Descubro sin estupor que un centro educativo de Manhattan ha cancelado una función escolar de El Mercader de Venecia (texto atribuido a Shakespeare) por considerar que su contenido, protagonizado por un judío, atenta contra el orgullo de “los judíos”. Esta cancelación, tan propia de nuestra modernidad líquida - ¿o fluida? – viene precedida de otras muchas, como la que protagonizó en junio de 2020 la HBO retirando de su catálogo Lo que el viento se llevó, como ya se recogió en Vozpópuli.
Al parecer, en este caso de Manhattan, fueron algunos padres de los alumnos los que exigieron la cancelación del espectáculo. Sin que sirva de precedente, creo que Harold Bloom tenía razón cuando hablaba de Shylock como el personaje que surge con la invención de lo humano. Un personaje a la altura de Hamlet y Falstaff por su complejidad psíquica, exenta de maniqueísmos. Si a los padres de esos alumnos les ha ofendido El mercader de Venecia, no quiero imaginar qué pensarían al ver una representación de El judío de Malta, una sátira de Christopher Marlowe protagonizada por un personaje llamado Barrabás, que no es peor que los cristianos, pero que se niega a poner la otra mejilla.
La obra, lejos de ser un panfleto antisemita como sugiere Bloom, denuncia la hipocresía de todos los fanatismos religiosos. ¡Qué recomendable sería leer hoy Contra el fanatismo, de Amos Oz! Si bien el “judío” de Marlowe es una caricatura propia de la farsa y su sevicia es hilarante, en Shylock hay algo más. Mucho más. Shylock es obsesivo y sincero. La suya es la voz de la dignidad: “Quitadme la vida y todo lo demás: no deseo el perdón. Tomad mi casa si tomáis los cimientos que mi casa soportan. Tomad también mi vida si habéis de robarme los medios para vivirla”. Lo que tienen en común ambas obras, como explicaba Isabel Gortázar, es la terrible injusticia social que sufre un judío por el hecho de serlo, y la utilización de la religión como un instrumento del poder político.
Shakespeare cancelado
El problema de fondo no tiene que ver con los judíos, ni con los musulmanes, católicos, ateos, homosexuales o heterosexuales. ¡Ni siquiera con los vascos! La herida que nos deja la censura es mucho más profunda. Cuando una sociedad, borracha de puritanismo, pretende eliminar todo lo que no le gusta atacando la ficción, la catarsis se hace imposible. Y si no hay catarsis, habrá psicosis. El dramaturgo no habla (necesariamente) por boca de sus personajes. Simplemente se limita a mostrar lo humano sin juzgar. ¡Es ficción!
El teatro es un ritual que nació para ayudarnos a comprender lo inexorable de la tragedia y el absurdo de la vida
Hoy los apóstoles de esos totalitarismos identitarios que censuran, a veces en nombre del progreso, recuerdan a los censores franquistas. Pienso ahora en el duro debate que Buero Vallejo y Alfonso Sastre mantuvieron a cuenta del “posibilismo”. Sastre criticaba a Buero por su postura “posibilista”. Sin embargo, el texto La mordaza de Sastre es un claro ejemplo de ese posibilismo. Como lo fue El verdugo de Berlanga y tantas obras maestras del cine español (que tanto denostamos). ¿Es necesario hoy día el “posibilismo”?
El espectador - que además de cliente y consumidor, también es ciudadano – debe entender que el teatro es un ritual que nació para ayudarnos a comprender lo inexorable de la tragedia y el absurdo de la vida. Que un personaje “judío” no representa a “los judíos”. Incluso si una obra de ficción fuese claramente racista (por despreciable que fuera) no tenemos derecho a censurar, a borrar de la Historia todo lo que nos repugna. El Teatro también nació para ofender los narcisismos más primarios, para ponernos ante el espejo de tal modo que podamos quitarnos esa máscara que oculta lo que realmente somos. No es la ficción quien debe ser censurada. El límite a la libertad de expresión debe ponerlo el Código Penal y no una caza de brujas. O brujos. O “brujes”.