Es una máxima del oficio que el periodista debe partir de lo temporal para elevarse a lo atemporal, que debe tomar como pretexto la coyuntura para iluminar ―en la medida de sus precarias posibilidades― la estructura. Nuestra coyuntura son las vacaciones de verano, y yo llevo algunas semanas diciéndome a mí mismo que debería escribir un artículo al respecto. Flirteé con la idea de hacer algunas recomendaciones turísticas culturales, pero la deseché en el preciso instante en que caí en la cuenta de que yo, que elijo los lugares a los que peregrino basándome más en qué comer que en qué contemplar, no era la persona idónea para encarnarla en un artículo. También consideré la posibilidad de escribir sobre esos hombres que se calzan un traje de baño ceñido, se detienen ante un espejo, bendicen su propia belleza y juzgan pertinente exhibirse de esa guisa en la playa o en la piscina. La terminé descartando, porque, claro, tampoco deseaba pecar contra la caridad.
Tras algunos días de agitadas cavilaciones, cuando ya me planteaba tirar la toalla y elegir otro tema con el que aburrir a mis benevolentes lectores, me vino a la mente una expresión que es bastante común en esta época del año y que no puede desagradarme más: "recargar las pilas". Y no me desagrada sólo desde el punto de vista léxico, por esa pobreza lingüística que revela, sino también desde el filosófico, por todo lo que presupone. En su sencillez, en su aparente inocuidad, esta frase implica una multitud de errores que no podemos soslayar.
Me explico. Tras la expresión "recargar las pilas", como tras tantas otras que proliferan en esta época del año, intuimos una inversión de las jerarquías, un trastorno en el orden del ser. Cuando pronunciamos esa frase, asumimos ―quizá involuntariamente― la idea de que el ocio sirve al trabajo. En este sentido, las vacaciones se nos aparecen como una pausa que nos permite tomar resuello y nos prepara para retornar vivaces al frenesí de los días de labor. Carecerían de sentido por sí mismas; sólo lo tendrían en cuanto medio supeditado a un fin, el de la productividad laboral.
Vivir como estamos llamados a vivir
Esta concepción de las vacaciones se asienta sobre un desorden. Aunque la ideología dominante, que idolatra la eficiencia y recela del reposo, que bendice una suerte de activismo espasmódico y condena la inactividad, nos incline a pensar lo contrario, la realidad es que el trabajo está subordinado al ocio, que encuentra en éste su razón de ser. "Trabajamos para tener ocio, igual que hacemos la guerra para tener paz", dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco. El hombre no descansa durante unos días para volver a faenar con más vigor; trabaja durante unos días para después poder descansar en paz. Es en los días de ocio, y no tanto en los de arduo quehacer, cuando el hombre vive como está llamado a vivir:
En la Edad Media acostumbraba a distinguirse entre artes liberales y artes serviles, y la distinción es válida todavía hoy
"La razón de la existencia del ocio no es el trabajo mismo, por mucha fuerza que el trabajador saque de él; el sentido del ocio no es facilitar en forma de descanso corporal o de recreo espiritual nuevas fuerzas para trabajar de nuevo, aunque éste sea uno de sus efectos. Como la contemplación, también el ocio es de rango más elevado que la propia vida activa (…) El ocio no encuentra su justificación en el hecho de que el funcionario actúe en la medida de lo posible sin tropiezos y sin fallos, sino en el hecho de que el funcionario continúe siendo hombre, lo cual quiere decir que no se circunscriba al limitado medio ambiente de la concreta función de su trabajo, sino que sea capaz de abarcar con su mirada al mundo como una totalidad", afirma el filósofo Josef Pieper en El ocio y la vida intelectual.
El sentido del ocio
Aclarado ya que el ocio y el descanso no sirven al trabajo, que no encuentran en él su razón de ser, cabe preguntarse cuál es su significado real. Y no podríamos responder este interrogante sin hacer antes una breve digresión que en ningún caso debe considerarse una evasión. En la Edad Media acostumbraba a distinguirse entre artes liberales y artes serviles, y la distinción es válida todavía hoy, siglos después. Las primeras ―la filosofía, la teología, la literatura― tienen sentido en sí mismas y no en función de unos resultados prácticos. Las segundas, en cambio, son aquéllas cuyo fin y justificación están fuera de sí mismas, en un rendimiento concreto: la carpintería, la medicina, la informática, la ingeniería…
A la luz de esta división, descubrimos en el ocio un sentido que de primeras nos estaba velado. Ya no se nos presenta como el reposo que el carpintero requiere para volver a ejercer su oficio con el ímpetu de los años de juventud, sino como ese tiempo en el que el carpintero, habitualmente entregado a una de las artes serviles, puede consagrarse despreocupadamente a (in)actividades que no pretenden procurar ningún resultado práctico y que, justamente por eso, constituyen fines en sí mismos. En los días ociosos, el carpintero puede contemplar el rostro de su mujer durante horas y bosquejarlo después en una lámina, como rudo tributo a su belleza. Puede emplear sus manos en la construcción de un castillo de arena, o quizás en el punteo de una guitarra. Puede incluso tumbarse en el suelo, cerrar los ojos, dejarse acariciar por el viento e imaginar, en tal estado de abandono, que éste es el hálito que Dios exhala para insuflar vida a un mundo agonizante. En sus días de ocio, libre de la onerosa tarea de dar forma a la materia bruta, el carpintero ya no está circunscrito al ecosistema de su profesión, sino entregado a la plenitud de lo real; ya no es carpintero, sino hombre.
He aquí la razón por la que el ocio se nos antoja un fin y el trabajo tan sólo un medio. Porque, según nos enseña Pieper, estamos llamados a relacionarnos con el mundo como totalidad. No hemos de vivir con la estrechez de miras del carpintero obstinado en su oficio, ni con la del informático obstinado en el suyo, sino con la apertura del carpintero que, mucho antes que carpintero, se sabe hombre.