Cultura

La simulación como política

El denostado Baudrillard tenía más razón que un santo. Vivimos en el reino del simulacro porque nos asusta vivir y morir

La historia sería bonita, pero no queda apenas más que la cáscara. Ayer pudimos ver por fin Las ocho montañas. Más bien debía llamarse "Las ocho montañas con ascensor". La trama y los personajes son tan planos, tan carentes de dramatismo y verosimilitud, que todo parece hecho con la ayuda de Wikipedia, peor aún, con el ChatGPT. Ni la infancia de los protagonistas, ni el canto a su amistad, ni las madres y padres, novias o amantes, poseen el más mínimo relieve, ningún encanto y profundidad reales. Hasta el Nepal aparece como una colección de calcomanías, uniendo cromitos con la técnica de cortar y pegar. Aunque sumándole a ello, naturalmente, la pulcritud de una corrección política que no quiere ofender a nadie. Lo consigue, en efecto. Pero también logra un pasmo de dos horas al que le cuesta también, por un margen de duda y de respeto, bostezar.

El denostado Baudrillard tenía más razón que un santo. Vivimos en la reino del simulacro porque nos asusta vivir y morir. Nos aterra incluso sentir, sufrir variaciones para las que no hay cobertura ni ningún algoritmo. Pensémoslo un momento: ¿quién cambia realmente entre nosotros, aun después del más encendido de los debates?

La república independiente del Yo ha sustituido al imperio de los sentidos. ¿No es cierto que todo el  mundo habla por los codos en las redes, incluso escribe novelas, para sencillamente no escuchar? ¿Para no estar donde está, con los cinco sentidos? Esta sociedad es a veces muy cómica. Por ejemplo, en este "efecto túnel" pacífico y personalizado en masa que es casi continuo. Dentro de él, ¿quién se atreve, en los temas sensibles, a opinar de modo seriamente distinto? Comerciamos solo con diferencias virtuales.

Esta huida del tacto a favor de lo óptico, de una visibilidad vigilante, conoció en el laboratorio político de la pasada pandemia una vuelta de tuerca que va a ser difícil de desactivar

En realidad, casi no queda nadie que no pertenezca a una iglesia. Es decir, a una empresa autónoma del Yo, higiénicamente aislada y conectada a su secta. ¿Cuántos de nuestros amigos, sean psicoanalistas, músicos o profesores, no son sobre todo una orgullosa y narcisista pyme? Y ello aunque tengan "baja" la autoestima. ¿Quiénes de ellos creen en algo y además lo practican? Simulan ser de derechas, simulan ser de izquierdas, pero lo que ante todo parece importar es salir adelante, ocupando un lugar en el mar de la indiferencia. Y esto tiene que ver con una sensación inquietante que tenemos de vez en cuando, al preguntarnos: ¿Fulanito es estupendo o se trata solamente de un excelente performer?

Esto al menos en la cultura urbana. El submundo popular es otra cosa, del que la clase media urbana poco o nada quiere saber. El antiguo pueblo llano queda para la España vacía, aunque muy bien pueda estar escondida en el centro de Madrid o de Barcelona. 

Es posible que el interés general por la ficción y la política, también por el sexo y la pornografía informativa, en detrimento de la aventura de amar, de odiar y de escuchar, en menoscabo de la inmediatez de estar, sean síntomas de este retiro a una tercera fase. Igual que lo es la caída en picado de la lectura. No hay una crisis del papel, hay una auténtica crisis de la piel, del contacto. Sin duda, esta huida del tacto a favor de lo óptico, de una visibilidad vigilante, conoció en el laboratorio político de la pasada pandemia una vuelta de tuerca que va a ser difícil de desactivar.

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