La fascinación es tan antigua como el ser humano. ¿Adónde van quienes mueren? ¿Se pierde su rastro para siempre? ¿Por qué las representaciones de la muerte y la culpa (los que pagan una y aquellos que cobran el agravio infringido otros) van de la mano? ¿Por qué al imaginar espectros pensamos en seres irredentos, que penan sin descanso ni piedad entre un mundo, el de los vivos, y el otro, el de quienes lo han abandonado? Aunque hoy parezca parodia –las calabazas y las telarañas del todo a cien puestas por todas partes-, alrededor de la muerte hay un culto que explica las muchas representaciones que sobre ella se han hecho en todas las culturas.
No saber qué continua la vida en este mundo, ha dado lugar a las más distintas elaboraciones morales posibles: la de quienes penan y pagan; la de aquellos que, convertidos en espectros, van a cobrarse su justicia fantasmagórica; el misterio que entraña la pérdida de la vida y el miedo que genera la finitud en los seres humanos. Para arrojar luz sobre esas representaciones en Vozpópuli hemos elegido siete imágenes de la pinacoteca del Prado que ilustran el misterio sobre lo oscuro, ese velo que cubre, dispersa y retuerce las pocas ideas que sobre la muerte han elaborado el ser humano.
Antes de entrar en materia…
En La divina comedia, tras sobrevivir al infierno, Dante y Virgilio ascienden hacia la Montaña del Purgatorio, una isla surgida tras el desplazamiento de la tierra tras la caída de Satán, expulsado del cielo debido a su desobediencia y engreimiento. Es el lugar de la segunda oportunidad, de aquellos que aun pueden salvarse. Está descrito en el clásico como “el segundo Reino,/ donde se purifica el espíritu humano,/ y se hace digno subir al Cielo”. En un sentido alegórico, el Purgatorio representa la vida penitente en la concepción cristiana. Y justamente, el día de Todos los Santos –la fecha previa al de los Difuntos, el 2 de noviembre-, se conmemora en alusión a aquellos que han superado ese lugar donde se decide quiénes arderán –apartados de la vida eterna- y quienes no.
Con el paso del tiempo, la fecha ha mutado en las más distintas –y crematísticas- versiones de una misma idea: la vida es finita, el cuerpo perece, la muerte acecha. Cada tanto, rebrota esa conciencia: en la eclosión del bodegón de la pintura flamenca, el tenebrismo de Caravaggio y la épica del demonio de la Contrarreforma o el dramatismo del romanticismo. Ese halo de misterio ha abierto la puerta a las elaboraciones sobre las culpas por pagar, por purgar –esa idea teatral y necesariamente escenográfica del mal- que se despliega en el siglo XXI como un regalo comercial, la cereza sobre un pastel que para todos es el mismo: la ansiedad sobre si existe un lugar al cual se dirigen quienes abandonan el mundo de los vivos.
5 obras y Goya como el maestro del malestar
La pintura occidental ha dedicado siglos a representar e ilustrar ese territorio huidizo de la muerte, esa categoría en la que misterio, fantasmagoría y temor se funden. Desde la edad media, esa elaboración moral que rodea a los difuntos se ha perfeccionado, a veces como alegoría en otras como instrumento ideológico. El temor de algo superior ha servido como una forma de imponer orden en el mundo. Al menos en lo que a Occidente respecta, la fantasmagoría ha servido como trasunto de ejemplaridad en este mundo para no arder en el otro. He aquí 7 obras, 7 pinturas que ilustran esa convención, ese espíritu que en cada tiempo se renueva o se rediseña.
El triunfo de la muerte, de Pieter Bruegel el Viejo. Si existe una visión canónica de la muerte como Apocalipsis es ésta. Ni El juicio final de Miguel Ángel o Rubens fueron tan elocuentes en la representación humana del final como ésta. Bebiendo de la fuente de El Bosco, Bruegel se vale de la severa iconografía del medioevo para hacer su crítica más mordaz en la tierra: en la lucha de los vivos contra los muertos, ¿quién triunfa? “Fustiga a las clases sociales por igual, a la Codicia y la Avaricia, representadas por los barriles con oro junto al emperador y al cardenal, y la bolsa que porta el peregrino; la Gula, la Pereza y la Lujuria simbolizadas por los jugadores y amantes con gallardos gestos a pesar de la tragedia que se les avecina”, reza el catálogo del Prado sobre este tabla que espanta al más racional. Todos arderán, no importa quiénes son, sino qué han hecho. Aquí no hay juez ni demonios. No hay promesa de redención sino una batalla feroz entre vivos que parecen muertos y aquellos otros que van a morir.
La Transfiguración, versión de Gianfresco Penni según de Rafael. Esta pintura fue realizada por el pintor renacentista en 1516, como un encargo del cardenal Julio de Médicis. Tiene dos partes muy diferenciadas. La parte superior de la pintura muestra la transfiguración de Jesucristo en el monte Tabor, con Cristo transfigurado flotando entre nubes suavemente iluminadas, situado entre los profetas Moisés y Elías con quienes está conversando, según el relato del evangelista Mateo. Debajo de él hay tres discípulos, en tierra, asustados (Pedro, Santiago y Juan). En la parte inferior, se retrata a los Apóstoles quienes intentan exorcizar a un niño poseído de los demonios. Los discípulos de Jesucristo fracasan en el intento. Sin embargo, será el Cristo transfigurado quien consiga el milagro. La obra que exhibe el museo del Prado es una copia realizada por Gianfrancesco Penni, discípulo de Rafael.
La historia de Nastagio degli Onesti, de Botticelli. El relato que inspira esta obra se halla en la octava novela de la quinta jornada del Decamerón de Boccaccio: El infierno de los amantes crueles. En este episodio del compendio renacentista, Bocaccio narra la historia de Nastagio degli Onesti, un joven rechazado por su amada, quien es objeto de una visión, cuando –en un bosque- ve a una mujer perseguida por un jinete. La joven muere a manos de su perseguidor, quien abre el costado y arroja su corazón a los perros. La joven muerta se levanta. Entonces la escena vuelve a ocurrir y se repite como un castigo sin fin, que debía repetirse cada viernes durante tantos años como meses ella ignoró al joven pretendiente, que, rechazado, decidió suicidarse. La fantasmagoría y la maldición forman parte de la visión del joven Nastagio. Las pinturas fueron encargadas en 1483 por Antonio Pucci para el matrimonio de su hijo Giannozzo con Lucrezia Bini (los escudos de ambas familias flanquean al de los Medici en el tercer panel).
Vuelo de brujas, de Goya. Tal y como explica el Museo del Prado en su texto de catálogo, esta obra forma parte de la serie de seis lienzos que Goya vendió en junio de 1798 a los duques de Osuna, para la decoración de su casa de campo, La Alameda, a las afueras de Madrid; los tituló en la cuenta de entrega como Composiciones de asuntos de Brujas. Tres personajes semidesnudos, tocados con capirotes en forma de mitra, decorados con pequeñas serpientes, e iluminados por un foco de luz, sostienen en el aire a otro desnudo, abandonado en sus brazos, al que insuflan aire soplando sobre su cuerpo, como revelan sus hinchadas mejillas. En la parte baja, dos hombres, vestidos de campesinos, contemplan la escena. En serie de cuadros hechos para el gabinete de los duques de Osuna destaca El aquelarre. No fue la única serie en la que trabajó la brujería. EL tema aparece en Los Caprichos y las Pinturas Negras. El aquelarre sirvió al aragonés como forma de representación de la inquisición y el trasunto político que su acción revelaba: el oscurantismo y la ignorancia.
Disparate del miedo, de Goya. Del pintor aragonés podrían citarse tantas imágenes: Saturno devorando a sus hijos, una de las más potentes. Sin embargo, el dibujo preparatorio para Disparates, titulado Disparate de miedo, encarna una imagen no sólo siniestra, sino políticamente espeluznante. En los registros del Prado, se indica que pertenece a una serie que Goya comenzó en 1815. Finalizada la Guerra de la Independencia vio, Goya acudió al derrumbe “del mundo progresista con el que de algún modo se había identificado”. “Esta serie nos muestra a un artista que da rienda suelta a su creatividad realizando dibujos muy trabajados, en los que subyacen trazos de lápiz o sanguina que esbozaron una composición que fue progresivamente complicándose y adquiriendo una de las cualidades fundamentales de los Disparates, la atmósfera, lograda con intensas y variadas aguadas: pinceladas de distinto grosor y longitud, más o menos diluidas, casi secas en ocasiones, suaves o quebradas, definiendo las figuras o simplemente esbozando las masas. Los temas que parecen dar sentido y unidad a esta serie son una expresión crítica universal de la esencia del ser humano, de sus miedos, su violencia, sus creencias, sus vicios y errores”, reza el texto alusivo a este dibujo.