Cultura

'Vidas pasadas', o el remordimiento del “qué habría pasado si…"

La vida, de estar sujeta a una determinada ley, esa es a la del alma y el corazón, legítimos autores y ejecutores –a veces culpables– de nuestros giros de guion

Hay quien piensa que el destino de las personas está confeccionado con un invisible, pero latente, hilo que entreteje no sólo sus vidas, mediante su pasado, su presente y su futuro; sus decisiones y sus acciones, sino también a quienes se cruzan en ella. Un hilo tan delicado y quebradizo como el sostenido por las parcas, aquel con el que determinaban el destino de los mortales. Su vida, su muerte, su suerte, tanto en la Tierra como en el Olimpo. Y es que considerar que todo lo que nos sucede está escrito, a quiénes conocemos, a quiénes dejamos pasar o escapar, de quién nos enamoramos, por qué elegimos o tomamos un camino, en lugar de un atajo e incluso un desvío; por qué elegimos una profesión y no otra, y demás quebraderos de cabeza inherentes al género humano, puede ocasionar aún más sinsabores que sentido. Desde la Antigüedad hasta nuestros días, en todas las culturas y filosofías estudiadas y conocidas, se ha hecho fuerte hincapié en esta teoría para unos, doctrina para otros: el determinismo, a pesar de la relatividad espacio-temporal con la que el ser humano lidia cada día. 

Cierto es también que en occidente tenemos la tendencia a evitar el grado transcendental que, supuestamente, tienen nuestros actos. Somos, en ocasiones, más propensos al libre albedrío, al nada está escrito. Nos abrazamos al azar sin pensar como víctimas de una especie de maldición, traducida en amnesia fatídica, que nos impide recordar y tener en cuenta aspectos como la inmortalidad de alma o la consciencia de la misma, cuya memoria y depósito de los recuerdos, según los antiguos maestros, no los albergaba la mente del hombre, sino su corazón. Y éste nunca olvida. Quizá para no sufrir, para evitar un mal mayor, pues, ya saben lo que suele decirse en estos casos: aquel que olvida –o reniega– su pasado, está condenado a repetirlo. En cambio en oriente siempre han procurado, a lo largo de los siglos, mantener viva su enseñanza y reflexión por medio de sus tradiciones y, lo más importante, de sus filosofías y creencias. Si han de reivindicar sus orígenes, su identidad, su fe o su creencia en el viaje reencarnado de las almas, en un hilo que, lejos de ser invisible, bien podría ser de color rojo, no dudan en hacerlo. Ése es el verdadero legado que dejaron sus ancestros y antepasados y, por tanto, han de respetarlo. 

En Vidas pasadas, ópera prima de Celine Song, la directora ha querido rescatar ese supuesto olvido que, como bien expresa unos de los personajes de El viaje de Chihiro del gran Hayao Miyazaki: “nada de lo que sucede se olvida jamás, aunque tú no puedas recordarlo”, no es más que excusa y pantomima, pues es conveniente resaltar que hay dos tipos de memoria: la memoria física, del cuerpo, y la correspondiente al alma, del espíritu. Esa que es imperceptible y escasa en palabras porque no requiere de ellas, como tampoco de explicación lógica ni racional, sino puramente sensible y emocional, propia del mutismo y del lenguaje no verbal, pues «el alma que hablar puede con los ojos / también puede besar con la mirada», que diría Bécquer. Y razón no le faltaba. Del mismo modo que Bécquer trató hasta su muerte de cuidar y salvaguardar el lenguaje –en este caso por escrito– del alma, Celine Song a través de este otro lenguaje que hoy impera por encima de los demás, el audiovisual, ha optado por presentar una historia de amor como las que hacía tiempo no se veían en la gran pantalla. Ese tipo de historias pequeñas, sencillas, centradas en los pequeños detalles o, si se prefiere, en la impresión que deja en nosotros lo nimio y cotidiano que, si pasa desapercibido para una gran mayoría, no así para todos. Song reivindica, o trata de reivindicar, de manera muy sutil un cine que no se ampara en los efectos especiales ni en los diálogos explicativos que hace unas décadas copaban gran parte de los metrajes. No. En esta ocasión, y sabiendo muy bien qué quiere contar y cómo contarlo, recurre a lo esencial y, una vez más, a lo gestual. En este caso, centrándose en la amistad y primer amor que nace entre dos niños de aproximadamente doce años, Na Young (Greta Lee) y Hae Sung (Yoo Tae-o). Sin embargo, la decisión de la madre de Na Young de emigrar a Estados Unidos cambia repentinamente toda perspectiva de futuro que su hija se había imaginado en compañía de Hae. Un futuro amor, o un amor para toda la vida; un hombre que emana masculinidad por cada poro y gesto; un marido hecho acorde a las tradiciones culturales de Seúl, Corea del sur. 

El amor altera la vida, y la vida parece renovarse en cuanto éste irrumpe, modificando planes, enmendando unos, dañando otros.

Ahora bien, cuando una persona pasa de ser nativo a inmigrante en otro país donde debe cambiar su nombre –a partir de entonces Na Young se hará llamar Nora Moon, y adaptarse a una nueva cultura y nuevas leyes de conducta; de nuevas tradiciones y relaciones interpersonales, sucede que esa niña, sin quererlo, se va despojando poco a poco de su identidad coreana y, por ende, también de los sueños que tenía antaño. La ambición de Nora, conforme va creciendo, experimentando, viviendo…va menguando, y esa niña que un día anhelaba ganar el premio Nobel, pasados doce años, aspira a ganar el Pulitzer, pero pasados otros doce, llega a la conclusión de que nada de “esas cosas” le interesan ya, como llega a reconocer en un momento dado. Y desde que llegó a América, ni en el círculo de amistades que crea ni en los ambientes en los que se rodea conocen su pasado ni su verdadero nombre. Puede que haya amigos, conocidos, vecinos, que no la vean siquiera como una coreana, sino como una auténtica ciudadana americana; su forma de vestir, su habla, su comportamiento, son propios de una neoyorquina. No desentona. Se adapta, y sabe bien cómo hacerlo. Atrás quedó Seúl. Atrás su buen amigo, Hae Sung, con el que hace tiempo perdió el contacto. Y a pesar de ello, sucede que, cuando nos sentimos desarraigados de un lugar, y aun más de nuestra vida compartida con una persona, algo dentro de nosotros hace clic; una especie de impulso nacido de la más secreta necesidad y curiosidad, que nos empuja a entrar en contacto o a volver a conectar –como prefieran– de la manera que sea. Y todo por suplir una carencia. Por acortar la distancia que nos separa, por recordar cómo era sentirse cerca de la persona amada. Algunos lo achacan a la melancolía, otros, sin embargo, a la nostalgia, y en realidad no es más que la ansiedad de recuperar eso que, somos conscientes, hace ya tiempo que perdimos, pero ni con esas nos damos por vencidos. Por mucho que regresen las llamadas telefónicas o las videollamadas; por mucho que tratemos de adornarlo con nuevas palabras, nuevos gestos, nuevas sonrisas y miradas, nos obstinamos a creer que lo que una vez se escapó de nuestras manos volveremos a recuperarlo. 

Cuando Nora busca en su perfil de Facebook y trata de averiguar qué fue de aquel amigo, descubre que él se le adelantó primero enviándole un mensaje sin saber si ella lo leería o respondería. Una decisión similar a la de saltar al vacío o lanzar, sencillamente, una moneda al aire cuyo volteo y aterrizaje, salga cara o salga cruz, puede determinar el rumbo de una relación. Si Nora, durante la pericia vital que le ha llevado de los doce a los veinte años a encontrar su lugar, ha ido desdibujando la impronta que le dejó ese niño, no así le ha sucedido a Hae, pues él no ha dejado de pensar en ella ni de mantener viva a la niña que lloraba cuando le ponían mala nota; a la que acompañaba cada día del colegio a casa, que quería hacerlo todo y tenerlo todo; con la que se dejaba pintar los brazos, acariciar y coger de la mano, o ceder su hombro para que ella descansara.

De hecho, mientras ella buscaba un sitio que ocupar, formándose sin cesar en teatro, escritura, dramaturgia; consiguiendo –por lo que parece– una beca para continuar su aprendizaje en una residencia artística ubicada en Montauk, Hae cumplía con lo impuesto y acordado: hacer la mili, estudiar y trabajar en lo que fuera que le reportara un sueldo considerable. Ella intenta por todos sus medios avanzar, probar, conocer, progresar; él, por el contrario, ceñirse a lo convencional. Y a pesar del pronóstico, sea éste bueno o malo, ambos son de ese tipo de personas que, independiente de lo que hagan, siempre estarán destinadas a encontrarse y separarse. De ahí sus vaivenes, de ahí sus idas y venidas y su relación compartida primero en la escuela, después a distancia (una viviendo en Nueva York, otro anclado en Seúl) y, por último, pasados otros doce años, en el transcurso de un par de días, unas horas, en una misma ciudad.

«En coreano hay una palabra, “in-yeon”. Significa “providencia” o “destino”. Pero se refiere específicamente a las relaciones entre las personas. Creo que procede del budismo y la reencarnación. Un “in-yeon” es cuando dos desconocidos se cruzan por la calle y su ropa se roza sin querer, porque eso significa que hubo algo entre ellos en sus vidas pasadas. Dicen que, si dos personas se casan, es porque han tenido 800 capas de in-yeon superpuestas a lo largo de 800 vidas…», explica Nora en una escena de la película. Los reencuentros entre dos personas que se amaron o se siguen amando –aún no está del todo claro ni cerrado– no son fáciles, ya sean a través de una pantalla o en persona, forzando un cara a cara. Menos aún cuando uno de los dos se ha casado, y el otro, no comparte su vida con nadie salvo consigo.

Pero más allá de compromisos y enlaces, resulta que hay un tipo de unión, de vínculo, que únicamente concierne al espíritu. Y es posible que tenga su fundamento en el budismo y la reencarnación, como dice Nora, o, como diría Platón, en la transmigración de las almas cuya reminiscencia pasada –independientemente del cuerpo que se ocupe– no hace sino aumentar la necesidad de (re)conocerse y (re)encontrarse en su presente. Hay almas que se reencuentran a edad temprana, como es el caso de Nora/Na y Hae, y otras en su edad adulta, como Nora y Arthur, a quien conoce en la residencia artística y es su actual marido. Sin embargo, el verdadero conflicto entre una relación iniciada en la niñez y fortalecida, mantenida, a lo largo de los años, y una relación que parte desde cero en la adultez es, en parte, lo que no se cuenta, lo que se calla y oculta por evitar daños o por evitar ser juzgado, por proteger –si acaso– una parte de nuestro ser que sólo a nosotros nos pertenece.

Quizá haya parejas capaces de contarse lo que hicieron antes de que sus caminos se cruzasen; lo más oscuro y lo más secreto, aquello que se esconde en lo más recóndito del alma y a lo que nadie tiene acceso salvo uno. Y quizá haya otras que eviten entrar en esos detalles, pues el ayer carece de importancia en la vida compartida presente, y, además, lo que es de uno, sólo a uno le compete. “¿Sabes que cuando hablas en sueños sólo hablas coreano? (…) Me parece muy tierno casi siempre, pero hay veces que…, no sé, me da miedo. (…). Sueñas en un idioma que no entiendo. Existe todo un lugar dentro de ti al que no puedo ir. Creo que por eso estoy aprendiendo coreano, aunque sé que a ti te da rabia”, le reconoce Arthur a Nora. 

En este triángulo amoroso en el que una mujer es dos a la vez (coreana y americana), lo cierto es que, desde el punto de vista de los personajes masculinos, Hae nunca conocerá a la Nora americana, ni Arthur a la Na Young coreana. Ambas son dos mitades de un ser que parecen funcionar con notable independencia. Por eso no sorprende que Nora/Na, cuando se ve en Nueva York con Hae, parezca una turista más y visite los lugares emblemáticos de la ciudad que nunca duerme en los que no había puesto el pie en todos los años que ha vivido allí junto a su marido. Pasea sin prisa, coge el metro como si fuese su primera vez, se deja llevar por esa fuerte atracción e intensidad que emana del cuerpo de Hae y del suyo, porque con Hae, los gestos y el silencio, lejos de ser mudos, resultan reveladores.

En cambio con Arthur, lo que le sobran, aunque no repare en ese detalle, son las palabras. Con su marido, Nora/Na se excusa y justifica; habla y se explica. Asegura que si comparte su vida con él, que si le ha elegido, es porque así lo ha querido, sin embargo en su fuero interno se niega a aceptar que la realidad no es como la había imaginado de pequeña. No hay Nobel ni Pulitzer ni ambición para ganar premio semejante. Como dice Arthur: “nuestra historia es aburrida. Nos conocimos en una residencia de artistas. Nos acostamos porque los dos estábamos solteros. Como los dos vivíamos en Nueva York, nos mudamos juntos para pagar menos alquiler. Nos casamos para que te dieran la Green Card…”. Su relación más bien responde a los cánones y clichés establecidos en las parejas formadas por un nativo y un inmigrante-extranjero. No se ve impulso ni nervio, sólo rutina, sólo costumbre. Así se muestra la vida de Nora hasta que irrumpe Hae de nuevo. Y entonces sucede lo contrario: todo parece contemplado bajo otro prisma; otra atención y tempo. 

“Volver a verte y estar aquí me hace pensar en muchas cosas. (…) ¿y si hubiera venido a Nueva York hace doce años? ¿Y si no te hubieras ido de Seúl? Si no te hubieses ido de repente y hubiéramos crecido juntos, ¿te habría buscado igualmente? ¿Habríamos salido? ¿Habríamos roto? ¿Nos habríamos casado? ¿Tendríamos niños? Cosas como esas. Pero lo que he aprendido aquí es…que tuviste que irte porque tú eras tú. Y tú eres una persona que se va. (…). Creo que hubo algo entre nosotros en nuestras vidas pasadas. Si no, no estaríamos juntos aquí, ahora, ¿no? Pero en esta vida, no tenemos in-yeon para ser esa persona para el otro. Por ahora, por fin, estamos en la misma ciudad, por primera vez en veinte años…y estamos sentados con tu marido. En esta vida, Arthur y tú lo que tenéis es in-yeon. Tenéis las ochocientas capas de in-yeon. Para Arthur, tú eres alguien que se queda…”, reconoce Hae. A lo que Nora responde que la Na Young que él conoció, existió, pero no es la persona que está delante de él, sin embargo, ninguno de los dos niega que con doce años no supieran lo que era amar a otra persona. El amor altera la vida, y la vida parece renovarse en cuanto éste irrumpe, modificando planes, enmendando unos, dañando otros. Y precisamente en ese tipo de conflictos, en ese contrapunto que siente el espíritu, se halla la relatividad del in-yeon.

Por muchas capas de in-yeon que se compartan con la persona con la cual te acabas casando, no significa que no haya más oportunidades o, directamente, segundas oportunidades para resetear y volver a empezar. Ni que la ley del in-yeon esté regida, sujeta, a unos parámetros tan severos y firmes que eviten un desajuste, un imprevisto o una variable aleatoria. Sabemos que la vida puede cambiarnos de un momento a otro, de un segundo a otro, sin que podamos preverlo.

La vida, de estar sujeta a una determinada ley, esa es a la del alma y el corazón, legítimos autores y ejecutores –a veces culpables– de nuestros giros de guion. No de nuestra razón, que por inmunidad y falsa convicción se aferra a la tranquilidad y protección que otorga la rutina del día a día. Y esto únicamente conduce al resentimiento y al error. Además del arrepentimiento en cuanto aflora el remordimiento del “¿qué habría pasado si…hubiese actuado de otra forma? ¿Si en lugar de haber escogido la primera opción, hubiese esperado un poco más para coger la segunda? ¿Si en lugar de perder al primer amor, o al amor de mi vida, hubiese arriesgado un poco más?”. Es curioso cómo al final todo se reduce a eso, a una cuestión de riesgo. De no achantarse. De no esperar al próximo tren y menos aún a la próxima vida porque nada ni nadie nos garantiza que haya una después, y de haberla, si será mejor o peor que esta. Si volveremos a encontrarnos con quienes hemos compartido algo; si volveremos a enamorarnos de esa persona que nos hizo diferentes y que con poco, un roce, un beso, un gesto, nos daba un todo; o si por cobardía, por no haber aprendido la debida (e)lección, volveremos a dejarla escapar.  Por ello, permítanme lanzarles el guante: ¿qué harían ustedes? ¿Acatarían la ley del in-yeon tal como viene dada en el budismo y la reencarnación o, por el contrario, crearían una propia, aquí y ahora? En esta vida, no en la pasada. 

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