Bajo el rictus severo de Marcelino Menéndez y Pelayo, católico pecador, entraba todos los días un joven peruano de flequillo rebelde y mirada cansada en la Biblioteca Nacional de España. Es todavía el año 1958 y se vive un tímido despertar social de un país domeñado por el duopolio autarquía y confesión. España comenzaba a tener turistas, viajantes, y en este un becario latinoche visita todos los días “aquel grande y sombrío edificio” donde los lectores se “helaban de frío” para alimentarse del castellano rasgado en terciopelo azul de Rubén Darío.
Era, claro, Mario Vargas Llosa, que transitaba desencantado de la selva peruana -venía de un viaje a la Amazonía- a una jungla de asfalto y ministerios franquistas. Los armónicos y coloridos indígenas que hicieron tanto por las descripciones de Claude Lévi-Strauss se trocaban para él en negros funcionarios franquistas de bigotito preconstitucional, cafelito de media tarde y mirada torva (como salidos de huevos incubados en la espalda durante años por José Luis López Vázquez, su arquetipo).
Es, todavía, el Madrid aburrido de científicos y ratones de Luis Martín-Santos, el que biografió Juan Benet, pero la capital sale del aislamiento gracias a los acuerdos económicos entre España y Estados Unidos del 53. Vargas Llosa, que venía de una boda civil con su prima Julia Urquidi (aquella “Tía Julia…”), recibió todavía el silencio reprobatorio de algún neocatólico en la Facultad y resumió el clima de la Universidad Central, actual Complutense, en unas pocas líneas: “El profesor de Literatura Hispanoamericana solo llegaba hasta el Romanticismo porque, del modernismo en adelante, todo le parecía sospechoso. Los libros y autores puestos en el Índex por el Vaticano eran retirados de la biblioteca de la Facultad; ese año, entre otros, fueron purgados Unamuno y La Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, que yo había comenzado a leer entre clases”.
Juzgaba, incluso, a la vida cultural de la capital como “caricaturesca”, alejada de las grandes tendencias europeas y dominada por los sainetes de Alfonso Paso. Menciona, a pesar de todo, hacer una vida feliz y holgada con su asignación de 120 dólares: la dictadura parece haber sido un paraíso de lo barato para el extranjero, aunque no cumpliera con el óbolo intelectual que pedían aquellos con más ambición erudita que la prensa deportiva.
Pronto, en 1960, Vargas Llosa pasaría a París; meca literaria para muchos escritores en castellano fascinados por la novela y la vida cultural gala. Según novela tardía del autor peruano, la capital francesa entre los 50 y los 60 “vivía la fiebre de la revolución cubana y pululaba de jóvenes venidos de los cinco continentes”. Aclaración para lectores jóvenes: nos encontramos todavía con el nobel de izquierdas, aquel celebrado por los Marsé o los Barral, y que muy pronto “desertaría” de gauches divinas y castristas rudimentarios en los 80.
Vida itinerante
Uno de los elementos que no encajan en ese puzle que es el periplo biográfico de Vargas Llosa es cómo salió poco a poco, sin estridencias, del camino marcado por los intelectuales latinoches. Aunque su rechazo al marxismo ya data de finales de los 70, no se quedó solo en el París de Sartre y pudo conocer también el Londres de los Beatles donde las muchachas “andaban descalzas” como particular revolución personal. Carmen Balcells le convenció para volver a España, a Barcelona, en los 70 y allí sería parte de un exilio latinoamericano que haría de oro a los Herraldes, Barrales, Laras y demás potentados del negro sobre blanco.
Ese consenso entre intelectuales progresistas del cono sur se rompería con el puñetazo de Vargas Llosa a Gabriel García Márquez en Ciudad de México
Ese consenso entre intelectuales progresistas del cono sur se rompería con el puñetazo de Vargas Llosa a Gabriel García Márquez en Ciudad de México. El golpe, aún por motivos de faldas, sirve como fascinante metáfora de la divisoria ideológica que quebraría el consenso frente al imperialismo yanki, elemento clave en el triunfo puramente burgués de Manuel Vázquez Montalbán en la Ciudad Condal. Estamos todavía en una Barcelona que se desperezaba de una dictadura reaccionaria y cuyas elites se soñaban comunistas sin conocer la pesadilla del régimen castrista, de creer a ese excelente termómetro ideológico que fue el director de fotografía cubano Néstor Almendros.
Pero es en esos mismos 70, en Madrid, donde Vargas Llosa consigue el doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid por García Márquez: historia de un deicidio. En esta década, también, su estilo realista se resiente y comienza su gran tiempo faulkneriano donde el mito sustrae de la realidad intrahistorias personales. Afirma proféticamente en su tesis sobre Gabo: “La realidad ficticia lo es todo: en ella mismo se halla su origen, simultáneamente quién crea y lo creado, el narrador y lo narrado, y así como su vida es toda la vida, su muerte es también la extinción de todo”.
Este viraje fabuloso de sus novelas, los mitos densos que ahogan el presente latinoamericano (el sargento Lituma, el dictador Trujillo, etc.), coincide con su paso al centroderecha. En La llamada de la tribu recordaba estar en contra de un gobierno “autoritario” que“…iguale económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema opresivo, haciendo tabla rasa de las distintas capacidades individuales, imaginación, inventiva…”
Nada más lejano a esa distopía socialista que el Madrid liberal que auspició Esperanza Aguirre a finales de los 90. Ese sería su previsible final de trayecto luego de años de túnel marxista. Todavía, antes, habría de sufrir la decepción política de su vida.
Vejez y amor
Se conocen poco los continuos vaivenes ideológicos de las repúblicas latinoamericanas: las vicisitudes del Perú, apenas un pie de página en la prensa aquí, son el nervio que da vida a las primeras obras de Vargas Llosa; epopeyas flaubertianas colectivas en el estilo de La educación sentimental casi siempre con final aciago.
Una de estas historias, que desgraciadamente no ha novelado, es su candidatura política a la presidencia peruana en el año 90 y que acabó con la victoria del autócrata Alberto Fujimori. Con el valleinclanesco golpe del “chino” de abril de 1992, Vargas Llosa habría de exiliarse a Europa, siendo destino en el inicio Londres.
El intelectual tiene la obligación de usar su arma de trabajo y ejercer el sentido crítico y apuntar soluciones a los problemas de la sociedadMario Vargas Llosa
Su desencanto político quedaría resumido en el año 92, donde declaró en un Encuentro de Escritores Iberoamericanos realizado en Barcelona: "El intelectual tiene la obligación de usar su arma de trabajo y ejercer el sentido crítico y apuntar soluciones a los problemas de la sociedad. No creo que la política deba ser monopolio de los políticos (…) Creo que el político tiene la obligación de estar en su país. Un escritor, no. Cuando dejé la política salí de mi país y pienso volver a él cuando quiera, como también pienso volver al extranjero".
Dos años más tarde era nombrado miembro de la Real Academia Española, siendo también premio Miguel de Cervantes en este 1994. Poco antes, bajo temor de que Fujimori le quitara la nacionalidad peruana, se naturalizó español, lo que tendría consecuencias directas en su obra: el país le colmó de parabienes, le hizo sentirse “mucho menos extranjero que en cualquier otro”. Es el tiempo ya del viejo enamoradizo, figura literaria omnipresente en su obra, y que llegó a dejar a su pareja de décadas por Isabel Preysler: “El amor es quizá la faceta donde más se vuelca la individualidad de cada persona, un ámbito donde las experiencias ajenas no resultan demasiado instructivas”.
Esta relación de 2015, que revivió su perfil público y en cierto sentido era antiética a su ensayo La civilización del espectáculo, le aposenta definitivamente en un Madrid donde se ha convertido en el prócer de la derecha inteligente. Ahora, no nos quedemos en su figura senatorial, en sus excelentes artículos de El País tan cercanos en mesura y sentido común a Cánovas del Castillo, vayamos mejor en el tiempo al joven becario con esperanzas y sin tanta plata que iniciaba nuestro texto. En ese tiempo todavía gris comenzó su obra La ciudad y los perros en un bar llamado El Jute, frente al parque del retiro. Mientras pergeñaba el juego de dados de los cadetes, el inicio de la novela, Vargas Llosa regalaba inadvertidamente a la capital de España una mitología literaria que unía continentes: a falta del París de Rayuela y Cortázar, bien vale un Vargas Llosa en Madrid que diría un castizo. José Luis Martínez-Almeida ha hecho suya esta divisa y también la frase de Cánovas sobre Rubén Darío -¡eironeia!- “es preciso que lo naturalicemos”: lo hará el próximo 21 de septiembre al nombrarle “Madrileño del año”.