Son las ocho de la tarde en el patio de butacas del Teatro María Guerrero. A oscuras, el espectador asiste a dos tramas superpuestas. En una, el barcelonés Santiago Rusiñol (Barcelona, 1861- Aranjuez, 1931) pinta La morfina, una sustancia a la que fue adicto y cuyo efecto opiáceo lo hace alucinar con un grupo de personas que ansían deshacer su casa-museo. En la otra, Tomás, un jardinero con reúma reubicado a la espera de su jubilación, pasa a trabajar en el museo dedicado al pintor, escultor y dramaturgo y que ve, atónito, cómo el patronato decide convertir la pinacoteca en un museo de la identidad: todo cuanto no encaje en su idea inmaculada será desechado y proscrito. Esa bisagra que se reparte entre la ensoñación y la representación es el punto de partida de Señor ruiseñor, la obra con la que la compañía Els Joglars satiriza el procés catalán cual República o Retablo de las Maravillas.
Tras su paso por Valladolid y Zaragoza, la compañía de teatro ha conseguido subir al escenario del María Guerrero una crítica mordaz contra el independentismo, al que deja en los paños menores de sus propias obcecaciones: la idea de una identidad pura y agraviada que reescribe y reinventa el pasado; una prensa faldera que ataca cual perro de presa todo aquello que amenaza el discurso catalanista; la sonrisa y la alegría cual eufemismo de una visión fanática de la vida o la defensa de una pureza catalana cual brote dentro del aburrimiento del bienestar. Distribuidas entre la vigilia creadora y la fiebre adoctrinadora encarnadas en ese Rusiñol que se desdobla, la obra plantea las dos versiones, el positivo y el negativo, de la creación: aquella que pretende crear una cosa para destruir otra.
Els Joglars vuelve en 'Señor Ruiseñor' a sus raíces, a su versión más aguerrida desde la trilogía Ubú
Como en la comedia cervantina, en Señor Ruiseñor un grupo de personajes que temen ser tomados por conversos o bastardos, dan por mágico el trampantojo del secesionismo: se asombran, dicen ver lo que no existe, incluso sobreactúan con tal de no ser tomados por infieles, como aquellos habitantes de la villa a la que llegaron los pícaros Chanfalla y Chirinos. Eso es Señor Ruiseñor, un artefacto escénico exacto, preciso, una ficción dentro de la ficción construida con los elementos esenciales. Els Joglars convierte en atronador el sencillo acto de la ironía como una de las bellas artes, comenzando incluso desde el título: Señor Ruiserñor era la forma en la que llamaban a Santiago Rusiñol en Aranjuez, donde vivió los últimos años de su vida y a cuyos jardines dedicó la mayor energía y entusiasmo. Serán justo esos paisajes, los jardines españoles, a los que un aquelarre de personajes intentará renombrar y resituar en nombre de su propia creación catalana.
Els Joglars, la compañía de teatro independiente fundada en Barcelona en 1962 por Albert Boadella, Carlota Soldevila y Anton Font, vuelve en Señor Ruiseñor a sus raíces, a su versión más aguerrida desde la trilogía Ubú, aquella crítica feroz al nacionalismo catalán y que se estrenó en aquellos años donde el Pujolismo sentaba las bases de un proyecto que se valió del cosmopolitismo para alimentar una Cataluña construida en el villorrio del agravio. Ese poblacho que levantó, ladrillo a ladrillo, en la ficción de la España que robó y oprimió, el pincel ideal para engrandecer las virtudes y retocar los defectos de la República catalana cual República de las Maravillas, ese retablo en el que los temerosos de ser señalados como herejes ven desplegado el tapiz de la independencia. Ese pedanía ciudadana que Els Joglars muestra jaleada por necios y turistas. Un parque temático de la res publica.
Si en Madrid cuesta reír y aplaudir sonroja, qué significará en Cataluña esta sátira demoledora
A las ocho de la tarde, en el patio de butacas del María Guerrero, las risas parecen toses. Hay incomodidad en ellas, como si soltarlas y proferirlas fuesen una misma cosa. A medida que avanza la función, la interpretación dirigida y protagonizada por Ramon Fontserè junto a Juan Pablo Mazorra, Rubén Romero, Pilar Saénz, Dolors Tuneu y Xevi Vilà, arranca a aplausos espontáneos y solitarios después de fogonazos en escena y que estallan, al comienzo tímidos y luego totales, una vez que baja el telón. Señor Ruiseñor, lo ha dicho la propia compañía, no encuentra teatros en Cataluña que quieran representarla. Si en Madrid cuesta reír y aplaudir sonroja, qué significará en Cataluña esta sátira demoledora y refinada, urdida con el fino estambre de un texto mordaz y una puesta en escena limpia como un bisturí. No queda títere con cabeza en este escenario: desde el feminismo o los chalecos amarillos hasta el activismo de Twitter y la perpetua reescritura de la historia a manos de unos feriantes.