Cultura

Chapu Apaolaza: "Los sanfermines son las 24 horas de permiso que nos da la muerte entre encierro y encierro"

El periodista y escritor corre los encierros desde los 15 años. En las páginas de 7 de julio (Libros del KO) vuelca lo visto y lo vivido en todo ese tiempo. Este libro es puro hueso, ese filo que empitona y abre el corazón en canal.

  • El periodista y escritor Chapu Apaolaza durante la entrevista concedida a Vozpópuli.

Francisco Chapu Apaolaza dice que se hizo periodista en Cádiz. Para alguien nacido en San Sebastián, aquellos años debieron ser lo más parecido a una epopeya. Pero se equivoca Apaolaza, él ya era periodista mucho antes. El asunto le viene de lejos. Esa capacidad de arrancar las cosas del montón con tan solo mirarlas y de apresar recuerdos propios y ajenos en los renglones de una página en blanco no se consigue en cinco, diez o doce años. Con eso se nace. Quien no lo crea, ya puede buscar 7 de julio, un gran reportaje –en la acepción canónica de la etiqueta- publicado por el sello Libros del KO. Se trata un volumen del que un lector en plena forma podría dar cuenta en tan solo una noche, de no ser porque avanzar es caer fulminado de pura vida y belleza, desde la primera página. 7 de julio se lee con hambre, con las ganas exageradas de acabar, para volver a comenzar. Una vez, y otra, y otra, y otra, y otra. Eso es lo que ocurre con esta crónica que Chapu Apaolaza dedica a San Fermín, esa fiesta en la que dos manadas ganan la acera igualadas en el paso veloz de una carrera. La que libran juntos los hombres y las bestias; la fiesta y la muerte.

Chapu Apaolaza dedica a San Fermín este libro, la crónica de esa carrera que libran juntos los hombres y las bestias; la fiesta y la muerte.

San Fermín es la razón que da sentido a la entrevista apuntada para las nueve de la mañana de un martes que derrite los árboles del Retiro. Al momento de hacerla, falta todavía casi un mes para el Chupinazo, pero Apaolaza llega vestido como si estuviera a punto de saltar a La Estafeta: polo blanco, pantalones pulcros y zapatillas impolutas. San Fermín. De eso hemos venido a hablar, aunque en el fondo aparezcan esos otros temas que suceden al hilo de un pitón o el de una sutura. "Cada una de esas personas que corre el encierro, cada una de esas cabezas, es una historia, un corazón y un viaje. Es como estar ante un desierto. Somos incapaces de verlo, pero bajo ese desierto hay agua". Chapu habla con la sinceridad de los médicos, esa propiedad de hacer comunión con el otro y que solo poseen aquellos que saben curar. Y él sabe. No solo porque antes de periodismo hubiese estudiado farmacia -¿acaso influye conocer el secreto lenguaje de las cosas que alivian?-, sino porque él ha visto muchas heridas. Las que sangran y las que no.

Desde hace 24 años, todos los meses de julio, Chapu corre los ocho encierros de San Fermín. Asiste a fundirse en ese río de personas que conducen a más de media docena de toros por las calles de Pamplona hasta el albero de la Monumental: el lugar donde los astados habrán de morir, a veces matando a quien los lidia. Las páginas de este libro son el delta en el que rompe ese río: el doblador a las puertas de la plaza o el matador que toma la alternativa con un toro y se corta la coleta en el siguiente, pero también el que vende el periódico que blandirán los mozos, la historia de quienes bailan con la Pamplonesa en el tendido Sol, empapados de sangría, vida y borrachera; la de los que se levantan pronto, muertos de miedo y ganas, para ganarle la calle a un miura o acaso la de quienes echan a correr para buscar la vida que les falta.

Apaolaza cuenta la travesía no sólo de los que viajan hacia la muerte y vuelven de ella, sino la de quienes corren hacia adelante para llegar al centro de sí mismos 

7 de julio es un libro sobre toros. Pero también es mucho más que eso. En sus siete capítulos, Apaolaza es capaz de resumir el meollo de la tauromaquia desde Teseo –el primer torero de la historia- hasta dar cuenta de la estampa de una chica pija que, tras correr como el más hercúleo mozo y de rodar bajo las patas de un toro, se detiene a preguntar si le quedan los dientes. Como si esa carrera fuera la venganza secreta de las mujeres a las que, hasta 1974, la ley no les permitía correr los encierros. Hijo de un respetado crítico taurino, criado entre caballos y diestros, Apaolaza hace lo que quienes realmente saben emprender y contar un viaje de ida y vuelta. No sólo el de los que se dirigen hacia la muerte y vuelven de ella, sino uno todavía peor: el que hacen aquellos que corren hacia adelante para llegar al centro de sí mismos. 

Levanta, Chapulí

A las seis en punto de una mañana del 7 de julio de 1992, Paco Apaolaza (1947-1998) entró en la habitación de su hijo. "Levanta, Chapulí. Vístete de limpio, que nos vamos a correr el encierro". El chico espabiló y saltó de la cama tibia y segura. Había cumplido años la víspera. Por eso no hay error al afirmar que Chapu Apaolaza (1977) corrió su primer encierro a los 15 años y un día. Lo hizo de la mano de un hombre que quería estrenar una jornada más de una existencia que, por la vía contraria a la de su hijo, también se hacía corta. Y no porque Paco la estrenara, sino por un cáncer que la serraba sin pausa. Y aunque la enfermedad le dio una tregua de seis años, Paco esa mañana sólo deseaba una cosa: sacarle punta y belleza a la poca vida que le quedaba. Por eso llevó a su hijo a afilarla con el roce que produce el baile entre un hombre y un astado.

"Hoy es el día en que menos miedo vas atener nunca, porque aún no sabes cómo es", le dijo. Chapu, como su padre, ya pintaba en el cabello el incendio secreto de los pelirrojos, esa gente que parece tocada por una capacidad innata para arrancarse, para rebelarse de lo normal. Aquel día, muy temprano, en una calle en la que comenzaban a juntarse hombres de corpachón que cantan cuando en realidad rezan, Chapu tragó saliva y se estrenó en una carrera a la que todavía asiste, puntual. Así arranca este encierro. A los quince años y un día de quien tiene una toda vida por delante y a los 45 del que no quiere que se le escape ni uno solo de los días que a su hijo le sobran. Así comienza esta historia, así comienza este San Fermín: a ambos lados de una vida que padre e hijo han venido a pasarse por los riñones junto a cientos que, como ellos, entienden que el mundo existe en la verdad de dos pitones dándoles a tranco en la espalda.

"Hoy es el día en que menos miedo vas atener nunca, porque aún no sabes cómo es", le dijo su padre aquel 7 de julio.

-¿A qué edad, exactamente, corrió su primer encierro?

-Al día siguiente de cumplir 15 años, es decir a los 15 años y un día.

-¿Eso fue en…?

-En 1992.

-¿Qué edad tenía su padre?

- Ahora lo voy a decir exactamente -Chapu hace memoria, demora unos segundos. Afuera, al pie de un balcón con las ventanas abiertas, se cuelan los bocinazos de los coches que atraviesan la avenida Alfonso XIII. Se oye también el click click de la cámara fotográfica, esa ráfaga que acompaña el paredón que supone hablar de uno mismo ante un desconocido-. Entonces, creo, mi padre tenía 48 o 49.

-Murió en 1998. Seis años después, ¿cierto?

-Sí.

-En el libro dice que su padre retomó el encierro, solo para correr con usted.

-Eso nunca lo hablamos. Pero siempre tuve la impresión de que él había vuelto a correr sus últimos encierros conmigo. En ese momento la enfermedad lo asustó. Creyó que no iba a vivir más y decidió adelantar sus planes. Fue esa prisa la que le hizo salir a la calle a correr. Temía no llegar en condiciones a nuestro último San Fermín, aunque luego la enfermedad se alargó. Creo –Chapu se aclara la garganta, desenreda al mismo tiempo recuerdos y palabras-… Creo que él quería darse prisa para cumplir ese plan.

"Nunca lo hablamos. Pero siempre tuve la impresión de que mi padre había vuelto a correr sus últimos encierros conmigo"

-Este libro lleva escribiéndose desde su primer San Fermín, hace 24 años. Pero… ¿en qué tiempo consiguió volcarlo todo en 7 de julio?

-Dos meses.

-¿Dos meses? ¿Solo dos meses?

-Si juntamos todas las partes, sí. Yo por mí mismo no habría podido hacerlo. Era algo que me envolvía tanto, una parte tan crucial de mi vida, que nunca se me habría ocurrido escribir del encierro. Había escrito algunos textos, llevado por un impulso emocional de haber vivido algo muy intenso, pero jamás pensé en un libro. Me parecía algo tan ambicioso. Estaba tan dentro del bosque que no era capaz de ver el incendio.

-¿Y qué pasó entonces?

-Siempre he dicho que soy una persona con muchísima suerte. Emilio Sánchez Mediavilla, de Libros del KO, apareció prodigiosamente y me ayudó a traer al mundo estos textos. Yo tenía una historia en la que trabajé durante dos años: el furtivismo en África y la guerra en Kenia. Tenía también otra. Una natural, la historia del encierro.

"Mi padre es una de las partes más importantes de este libro. Solo cuando lo vi en el papel, me di cuenta de lo que había hecho"

-En su largo viaje "al centro de la calle" lo acompañan el miedo, la necesidad de correr y su padre, siempre su padre.

-La idea con la que comencé el libro era recorrer el encierro a través de las historias de otros. Pero todas me llevaban a mi propia historia. Me citaban con aquello que empezó el día que mi padre me levantó y me dijo: ‘Vamos a correr el encierro’. En ese momento, todo cambió en mi vida. No quise que se convirtiera en un asunto autobiográfico. Pero la verdad es que esas historias también me cuentan a mí. Mi padre es una de las partes más importantes de este libro. Solo cuando lo vi en el papel, me di cuenta de lo que había hecho. Pude ver hasta qué punto había contado cosas de mí de las que no era consciente. Él es fundamental en mi vida. Explicándolo a él, me estoy explicando a mí. Estuvimos siempre muy unidos. Fue una persona brillante, expansiva y sentimentalmente caleidoscópica.

-Era crítico taurino, respetado y querido. En la Web de la peña que lleva su nombre, hay una foto en la que aparece usted muy joven a su lado.

-Sí, esa foto se hizo en un patio de caballos. Yo he crecido en los patios de caballos. Nuestras vacaciones consistían en ir a los toros. Ahí es posible conseguir una escuela de vida increíble. Toda esa pertenencia nos da lecciones y unos códigos de conducta para comportarnos en la vida. Yo sé que hay gente que usa los códigos del toro para comportarse en su trabajo, ante la enfermedad de un hijo, la despedida de alguien. Hay gente en el mundo, y en este país, que lo pasa mal, y que tiene un par de narices, y que muchas veces piensa en el toro y en el encierro, e incluso en el comportamiento del animal, para saber estar, para hacer el quite a alguien o para tirarse a matar. No es un asunto de la España de la pandereta. Somos lo que somos gracias a eso.

-Los pueblos que viven pegados a la tierra, asegura usted.

-Sí, y que entienden la naturaleza midiéndose con ella. Cada vez que nos alimentamos obviamos la animalidad.

"La sociedad rechaza la muerte. Vivimos en una civilización que nos dice que vamos a ser siempre jóvenes y guapos, que nunca va a ocurrir nada malo"

-Esa vida higiénica que llega a nosotros cortada y servida en bandejitas como las que venden en el súper. ¿Cómo se  entiende la muerte una sociedad que, a diferencia de otras, la vive con la intensidad de una fiesta?

-El encierro llama tanto la atención porque es un milagro, un milagro social. En el resto del mundo que no es encierro, se obvia la muerte y la animalidad. La sociedad rechaza la muerte. Vivimos en una civilización que nos dice que vamos ser eternos, siempre jóvenes y guapos. Que vamos a estar sanos y nunca va a ocurrir nada. Nos han borrado la enfermedad de los ojos, y si aparece es para contar la historia de aquellos que la han vencido o son héroes en ella. Pero la enfermedad propia, esa en la que gente muere, sufre, se traiciona a sí misma y experimenta cosas terribles,  está totalmente obviada. Pasa lo mismo con la vejez. Los viejos solo salen cuando se dan la mano para morir juntos o para contar una historia muy bonita que nos reconcilie con ese mundo del que no queremos saber nada. En una sociedad que obvia todo eso, la gente se cita con algo animal y totalmente aleatorio, una concentración de la vida en dos minutos. Nos acercamos a eso para recordarnos a nosotros quiénes somos en verdad

 

Vencer ocho veces al año

"Cuanto más corres, más miedo tienes. Se acumula en las venas, como un metal pesado que contamina el cerebro", escribe Chapu Apaolaza en el segundo capítulo de 7 de julio. Los temores son tenaces, asegura el periodista. Quizá sea esa la razón por la que los corredores de los Sanfermines blanden el periódico en el aire, para "sacudirse el miedo por la mano". Al leer las páginas de este libro, se pregunta quien nada de esto sabe, cuál es la cogida más grave a la que se enfrenta un corredor: ¿la del animal que pesa media tonelada o la de la bestia que lleva dentro? Sí, esa versión mostrenca de nosotros mismos que empuja a los mozos a buscar la vida en el lugar donde podrían perderla.

"Correr en la cuesta es comerle la boca a la bestia, es asomarse a un volcán en erupción a echar una meada", escribe Apaolaza para explicar al lector qué es y qué sienten los que bajan en menos de 15 segundos los 125 metros de Santo Domingo, esa cuesta en la que los hombres avanzan encajonados en la estrecha calzada, "dándole ventaja a la desgracia". ¿Por qué? Lo hacen para vencer. Para dar la batalla contra sus propios temores… y ganarles. Así sea solo ocho días al año.

-Dedica un capítulo al miedo. A la potencia que lo convierte en motor del corredor.

-El miedo es la piedra de toque del encierro. Lo que lo hace posible es la presencia de la muerte, que adquiere en el encierro una presencia que no llega a tener, exceptuando el toreo, en ningún ámbito de la vida cotidiana. Por eso hace tan visible la vida.

"Cuanto más corres, más miedo tienes. Se acumula en las venas, como un metal pesado que contamina el cerebro", escribe Chapu Apaolaza

- Quien lee, se queda con la sensación de que las personas corren en San Fermín para ‘encerrarse’ dentro de sí mismas.

-Es un viaje interior. El encierro de las distancias físicas sólo es el escenario en el que transcurre un encuentro con uno mismo y que es terrible, porque es una cita con el propio miedo y la realidad de lo que somos. Todo eso gracias a la reunión de un hombre de 80 kilos y  un toro de 500 que corre a 36 kilómetros por hora en medio de una selva de piernas y cuerpos. De ese encuentro interior nadie sale indemne. Quienes corren el encierro entran en contacto con algo que los toca y los modifica.

-Las personas corren hacia adelante, pero… ¿adónde se dirigen realmente?

-Después de pensarlo mucho, he llegado a la conclusión de que el encierro se corre hacia adentro. El encierro de las astas no es más grande que el encierro del que corre en la acera o ha podido correr diez metros, porque sucede dentro de la cabeza.

-En el libro refiere un diálogo con su psicóloga y se plantea hasta qué punto corre usted para dejar atrás una angustia.

-Los tópicos dibujan cosas con brochas muy gordas. Esta idea de que los navarros o la gente del Norte son gigantes físicamente, gente que no le tiene miedo a nada y se juega la vida en broma, es un error. A veces, algunos me dicen: 'Yo no puedo correr el encierro porque tengo mucho miedo'. Al escucharlos, pienso: yo tengo más miedo que tú . El descubrimiento que hice gracias a Sonia, mi psicóloga, es que soy una persona controladora de las situaciones. Temo a la muerte y a la desaparición, mía o de otras personas. ¿Qué es lo que hago entonces en el encierro, porqué estoy yo ahí? Quizá todos necesitamos encontrarnos con nuestros enemigos y plantar cara a ese miedo. Yo sólo sé que necesito ganarle al miedo, al menos ocho veces al año.

 

"Yo sólo sé que necesito ganarle al miedo, al menos ocho veces al año"

-Correr el encierro es una elección, pero también algo que ha heredado. ¿Se puede elegir algo así?

-(Un silencio). Pues no lo sé. Quizá el momento en el que me replanteé todo esto fue cuando tuve una edad y supe que sería padre. Me propuse dejarlo, aunque no terminé de hacerlo. Cuando tienes un hijo, sucede algo en tu cabeza que te hace repensar tu vida. Hasta entonces estás en el río. Como dice Larry Belcher, uno de los personajes del libro, el asunto no es tanto correr el encierro, sino cómo dejar de correrlo.

-¿Por qué corre usted?

-En realidad no sé… -Chapu hace una pausa, como si rebobinara una cinta de VHS. Este será de los poquísimos titubeos-. Es algo inconsciente. Pese a que yo destaque toda la profundidad que creo que tiene en la vida de las personas, al encierro, a San Fermín no vamos como si fuéramos a la consulta del psicólogo. Vamos a una fiesta, a vivir cosas a pecho descubierto. Estamos con amigos, con familia. No es una prueba deportiva ni tampoco un diván.

 

El primero de todos los guiris

Larry Belcher comenzó a correr los Sanfermines en 1976. Este hombre nacido en Ohio, y que actualmente trabaja como profesor en la Universidad de Valladolid, se hizo jinete de rodeo a los doce años porque era lo más parecido a su sueño de “ser torero, beber sangría y bailar con mujeres bonitas”. Como él hay bastantes más historias. La de Joe Distler, el corredor neoyorquino que se tiraba de cabeza en la curva de Mercaderes cuando no estaba dando clase de literatura en la Universidad de París. O la de Keitj Baumchen, ese sujeto nacido en Iowa –y del que el lector no llega a saber del todo si en verdad era espía de la CIA- que en sus años en California ansió convertirse en El Zorro y , ya adulto, llegó a correr el encierro de chaqueta en señal de respeto. Como si de una misa dominical se tratara.A todos estos hombres que Chapu Apaolaza retrata los separa del Hemingway que llegó a Pamplona en 1923 una Guerra Civil Española, la segunda Guerra Mundial, los juicios de Nuremberg, al menos tres crisis económicas de alcance global, la caída del muro de Berlín y veinte años más tarde la de las Torres Gemelas, y sin embargo en estos personajes las páginas de Fiesta parecen arder como la brasa de un carbón que no se extingue. En ellos crepita aun la idea de San Fermín como rito iniciático, masculino y aventurero.

El 54% de los mozos que participaron en los Sanfermines de 2015 eran extranjeros; 10% era de Pamplona; 4% del resto de Navarra y 32% del resto de España

Entre el parque temático regado con sangría y los Sanfermines a los que acudieron Arthur Miller, Ava Gardner o el mismísimo Hemingway, queda la estampa de una fiesta que es y no es lo que Premio Nobel contó hace ya 90 años en esa novela que hace las veces de catecismo para los que peregrinan año tras año a Pamplona. El 54% de los mozos que participaron en los Sanfermines de 2014 eran extranjeros; 10% provenía de Pamplona; 4% de otros lugares de Navarra y 32% del resto de España. Borrachos unos, y fetichistas otros, todos quieren probarse en las astas de un toro al que probablemente ven por primera vez ese día. Lo fascinante radica en el hecho de que para retratar a los guiris actuales, Apaolaza usa al guiri primigenio: un Hemingway al que no coloca en primer plano y al  el que incluso se permite describir, con humor y belleza, como un exagerado explorador que encontró en España un safari adánico en el que lo que importa es comer, beber y abrazarse.

-7 de julio coloca al lector a ambos lados de un mismo asunto: el de quienes entienden San Fermín como algo propio versus la épica del recién llegado, el primero de todos Hemingway.

-El viaje de Hemingway es el de cualquier persona: alguien que se acerca a una fiesta y quiere contarla. Hemingway es un gran escritor, pero, a la vez es cualquier guiri que llega a San Fermín. Pese a que usa algunos tópicos y echa mano de algunos recursos un poco burdos al momento de escribir sus crónicas, que es lo que hacemos todos los periodistas cuando estamos perdidos (echar mano de tópicos y exageraciones), él hace un retrato sincero de lo que vive, recorre un camino.

-Aunque hoy se pueda relativizar, el viaje de Hemingway a Pamplona se convirtió en una impronta.

-Todos hacemos ese viaje y él es el ejemplo de que nadie sale indemne no sólo del encierro, sino de la fiesta. Hay una realidad que no controlamos, que es la alegría por la alegría, el optimismo. San Fermín es las 24 horas de permiso que nos da la muerte entre encierro y encierro. Decía el periodista Gabriel Asenjo que ponerse el pañuelo rojo es adquirir un compromiso con la vida, con la amistad, con la felicidad, con mirar el lado bueno de la vida y disfrutarla y yo creo que eso lo que a cautiva a Hemingway. Es bello ver a todos esos guiris cuando llegan San Fermín. Les fascina aunque no saben muy bien qué es. Creo a veces que el encierro es como ver el mar por primera vez. He llevado a mucha gente a correr el encierro, amigos míos y gente que he intentado ayudar en la calle. Son como las personas que conocen el océano con 50 años. La fascinación ante un mundo que es totalmente nuevo. La sque sintió Hemingway y hoy millones de personas también.

 

 

El toro, ese lugar donde comenzó la civilización

La de San Fermín es una carrera que proviene de hace siglos. Pamplona podría, sin duda, ser una gran Creta. Un espacio mitológico. Ese lugar donde ese río de hombres y bestias, desemboca en el ruedo, en el toreo. "Son dos caras de una historia, aunque en el fondo es la misma. El toro no tendría sentido en la calle si no existiera el toro en la plaza. En Pamplona, en San Fermín, una parte de la plaza se ha pasado ese toro por la espada y ha compartido de igual a igual. Por eso la relación con el toreo es distinta. Se exige mucho más al torero. No se permite que titubee. Si es valiente, si hay una gesta, lo van a entender”, explica Chapu en una conversación que sobrepasa la hora de duración.

La de San Fermín es una carrera que proviene de hace siglos. Pamplona podría, sin duda, ser una gran Creta. Un espacio mitológico.

Pamplona, dice Apaolaza, es capaz de elevar al torero al séptimo cielo, a la categoría de héroes, pero para conseguirlo, los matadores tienen que ser más héroes que quienes llevan la huella emocional del encierro a cuestas. "Quienes están ahí, ya han corrido esos toros. Por eso le exigen al torero que se ponga delante, hasta el límite. Por eso en Pamplona gusta el toreo de rodillas, ese en el que el torero está a merced del toro". Hay algo entre tribal y primigenio, pero acaso también igualitario, en la estampa que Chapu Apaolaza traza. “San Fermín es la fiesta más democrática de todas. Es la faceta más democrática del toreo”.

-Democracia y tauromaquia… ¿Por qué existe una censura de determinadas instancias de gobierno contra los toros?

- El toro y el poder siempre han tenido una relación de amor y odio. Los primeros que cazan al toro son los hombres de la tribu. Ahí encuentran un placer, el reconocimiento de la valentía al medirse con la naturaleza. Sin embargo, los jefes de la tribu buscan acaparar ese placer. Quieren reafirmar su poder cazando ellos al toro. Eso ha ocurrido a lo largo de toda la historia. Pasó con los Borbones, a quienes no les gustaba nada esta cosa sucia y sangrienta de las corridas (ellos preferían los belenes). Cuando prohibieron el toro, este volvió otra vez a formar parte del pueblo. Eso demuestra que cuando el poder se aleja de los toros comete un error estratégico, porque el pueblo los recoge y los hace suyos. Y no hay que olvidar que el pueblo es un aficionado muy underground. Preside un espacio genuino, al margen del poder.

-¿Es eso lo que ocurre en el tendido Sol de la Monumental? Ese hervidero entre popular y político.

-En Pamplona, el tendido Sol representa esa parte popular de la fiesta de los toros. Esa que el gobierno no ha conseguido controlar nunca. Es una especie de fuego descontrolado, un incendio que permanece genuino.

Ese incendio se ha propagado, en más de una ocasión. Ocurrió en los San Fermines de 1978. En pleno debate sobre la Constitución, el  8 de julio, la Policía Armada entró a la plaza para reprimir a un grupo de aficionados que sacaron una pancarta en la que pedían la amnistía. En el asalto, murió un hombre de un disparo: Germán Rodríguez. Hubo más de cincuenta heridos, una decena de ellos por arma de fuego. Los Sanfermines se suspendieron, pero las protestas se extendieron por Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y el resto de Navarra. "Durante la transición los toros y el tendido se volvieron un espacio sin control político". Diecinueve años más tarde,  la noticia del asesinato de Miguel Ángel Blanco recorrió como un trueno la Monumental de Pamplona. ETA había cumplido su amenaza: si el gobierno no cedía en la petición de acercamiento de los presos de la organización terrorista a las cárceles del País Vasco, darían muerte al concejal del Partido Popular secuestrado en esos días. Y así fue. Lo hicieron descerrajándole dos tiros en la cabeza. "La violencia de ETA ha sido una losa en todos los ámbitos de la vida".

-¿Pero llegó a ganar espacio en los encierros, a filtrarse entre los corredores?

-Me consta que hay gente que ha vivido sanfermines terribles. Los que estaban amenazados, que eran muchos, tuvieron que atravesar situaciones muy duras.

-¿Cómo trazar un relato en paralelo entre los San Fermines y la historia reciente de España?

-Durante la transición, San Fermín fue una válvula para expresar ideas políticas. Pero también ha sido un milagro: el que permite que gente de ideas contrarias haya podido encontrarse. Ese nexo común que es el toro, ha servido de puente para sentarnos en una mesa después del encierro, a un grupo de personas que quizá nunca nos miraríamos a la cara y que si llegáramos a hacerlo en otro contexto, lo haríamos con odio.

 

Chico, eso había que pensarlo antes

La elección del lugar para esta conversación hace que todo cuanto se dice en ella resuene con más fuerza. Hay altísimas paredes que reverberan con la luz que atraviesa las cristaleras. Las ventanas abiertas dejan ver cómo, al otro lado de la avenida Alfonso XIII, el Retiro parece dormir su siesta mañanera de pájaros y corredores. El sitio en el que transcurre  esta charla tiene la belleza de los artificios, porque mezcla cosas que nunca podrían estar juntas: un bosque de árboles azules con muebles antiguos, o la cercanía de una cocina americana con un elegante salón de estar. Solo hay una referencia taurina en este espacio. Una sola. Un cartel de la Feria de Nimes de 1994 pintado por Luis Francisco Esplá del que solo es posible ver la ilustración. Nada más. La pura silueta de un torero. Con eso basta.

Escuchar todo de cuanto Chapu Apaolaza ha sido testigo, adquiere un peso distinto en este espacio urbano. Imaginar cómo suena una cabeza cuando choca contra el suelo, qué es lo que se siente cuando una manada pasa por encima de un mozo, pero también las muchas vidas e historias que se aprisionan en la multitud de corredores. En esa capacidad para contra la propia historia y la de otros es donde este libro se las juega todas. Por eso cada página es un vértigo. Porque en ellas escribe el corredor y el periodista. Ambos se miran uno a otro: el reportero vigila al corredor para que no se desboque en la hazaña, a la vez que ilumina relatos insospechados. "Mi gran miedo era que el corredor se hiciera notar. Y eso no debe ocurrir, porque el encierro es muy sensible a eso. Todos los grandes corredores son excepcionalmente humildes. Uno no corre el encierro para contarlo, quizá por eso este mundo había quedado en una nebulosa".

En las páginas de 7 de julio el periodismo vuelve a ser lo que ha olvidado: literatura con varetazos;  la vida vivida, a veces rota, que une sus pedazos ante los ojos del lector. Una historia que no se sujeta en los artificios de la ficción, sino en la belleza y el vértigo de lo cierto. En las páginas de 7 de julio, el periodista Chapu Apaolaza libra una  enfurecida carrera, en la que se detiene para dar voz a todos quienes acuden a Pamplona cada año: el guiri temerario, pero también el avezado hombretón que se replica en los muchos Hemingway que aun visitan la fiesta, el hombre de las Ray Ban, el concejal que deja plantado a Arthur Miller para correr la cuesta de Santo Domingo. Este libro es puro hueso, ese filo que empitona y abre por igual el corazón que un muslo o un brazo.

A la pregunta sobre cuál de todas las historias que relata en 7 de Julio resultan significativas para él, Chapu Apaolaza elige dos. La primera, la del legionario Fernando Ardura y Robin O’Connor, un corredor de Nueva York experto en vino, alguien que vivía de subastar botellas de 100.000 euros en Christie’s y a quien, en 1982, Ardura encontró abierto en canal en el suelo del encierro de Sangüesa. Antes de subir a la ambulancia,  O’Connor le dijo Ardura que no quería morir. "Chico, Robin, eso había que pensarlo antes", respondió el legionario. Después de pasar tres días en la UVI, O’Connor vivió para correr en La Estafeta 24 años más.

-Creo que podríamos hacernos una camiseta con esa frase. Esa es la lección. No solo del encierro sino que es algo que nos va a suceder a todos. En algún momento todos experimentaremos ese miedo de ‘no quiero morir’ y saldrá el Fernando Ardura que llevamos dentro y nos dirá ‘Chico, eso había que haberlo pensado antes’. Tiene hasta un punto de humor negro que la hace fascinante.

-¿Y la segunda historia?

-La de Miguel Círez.

Círez es un hombre que decide retirarse del encierro en 2003, luego de que un toro de Adolfo Martín lo hiciera volar por los aires en Santo Domingo, un tramo que conocía al dedillo. Círez juró entonces que no correría más. Seis años después,  le diagnosticaron un cáncer de hígado. Los médicos no aseguraron que le quedara mucho tiempo en este mundo. Preparar el final de su vida pasaba por romper su juramento y volver al encierro. Y así fue. Círez corrió dos. El día 14 de julio, mientras celebraban lo que Chapu llama el almuerzo de los milagros, Círez dijo a los congregados alrededor de la mesa: "Si estoy aquí con vosotros el año que viene, os invito a almorzar". La vida le concedió un San Fermín más. Así que tuvo que pagar la factura de aquel almuerzo de los milagros. Sin embargo, el mayor los prodigios no fue aquella prórroga, sino su recuperación total.

El miedo, el dolor y la muerte iguala a los hombres. También las ganas de vivir, el impulso primario de ser libre, de abrirse camino, de correr hacia adelante cuando en realidad se corre hacia adentro. Si, como dice Chapu Apaolaza, los Sanfermines son las 24 horas que concede la muerte entre encierro y encierro, aquel lector que pasa la última página y cierra este el libro, se siente menos lejos de llegar a comprender esa fuerza que impulsa a quienes, incluso a punto de perderla, deciden afilar la vida con el roce que produce, desde hace siglos, el baile entre un hombre y un astado. Es ahí, en esa chispa, donde enciende el incendio que arde en estas páginas.

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