A comienzos de 1870, los miembros de la tribu de los Osage fueron expulsados de sus tierras de Kansas, en Estados Unidos. A cambio, fueron trasladados a un terreno pedregoso y baldío, una reserva que en apariencia no tenía ningún valor, situada en el nordeste del estado de Oklahoma. Años después, descubrieron que aquel territorio en realidad se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos del país. Esta comunidad se convirtió en la población de mayor renta per cápita del mundo, pero pronto sufrió una espiral de violencia que ahora el cineasta Martin Scorsese recoge en su nueva película, Los asesinos de la luna.
El director de películas como Taxi Driver (1976), Toro salvaje (1980) o El lobo de Wall Street (2013) adapta a la gran pantalla la novela Los asesinos de la luna. Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI, editado en 2019 en España por Penguin Random House, en la que el escritor y periodista David Grann aborda las extrañas muertes de los miembros de esta comunidad india, que llevó al servicio de seguridad federal estadounidense, que acababa de ser creado, a investigar el caso.
A principios del siglo XX, el pueblo de Osage empezó a recibir cheques trimestrales por parte de quienes deseaban obtener el petróleo por unas cantidades que crecieron de forma imparable con el tiempo. En 1921, la tribu ingresó más de 30 millones de dólares. Aquellos "millonarios pieles rojas", como se refirió a ellos un periodista de la revista de la época Harper's Monthly, vivían en grandes mansiones, vestían abrigos caros de piel y moda parisina, lucían joyas con diamantes, se movían en automóviles con chófer y contaban con criados a quienes los colonos se referían despectivamente como "lamecacerolas de los indios", tal y como recoge Grann en estas páginas.
Vivían en grandes mansiones, vestían abrigos caros de piel y moda parisina, lucían joyas con diamantes, se movían en automóviles con chófer y contaban con criados
Entre estos indios adinerados se encontraba Mollie Buckhart, una mujer Osage enferma de diabetes cuya familia, como muchas otras, empezó a sufrir la pérdida de sus miembros en extrañas circunstancias, como envenenamientos, disparos o explosiones sin ninguna pista, vínculo o motivación aparente. A diferencia de otras de sus conocidas, ella se arropaba siempre con una manta india tradicional y, en lugar de llevar el pelo corto, lo llevaba suelto con la cara despejada. Estaba casada con Ernest Buckhart, hijo de un campesino pobre, aficionado al aguardiente y al póquer que conoció a Mollie cuando trabajó para ella como cochero, después de irse a vivir allí con su tío, William K. Hale, un autoritario ganadero.
Mollie, como todos los miembros de la tribu Osage registrados en el censo, recibieron un "headright", algo así como una acción en el patrimonio mineral, de forma que, aunque podían vender el terreno en la superficie, no podían comprar o vender estas reservas subterráneas, que tan solo se transmitían por vía hereditaria y que sí podían ser arrendadas.
Las muertes se multiplicaban entre el pueblo Osage y las funerarias aprovechaban para cobrar precios desorbitados, por lo que el funeral de un indio de la tribu podía ascender a 6.000 dólares, una cantidad equivalente a 80.000 dólares en la actualidad, según las estimaciones que realiza Grann en las páginas de su novela. Aquel precio fue el que Mollie pagó también tras el asesinato de su hermana, una muerte que se sumó a una larga lista de decesos sospechosos y que se empeñó en investigar hasta lograr movilizar al FBI.
"Probable conspiración para matar a indios ricos", rezaba un titular del Washington Post tras el asesinato de un petrolero que trató de convencer a las autoridades para iniciar una investigación oficial sobre unos crímenes de una brutalidad inimaginable, que aborda ahora Scorsese en su nueva película.
Tal y como señala Grann en sus páginas en base a sus investigaciones, entre 1907 y 1923 murieron 605 osage, lo que supone una media de 38 al año. "No sé de una sola familia osage que no perdiera al menos a un miembro de la familia por culpa de los headrights", señaló el historiador Louis F. Burns. Algunos de los observadores que trabajaron para arrojar luz a estas misteriosas muertes descubrieron métodos por los que se disfrazaban los asesinatos de falsas tisis, enfermedades consuntivas y otras causas desconocidas por lo que muchas de las muertes pasaron desapercibidas para los investigadores.
Scorsese, sus actores fetiche y una cinta sobresaliente
Scorsese vuelve a contar en Los asesinos de la luna -presentada en la pasada edición del Festival de Cannes- con dos de sus actores fetiche: Leonardo DiCaprio, que da vida a Ernest Burkhart, y Robert de Niro (K.Hale), a quienes acompaña en el reparto Lily Gladstone (Mollie Burkhart), que anteriormente trabajó a las órdenes de Kelly Reichardt en las películas Certain Women o First Cow, entre otras, o un excelso Jesse Plemons, que interpreta a un agente del FBI.
Si bien los tres intérpretes deslumbran en sus respectivos papeles, para esta redactora de Vozpópuli, las actuaciones de la pareja de actores que encarnan al matrimonio protagonista son excelentes y juntos consiguen una coreografía de gestos, intimidad, complicidad y dudas que da un mayor calado a esta historia de crímenes. Son ellos el verdadero tesoro de esta película, que se mueve entre el thriller, el drama, el cine de juicios e incluso el western con una narración pausada -lo que no significa aburrida- y un ritmo delicado y sobrio.
Con una duración de 206 minutos -tres horas media-, para muchos excesiva, en la línea de otros títulos recientes como Oppenheimer, lejos de resultar aburrida o larga, Scorsese demuestra en Los asesinos de la luna a quien se sienta en la butaca aquello que manifestó hace apenas unos días: "La gente dice que son tres horas, pero venga ya, puedes sentarte enfrente de la televisión y ver algo durante cinco horas".
Sin_Perdon
Scorsese sigue siendo uno de los pocos maestros del cine que nos quedan. Cada película suya es una pequeña obra maestra. Es una pena que no haya hecho referencia a "La última pasión de Cristo", una película atrevida y valiente en una época donde todavía no se había institucionalizado estigmatizar o provocar la religión cristiana.