bronx y el cantante de los míticos Public Enemy lo describió como “la CNN de los guetos”, ya que las letras narraban de manera descarnada la vida cotidiana de los afroamericanos sin oportunidades de ascenso social, en plena era de la epidemia de crack. Muy pronto, debido al interés de la industria, las rimas viraron hacía un catálogo de productos y estilos de vida a los que aspiraban los raperos si se hacían millonarios. La escena pasó de ser la CNN a sonar como la Teletienda. Eso también supone un proceso de domesticación, que consiste en que todas las fantasías de los artistas coinciden con el imaginario de los nuevos ricos con inclinaciones horteras.  La joven escena trap española lleva ese mismo rumbo, con estrellas como Yung Beef que ofician de modelos para Calvin Klein, protagonizan la portada del especial moda hombre de El País Semanal y ejercen de anfitriones en fiestas ‘chic’. El mercado cultural ofrece recompensas económicas y máxima exposición mediática a quien reproduce sus planteamientos.

¿Queda algo de vida en el planeta pop? Lo único que escandaliza realmente al gran público es algún artista de reguetón. Recordemos, por ejemplo, las campañas de censura hacia Maluma impulsadas desde el Huffington Post español. El mundo de la publicidad todavía no ha ofrecido grandes contratos publicitarios a las estrellas del género, seguramente porque todavía huelen demasiado a barrio. La pobreza no casa bien con las fantasías corporativas. Cierto que Maluma ha aparecido en un anuncio del descanso de la SuperBowl, pero conveniente uniformado de treintañero de clase media y despojado de cualquier atributo de su personaje pop. La necesidad de contentar a todos los segmentos del mercado hace improbable que la música popular vuelva a ser incómoda e irreverente. Lo argumenta muy bien el ensayista Jon E. Illescas en su clásico ‘La dictadura del vídeoclip. Industria musical y sueños prefabricados’ (2015). Los vídeos, formato dominante en el consumo musical juvenil, son gestionados por ejecutivos de las discográficas que miden cada gesto, plano y detalle para atraer patrocinadores comerciales.

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