Ayer jueves inundó las redes una campaña de la ginebra Seagram's donde la actriz, cantante y modelo Najwa Nimri se vestía al estilo de los sin techo para escenificar su hartazgo con la fama y por el hecho de ser reconocida cuando pasea por la calle. Vestida con vaqueros rotos y jersei raído, tres tallas más grande que la suya, vagaba por distintos lugares de Madrid acompañada por un perro (y también se la veía comiendo de forma espontánea y silvestre en locales del centro). “Ser famoso es una putada”, resumía después del experimento, en un suntuoso hotel de cinco estrellas donde era entrevistada por la marca de ginebra. ¿Es aceptable la glamurización de la pobreza en estos tiempos de guerra, pandemia y crisis económica? ¿A qué intereses obedece? ¿Es significativo que el anunciante sea una marca de alcohol, último asidero de felicidad al que se abandonan muchos excluidos? A esto intenta responder este artículo de Vozpópuli.
Más que proponer una condena moral, resulta interesante analizar el vídeo porque recoge cierto espíritu de época, una versión persistente de las élites económicas y culturales de nuestro tiempo. “En 2030 no tendrás nada y serás feliz”, reza una de las frases más inquietantes y repetidas en el Foro de Davos, concretamente en el documento “Ocho predicciones para el mundo en 2030”, publicado noviembre de 2016. No esconden que existe un plan corporativo global para ofrecer “servicios en vez de productos”, sin modificar el hecho de que las grandes fortunas globales sigan acaparando las infraestructuras materiales. Este enfoque es parte de la famosa Agenda 2030, el plan simbolizado en esa chapita que exhiben varios miembros del gobierno de España.
Cualquier lector fiel de El País y de otras cabeceras progresistas sabe que no se trata de un hecho aislado, sino de una tendencia extendida y reiterada que fomenta la resignación en la vida de los pobres (o de la clase media venida a menos). El trance de compartir piso porque no puedes permitirte vivienda propia se llama ahora cohousing o coliving, que suena mucho más cool. La necesidad de conservar nuestro puesto de trabajo, dentro de un mercado cada vez más competitivo, nos lleva a tener 'trabacaciones', fórmulas mixtas entre trabajo y descanso donde los empleados se engañan pensando que basta con desconectar parcialmente. Incluso rebuscar en la basura lleva hoy el nombre chic de friganismo, que suena a excitante subcultura hípster proveniente de Williamsburg, Nueva York. ¿Cuántos eufemismos somos capaces de inventar antes de mirar cara a cara a nuestra precaria situación económica? ¿El siguiente paso es hacer que parezca algo deseable?
¿Será feliz Najwa Nimri sin dinero?
En invierno de 2015, de nuevo El País publicaba el artículo “Nueve trucos para calentar la casa sin encender la calefacción”. Parece que estuvieran preparándonos para las subidas de precio actuales. También se publicó en marzo de 2017 un reportaje sobre el ‘nesting’, que consiste en no salir de casa durante el tiempo libre ya que por lo visto “rebaja la ansiedad e ilumina la mente”. ¿No parecen demasiadas coincidencias? ¿Tan loco es pensar que detrás de todo esto existe, si no un plan, sí una ideología dominante interesada en el conformismo social? ¿Por qué solo defienden estas tesis gente rica que -como mucho- abandona sus privilegios durante unas horas o días con objeto de airearse? Estamos, sencillamente, ante el reflejo cultural de un proceso político, económico y empresarial global, que no parece que vaya a remitir a corto plazo.
La estetización constante de la pobreza conviene al discurso de los ricos y las grandes marcas pero no a los intereses los pobres
En el mundo de la cultura, especialmente el de la música popular, sabemos hace tiempo de esta tendencia. Los burgueses del siglo XX bajaban a los barrios negros de las grandes ciudades para darse un chapuzón de autenticidad en los garitos de jazz y para buscar aventuras con mujeres de clase inferior. Los rockeros grunge de los años noventa optaron por el heroin chic, con la propia papelina de jaco como complemento fashion indispensable. Hoy los vídeos de música urbana se graban con frecuencia en favelas, que Enrique Iglesias y/o el reguetonero superventas de turno usan como photocall para transmitir autenticidad y contacto directo con las calles.
No parece lo más justo que el principal beneficiario económico de estilos como el funk de las favelas, creado en los barrios más pobres de Rio de Janeiro, sea un estadounidense de familia millonaria como Diplo, que descubrió esa vibrante escena musical en los dosmiles mientras disfrutaba de un puesto de trabajo bien pagado en la revista Colors (Benetton) en Treviso (Italia). Las clases altas internacionales, que se mueven entre algodones y privilegios, necesitan contacto ocasional con la vida de los barrios para sentirse peligrosos y ganar credibilidad callejera. Todos hemos participado en este tipo de lógica alguna vez, a través de los productos culturales que nos apelan, pero eso no significa que sea cien por cien legítima.
Estamos ante una tendencia cultural de largo alcance, que consiste en que los ricos disfrutan del hecho de mantener un breve y energizante contacto con los excluidos (o, dicho más crudamente, pasan unas vacaciones baratas en la miseria de los demás). Esta estetización de la pobreza conviene a los intereses de los de arriba pero trivializa el sufrimiento de los de abajo. No hay nada ilegal en ello, pero en el plano cultural puede valorarse como ilegítimo (por los mismos motivos por los que "no cuela" cuando la banquera Ana Botín finge ser una consumidora más desde su cuenta de Twitter). A estas alturas, nadie nos puede quitar el derecho a no tragar con este viejo relato, tan cómodo para Davos, las agencias de publicidad y las estrellitas cool, cada vez más decadentes en sus propuestas 'creativas'.