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¿Qué recuerdo quedará de un artesano del cine como Manuel Gutiérrez Aragón?

Las memorias 'Vida y maravillas' parecen cierto epitafio de aquel joven comunista que soñaba más que leía informes del comité central

Manuel Gutiérrez Aragón.
Manuel Gutiérrez Aragón. EFE

En algunas de las mejores páginas del libro de conversaciones entre el escritor Max Aub y el director Luis Buñuel se incide casi siempre en cómo la familia paterna del cineasta había vivido en Cuba antes de la independencia. Aub, en ese sentido, especula poco después en cómo las historias caribeñas del padre Leonardo pudieron germinar en la imaginación del niño Buñuel un surrealismo natural, anterior a Breton y demás covachuelas parisinas. 

El génesis de la trayectoria de Gutiérrez Aragón es casi paralelo al de Buñuel, quizá con el dato añadido de una enfermedad infantil que le postró en la cama. De nuevo, familia indiana que vuelve al fondo de provincia de España luego de 1898 y que cuentan historias grandilocuentes de cruceros, cabarés y misterios de la Habana. Esta vez sería en Torrelavega, no precisamente un marco exótico, y en los largos años del primer franquismo.

No estamos lejos, entonces, de los temas de El embrujo de Shanghái de Juan Marsé -que ofrecieron adaptar a Gutiérrez Aragón- y estas primeras hojas contienen un innegable encanto. En este caso a falta de coristas descocadas en un sitio tan castizo como Cantabria, la imaginación y poluciones del joven provendrían de sus primas cubanas. Estas, por su evocación, parece secundarias de El Padrino II y sus vicisitudes tienen cierto aire de serial de radio de los años 50 (incluyendo productores enamoradizos, secuestros y eternos trajes alba con botines de piqué). 

Con todo, la imaginación del niño enfermizo se esfuma poco después ante la realidad del joven en la universidad de Madrid: nido de conspiraciones, de rojos embozados, con más ambición que poder.

A la sombra de las tascas rojas

El niño enfermizo ya está en la capital, años 60, y vagabundea en la feliz bohemia universitaria de una dictadura que muerde a ratos. Es extraña la vinculación de Gutiérrez Aragón al comunismo matritense, comandado por Sánchez Dragó y Jorge Semprún todavía, ya que su cine no habría de ser especialmente político (excepción de Camada negra, del año 1977). 

La evocación de estos bares escarlata en Argüelles, entre el mal tabaco y el peor vinazo, es honesta y cabe preguntarse cómo la mayoría de los militantes de aquellos tiempos acabaron siendo bastante complacientes con la democracia del 78. Este fue, precisamente, el comentario que le hace el escritor Rafael Chirbes -eterno disidente- al propio director de cine en una de las continuas manifestaciones contra la guerra de Irak; año cero de la “alt-left” en España. 

Quizá Gutiérrez Aragón fuera clarividente al abandonar el partido en el 77, en el cual solo permaneció un amargado Juan Antonio Bardem al que describe con precisión. Como consecuencia, su gran periplo vital sería en el cine a través de la escuela oficial y la realización de guiones y películas de distinta condición y fortuna. 

El lienzo en texto que ejecuta sobre esa institución, extinta a mediados de los 70, es malicioso y también un tanto brugueresco a través de profesores tan famosos como literarios: describe, así, a un Carlos Saura altivo y displicente, a José Luis Borau como neurótico y ciclotímico y, claro, a Luis García Berlanga como gran socarrón -valenciano puro- que llegó a definir el cine experimental de Aragón como “checoslovaco”. Muy pronto este cine tendría un juicio más definitivo: el del público.

Del texto a la pantalla

La última parte de estas excelentes crónicas se dedican deslavazadamente al paso por el mundo del cine. Aunque hay unas cuantas hojas sobre el teatro, con la aparición de ese falso niño republicano que fue Haro Tecglen -ogro cruel de la crítica escénica-, las páginas más enjundiosas cuentan el desarrollo de los guiones de la brillante Furtivos o la seminal Las largas vacaciones del 36

Estas dos producciones son raíz de casi dos géneros clave en el cine español, la película rural violenta y el drama de posguerra, y a diferencia de sus muy mediocres continuadoras tienen el gusto de no ser especialmente didácticas. En ese sentido, Furtivos de Borau es un fantástico thriller freudiano con madre castradora al fondo y fue de los primeros filmes en potenciar la foresta como escenario trágico hispano. Más aún,Las largas vacaciones…” de Jaime Camino inventó literalmente la película de la guerra civil y a diferencia de sus herederas es una trabajada reconstrucción polifónica del drama bélico en todas sus vertientes ideológicas. 

La trayectoria posterior de Gutiérrez Aragón, a pesar de todo, tendría mucho más que ver con Furtivos y las películas rurales (El rey del río, La vida que te espera, Demonios en el jardín o El corazón del bosque). Por eso es interesante que reivindique en estas memorias sus filmes más heterodoxos, sin los montes cántabros de fondo, como la muy experimental Habla, mudita -su debut de 1973- o ese intento fallido de hacer una película moderna, en el espíritu de Almodóvar, que fue La noche más hermosa de inicios de los 80. 

En cualquier caso, entrados los 90 y luego de una adaptación cervantina para televisión -El Quijote de Miguel de Cervantes- sus filmes se espacian y se concentra más bien en su trayectoria teatral en unas tablas donde la platea casi siempre es más conservadora. Su última película, Todos estamos invitados, fue una pieza sobre ETA lejos del riesgo y violencia de expertos en el género como Imanol Uribe y atravesada más por la imaginación que por la violencia. 

El exilio interior

Las últimas hojas, en ese sentido, hablan de su afición de coleccionar tallas africanas: estas figuras, así, le llevan a una disquisición felliniana sobre la máscara no solo como verdadera faz, sino también a la frase epitafio del libro donde el escultor le recuerda que estos modelos sirven para “convivir con los fantasmas”. Hay algo en esa frase, sin duda, de escrito casi póstumo de un hombre formado en otro tiempo y lugar. Profesional del cine, realizador pulcro sin el gamberrismo de un Almodóvar o un Colomo, Gutiérrez Aragón parece eslabón inconcluso de unos cineastas formados en los 70 que no supieron reaccionar a las nuevas tendencias que surgían con la movida y lo que se llamó cultura posmoderna. 

Parapetado en sus tertulias socialdemócratas -Carandell, Umbral y Tecglen incluidos- su mirada quedó petrificada ante una juventud para la cual el nombre de un gran califa como Carlos Saura ya resultaba ajeno. ¿Qué recuerdo, entonces, quedaría de un artesano del cine, visir apenas, como Gutiérrez Aragón?

Una sombra, él que habla tanto de ellas en el capítulo dedicado a luz fílmica, que pasea silenciosa por Madrid. Es probable, quizá, que todavía camine delante de la taberna del Alabardero, donde tenía su charleta socialdemócrata, y crea ver fantasmagorías de gente ya desaparecida; eterno retorno del niño fabulador que fue. 

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