Nunca había estado en los sanfermines; pero no porque no me interesasen, qué va, sino más bien porque me interesaron demasiado en su momento. Me impedía acudir a Pamplona un miedo acaso irracional a que la realidad de la fiesta ―el desenfreno, la obscenidad, la masa― desdijese y luego arrasara la inocente ilusión con que la vivía de niño, cuando madrugaba para ver la previa del encierro, el encierro mismo y el exhaustivo análisis posterior. Aquellos hombres que rezaban al patrón a grito pelado y a continuación arrostraban el riesgo de la muerte se me aparecían como héroes a los que emular algún día. Debidamente ataviado con un pijama blanco y un pañuelo rojo, dejaba que mi imaginación fantasease durante horas con posibles pero improbables futuros en los que yo subía la cuesta de Santo Domingo a escasos centímetros del morlaco, notando bien nítido su aliento tras de mí, embriagándome de esa extrañísima euforia que uno siente cuando pone su vida en peligro.
Los sanfermines nos enseñan, como el poeta, que la existencia es celebrable a condición de que no nos aferremos a ella como a un ídolo
Por supuesto, esos futuros posibles no se han cumplido y algo ―mi cobardía, concretamente― me dice que no se cumplirán nunca. No tengo las agallas suficientes para flirtear con la muerte, carezco de ese desapego por el mundo y de ese incondicional amor por el riesgo que necesita un mortal para rendirle la soberanía sobre su vida al toro, que será quien determine si el corredor subsiste o muere, si se le conceden unas horas más de existencia o bien se le niegan. Quizá la grandeza de los sanfermines sea precisamente ésa: que representan ―mejor, que reproducen y subliman― la precariedad de la vida y la irrelevancia última de nuestros proyectos; que desvelan la verdad oscura y dolorosa de que estamos sometidos a fuerzas incontrolables, a fuerzas que toman nuestros planes y hacen picadillo con ellos.
Hay, no obstante, algo paradójico, incluso misterioso en los sanfermines. Aunque me haya referido antes al desapego vital de los corredores, falsearía la realidad de la fiesta si la redujese a este aparente desdén. Al coqueteo con la muerte se le une una celebración dionisíaca, excesiva, por momentos brutal de la vida. El encierro es algo así como un interregno dramático entre la comedia de la noche y la del día, una interrupción momentánea, fugaz como un esprint, de la fiesta. Los sanfermines parecen recordarnos que la vida es impredecible, bien, dolorosa, de acuerdo, dramática, incluso, pero aún así buena y celebrable. De algún modo nos reconcilian con esa realidad imperfecta a la que hemos sido arrojados; nos muestran que pese al sufrimiento y a la muerte hay muchos motivos para descorchar el vino y brindar juntos.
Sanfermines: la belleza escondida
Ocurre algo semejante en la plaza de toros, por la tarde, durante la corrida. Mientras el torero se juega la vida, mientras le hace quiebros a la muerte, los espectadores navarros cantan reguetón, beben, comen, tiñen sus camisetas de vino, saltan, gritan, ríen. En un primer momento, acostumbrado a la ceremoniosa solemnidad de La Ventas, aquello me desconcertó, incluso me repelió. ¿Cómo es posible tan frivolidad en un contexto así, con el torero arriesgando la vida y el toro entregando la suya? Pero luego reparé en la belleza escondida tras la sordidez. Eran la vida y la muerte, la celebración y el luto, conviviendo, estrechando sus manos, guiñándose el ojito. Emergía de nuevo esa tensión entre la belleza de la existencia, que pide a gritos ser celebrada, y su inevitable crudeza, que ni aunque nos lo propusiéramos podríamos soslayar. Ahí, en la plaza, parecía estar contenida la contradictoria complejidad del mundo: concurrían la muerte y la luz, el drama y la comedia, la cruz y la redención.
Durante mi estancia en Pamplona anduve rumiando aquel verso de Holderlin: "Donde está el peligro, crece también lo que nos salva". Lo manoseé impúdicamente, mientras apuraba el doble de cerveza, también cuando bromeaba con mis amigos. Los sanfermines nos enseñan, como el poeta, que la existencia es celebrable a condición de que no nos aferremos a ella como a un ídolo, de que la arriesguemos, de que miremos a los ojos a la muerte para desafiarla. Es como si la belleza de vivir sólo se nos desvelase en medio del drama. Como si el dolor ―ya lo vio José Hierro― fuese el paradójico, ¡el inaceptable!, precio de la alegría.
jjgarcia@um.edu.uy
De Gardel, dicen los viejos en Buenos Aires, que cada día canta mejor. Lo mismo se puede decir de vos, Julio: cada columna una miniatura de arte: da tantísimo gusto leerte que dan ganas de tomarse una cerveza con vos, que parece que tanto te gusta.
k. k.
Usted le puede poner toda la poesía que quiera, pero la realidad siempre golpea duro. Esto no es más que una fiesta de pueblo sin ningún control. Aquí no hay ni ritos, ni mitos ni nada que se le parezca. Que meta usted versos de Holderlin para glorificar la charanga es de vergüenza ajena.
Techlogic
Lo ha entendido muy bien el autor. Esas corridas son "la charlotada" en el público y no en la arena, mientras hay algo serio en la plaza el tendío va a su bola hasta que ocurre algo serio, claro.
alita
“ El verdadero examen moral de la humanidad, su examen fundamental, consiste en su actitud ante aquellos que están a su merced: los animales. Y en este sentido la humanidad ha sufrido una derrota. Una derrota tan fundamental que todas las demás provienen de ahí”. MILAN KUNDERA país de paletos.