“El fenómeno de los superhéroes es una fantasía adolescente y masculina de una sociedad inmadura, paranoica y agresiva”
No se trata de ningún textual real, pero podría. Porque esa es la valoración colectiva -aún a estas alturas- de los tristes terroristas de la diversión y las altas esferas de la intelectualidad sobre el cómic y el cine de superhéroes. Incluido uno de sus adalides, Alan Moore, el prestigioso autor de la Biblia que deconstruyó el género, la célebre obra maestra Watchmen. Lo cierto es que, como nos explicaría el mismísimo Mr. Fantástico retorciéndose entre oleadas de plasma interdimensional; “vivimos en un universo complejo” y a los críticos no les falta una buena dosis de razón en sus valoraciones. Aunque poniéndonos casi tan filosóficos como ellos, cabe recordar que antes del huevo estuvo la gallina, y que en términos reales el mito no solo se ha adaptado a las mil maravillas a las necesidades del entretenimiento industrial, sino también a la casuística del individuo que las consume. Pero no nos despistemos mucho del tema.
Imaginemos sólo por un momento que los superhéroes no son sólo intentos de una industria en crisis para recaudar cuanto más dinero mejor, mediante esos grandes eventos transmediáticos denominados blockbusters. A lo mejor, y al margen del enorme potencial de los héroes para vender cuadernos de colorear, mochilas -y de rebote también entradas- el cine de Hollywood ha encontrado en ellos la herramienta perfecta para describir e imaginar problemas según unas determinadas reglas, las planteadas por el cómic de superhéroes surgido a la mitad del pasado siglo, de la mano de una tecnología renovada e infinita que permite plasmar todo lo que hasta ahora apenas podía conseguirse con agotador esfuerzo. Porque quizá detrás de la máscara de Spiderman, del escudo del Capitán América, de los carismáticos personajes ‘bigger than life’ y sus aventuras emocionantes en colores chillones, haya algo más íntimo y personal que hable de nosotros mismos.
Vamos a plantearlo de esta manera: en un mundo esquizofrénico y complejo que no cesa de arrojar problemas e incertidumbres, ¿quién no ha dudado en algún momento de sus capacidades como padre, amante, profesional o colaborador en horas bajas? Y luego está eso que dicen algunos, que la moda hace al hombre. Por tanto, nuevo traje + nuevas capacidades = nueva identidad. El tema, en realidad, está bien arraigado al margen de modas y la buena estrategia de los cineastas. Ya en los seriales radiofónicos de los años 30 y las tiras de historietas diarias, el Llanero Solitario y el Fantasma inauguraron el género de hombres enmascarados haciendo de las suyas, con exótico resultado.
Una vez asumido que emprender la defensa de la mitología del superhéroe conlleva sus bajas y sacrificios (intelectuales), naturalmente decir que los problemas de Spiderman y el Capitán América son como los que ustedes o yo nos encontramos en el trabajo, puede parecer exagerado. En este sentido, lamentamos comunicarle que no, ni su novia es la bella Gwen Stacy ni su jefe es Cráneo Rojo, aunque en el último caso permítanos dudarlo: quizá debería darle un buen tirón de pelo para averiguarlo.
“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”
El problema del atribulado jovencito Peter Parker (el excelente Andrew Garfield y su pelo) tras ser mordido por una araña irradiada, es el mismo que el de todo el ejército de superhéroes que pueblan las páginas y las pantallas, sólo que más a pie de calle que nunca. Y aunque la famosa frase del tío Ben brilla por su ausencia en los dos últimos largometrajes de Marc Webb (afortunadamente), sus efectos todavía resuenan. Parker, estudiante de instituto y loser consumado, prueba en sus propias carnes que nada más recibir una enorme capacidad, surge la responsabilidad. Según el principio del doble poder de Tomás de Aquino, cada vez que esto ocurre se generan dos efectos, uno bueno y otro malo. No sabemos si el sabio cristiano era un superhéroe como el bueno de Peter, pero su acento en la ética y la moral anticipan el gran problema de este inteligente joven de Queens, que en sus pocos momentos de libertad reflexiona en las azoteas de la Gran Manzana: elegir su camino, elegir su vida, el bien propio o el bien común, amar, proteger a los suyos. Y sí, llegar a fin de mes.
Vocación social
El de Peter Parker, como el de cualquier adolescente, es un dilema mucho más vitalista y directo que el de muchos otros superhéroes. El debate religioso como tal no abunda en el cómic heroico, por mucho que encontremos bastantes ejemplos de ello. Quizá una excepción sea Daredevil, el héroe ciego de la Marvel, abogado de día y justiciero nocturno en sus horas libres. Criado en la cocina del infierno, Matt Murdock no es el único héroe con preocupaciones existenciales, pero por su baja extracción social y su trabajo en los juzgados -defendiendo inocentes y culpables- sí es el que más abiertamente abraza el catolicismo, el que se plantea su fe noche sí, noche también, la naturaleza del bien y el mal entre tejados, víctimas y malhechores.
Spiderman, odiado por aquellos que se sacrifica por proteger, es un ejemplo de marginación social como lo son los X-Men de la misma editorial Marvel. Atrapados entre fuerzas políticas y sociales que fuerzan su exclusión, los mutantes tratan de vivir ocultos y perseguidos en un escenario dividido por el miedo y la discriminación, formado por aquellos que los rechazan por ser diferentes (y temen sus capacidades) y los que intentan insertarlos -a menudo sin éxito- en una sociedad bullente, azuzada por líderes de opinión de inspiración forzosamente real. Los cómics de la Patrulla X han reflejado todo tipo de fobias sociales (homosexualidad, racismo, religiosos) que han recorrido la espina dorsal del siglo XX, adornado con la fantasía y la aventura que esperamos de un cómic de superhéroes.
Estoy muy loco
Pero miremos dentro de nosotros mismos. Hablemos de Batman, probablemente el más compungido y esquizofrénico de todos los héroes. El caballero más oscuro de todos es, por eso mismo, uno de los individuos más complejos, que presa de su rabia y locura corre el peligro de creerse su propio papel.
Bruce Wayne, brillante empresario y heredero traumatizado por el asesinato de sus padres, está decidido a acabar con el crimen aplicando todos sus conocimientos y dedicando todo su esfuerzo, hasta simplemente bordear el abismo de la locura. Batman, que eligió el traje para infundir miedo en los criminales, es según muchos teóricos de la economía el superhéroe liberal por excelencia, o al menos el que más difumina las fronteras de su identidad con su propia máscara, tal es su obsesión. Por ello, como reflejo de la locura, no resulta extraño que su invencible enemigo, aquel al que elige no matar en numerosas ocasiones -quizá porque es la otra cara de la misma moneda- sea el Joker, siniestro terrorista de origen indescifrable empeñado en destruir toda estructura a cambio de nada.
Otro que tal, Tony Stark. Un millonario que, en un ejemplo de redención por estrés postraumático -y ciertas necesidades perentorias, como esos trozos de metal en su corazón- resucitó de las montañas afganas como Iron Man, un moderno caballero dentro de una armadura decidido a proteger al personal de las armas que él mismo empaquetó. Presa de las dudas y algún secreto familiar, Stark (encarnado en cine con una histeria nada casual por Robert Downey Jr.) es incapaz de mantener cualquier tipo de relación, de invertir adecuadamente su riqueza, y en el inaudito El diablo en una botella vimos su afición a consolarse con una botella en la mano. Tal y como él mismo nos cuenta al comienzo de ese excelso experimento de autoría pulp que es Iron Man 3, los demonios de un hombre son los que él mismo se crea.
Guiarnos hacia la luz
El problema de Superman ya nos lo resumió Tarantino en Kill Bill. Mientras en el caso de Spiderman y el resto de héroes la identidad heroica es la ficticia, el caso de éste es el inverso: el ordinario y torpe periodista Clark Kent es la máscara destinada a ocultar la mesiánica naturaleza de Superman. De ahí viene el conmovedor problema del mayor héroe de todos los héroes: la soledad y frustración de quien se sabe el único de su especie, ‘otro’ ser diferente -y superior- que sin embargo elige ser como nosotros, vivir la experiencia humana la misma altura, intensidad y anhelo, por obra y gracia del amor paterno profesado por un humilde matrimonio de granjeros. Superman no camina sobre las aguas como Jesucristo, pero sabemos que podría hacerlo: él es el quien, en última instancia y pese a nuestras dudas y recelos, nos guiará a la luz más allá de las estrellas.
A lo mejor, el problema de los grandes héroes del cine y el cómic se parece, en el fondo, a los nuestros, a los contrastes y contrariedades de enfrentarnos al mundo real. Entre debatirse entre nuestra máscara o incorporarla a nuestra vida, eso queda ya a su elección querido lector.