Anagrama ha sido el sello independiente de referencia en España y a él deben los lectores el hallazgo de autores fundamentales del siglo XX: de Thomas Bernhard o Claudio Magris hasta Patrick Modiano y Martin Amis. Desde su creación, en abril de 1969, Anagrama ha publicado más de 4.000 títulos. El hombre detrás de ese fenómeno es Jorge Herralde, quien este jueves 14 de febrero, a las 19.00 horas, ofrece en la Biblioteca Nacional de España la primera sesión del ciclo El oficio de editar, 50 años después, organizado con motivo de la muestra Los papeles del cambio. Revolución, edición literaria y democracia 1968-1988, una exposición comisariada por Jordi Gracia y que recorre la historia literaria y editorial de la España que se encaminaba hacia la transición.
Este ciclo propone escuchar de primera mano las diversas experiencias de tres de las editoriales más relevantes de la España democrática
Las siguientes sesiones de este ciclo en febrero serán Tusquet o el arte de seducir (el día 21), que contará con la participación de Beatriz de Moura, fundadora de Tusquets Editores, y Juan Cruz, periodista y escritor, y Visor o la poesía (28), con Chus Visor, director de la Colección Visor de Poesía, y Luis García Montero, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Granada y director del Instituto Cervantes. Este ciclo propone escuchar de primera mano las diversas experiencias de tres de las editoriales más relevantes de la España democrática, aunque iniciaron su andadura antes de la muerte de Franco y antes de la Constitución. De hecho, se tomaron la libertad de editar por libre antes de que fuese legal hacerlo como lo hacían ellos. Las tres se fundaron en 1969. Jorge Herralde fue el inventor de Anagrama, Beatriz de Moura movilizó sus energías para crear Tusquets, y la poesía empezó a circular de forma más asequible gracias a delgados libros negros que publicó Visor, señal indiscutible de su catálogo.
Sobre Herralde: un tiempo literario
Las mejores cosas pasaron en aquellos años y Barcelona fue su epicentro. La gauche divine se paseaba escandalosa por Bocaccio, a la vez que echaba las bases de una literatura que avanzaba con fuerza y anunciaba lo que aún estaba por llegar. Los escritores vivían vidas desaforadas. Hablaban de compromiso sin sonrojarse y escribían las mejores páginas que verían luz en aquellas décadas. Muchos autores ya habían comenzado a sacudir las bases desde América. Eso que propiciaron con la intervención del editor Carlos Barral y la agente Carmen Balcells lo llamaron el boom latinoamericano. Por ponerle un nombre, porque tocaba, porque de alguna forma había de darle nombre a aquella ventisca que ya había comenzado, unos años atrás, el cubano Alejo Carpertier, con su aliento de Viaje a la semilla (1944) y El reino de este mundo (1949). Aunque Herralde, más que de boom, puede hablar del tiempo en que se gestó y durante el que diseñó lo que sería su sello. Fue él quien publicó a la plana mayor británica de los ochenta como Ian McEwan, Martin Amis, Ishiguro o Barnes, el que creó un polvorín en España.
Resulta curioso observar cómo el premio creado por él va a marcar de manera decisiva a lectores y autores
En la década de los años setenta y bajo la batuta de Herralde, Anagrama tuvo una fuerte impronta ensayística y política. Esos eran los años finales del franquismo y aquellos los libros que Herralde consideraba necesarios editar en una Europa de la que España debía formar parte. Y así fue: Anagrama comenzó a colocar el acento en el ámbito de la izquierda heterodoxa. Puso en marcha tres colecciones fundamentales: Argumentos, Documentos y Cuadernos y en 1973 creo el premio Anagrama de Ensayo, además de Contraseñas, una colección de literatura que funcionara fuera de los circuitos y el canon, y que comenzó a tener considerable repercusión. De la reflexión política pasó a un catálogo que se ampliaba hacia el feminismo, la contracultura y la lógica de la representación cultural en asuntos como las drogas, la violencia, la música. Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar.
En 1983, cuando se creó el Premio Herralde de Novela, habían desaparecido el Biblioteca Breve (Seix Barral) y el Barral (Barral Editores) mientras que el otro premio importante con énfasis literario, el Nadal (Destino), que había sido fundamental en las décadas de los 40 y 50, seguía un rumbo un tanto alejado de las voces más interesantes de la época. Por otra parte estaban los premios Planeta y el Plaza Janés, pero con objetivos más comerciales. En aquellos años, comenzaron a parecer escritores como Eduardo Mendoza o los jovencísimos Javier Marías, Juanjo Millás o Jesús Ferrero. La creación de aquel premio se convirtió en una forma de acoger a aquella generación que comenzaba a escribir en democracia. Álvaro Pombo fue el primero en ganarlo.
Las mejores cosas pasaron en aquellos años y Barcelona fue su epicentro. La gauche divine se paseaba escandalosa por Bocaccio, a la vez que echaba las bases de una literatura
Resulta curioso observar cómo y de qué forma, el premio Herralde va a marcar de manera decisiva a lectores y autores. Ocurrió en 1998 con Los detectives salvajes, la novela con la que los realviceralistas Ulises Lima y Arturo Belano modificarían por completo la narrativa contemporánea en español -esa novela fue decisiva en América Latina para superar el síndrome del boom- y que haría ganador a Roberto Bolaño, al año siguiente, del Premio de Novela Rómulo Gallegos. Si bien en un momento la editorial catapultó a autores que se convertirían en nombres esenciales de una literatura española como Javier Marías, en 1986; Félix de Azúa, en 1987 o Vicente Molina Foix, en 1988, también es cierto que el Premio Herralde ha experimentado en los últimos años una tendencia cada vez más potente a descubrir y proyectar en España a autores latinoamericanos. El caso de Roberto Bolaño es uno, pero también, y muy pronto ya, el del mexicano Sergio Pitol, que se alzó ganador en 1984 con El desfile del amor. A ellos ha seguido una larga lista de escritores entre los que destacan Juan Villoro, en 2004; el peruano Alonso Cueto, en 2005 o el argentino Alan Pauls. Ahí estaba, de nuevo, el buen ojo del editor.