El progresivo descenso de la natalidad en el mundo va acompañado de un sentimiento bastante generalizado de que cada vez es más difícil criar, educar y, en definitiva, tener hijos.
Un estudio realizado con población española indica que 8 de cada 10 madres y padres se sienten en mayor o menor medida culpables por no dedicar a sus hijos el tiempo que consideran que deberían, lo que comporta malestar emocional y, en los casos más extremos, sintomatología de estar quemados o burnout (agotamiento físico y mental, trastornos del sueño, nerviosismo…).
Otro reciente estudio realizado en Estados Unidos a finales del año 2022 indica que dos terceras partes de los progenitores preguntados sienten que el ejercicio de las funciones parentales es más arduo de lo que esperaban. La sensación de dificultad corresponde las madres, debido a que, a pesar de los avances hacia la coparentalidad, todavía son ellas quienes asumen más responsabilidades en la crianza de los hijos.
Aunque comparar la maternidad y la paternidad en diferentes épocas históricas es un ejercicio complejo, y admitiendo la gran diversidad en el ejercicio de la crianza y la parentalidad según el país, la cultura o los niveles socioeconómicos de las familias, estos datos apuntan a una tendencia en los países desarrollados o postindustriales que puede ser debida a diversos factores.
Más conciencia y más miedos a tener hijos
La pandemia de covid-19 ha aumentado la ansiedad y el estrés de los niños y adolescentes y de sus progenitores; pero algunos problemas ya existían anteriormente: el mencionado estudio estadounidense señala también la salud mental infantil y el acoso escolar como las dos principales preocupaciones de los progenitores, seguidas del miedo a que los hijos sufran daño físico o lleguen a tener problemas con las drogas o el alcohol.
Podemos interpretar estos datos como un reflejo de una toma de conciencia social acerca de temas que en décadas anteriores recibían menor atención, como es el caso claro del acoso y de la salud mental, en sentido amplio, incorporando también las dificultades y trastornos del neurodesarrollo y el aprendizaje.
Una mayor toma de conciencia es necesaria y clave para detectar y atender las dificultades, pero también va acompañada de un incremento de la preocupación de los progenitores por prevenir dichos problemas, controlar los factores que pueden originarlos, identificarlos en caso de que se produzcan y atenderlos debidamente buscando y proporcionando las ayudas necesarias.
Más expectativas, más impotencia
Por lo que respecta a las expectativas con respecto a los hijos, el estudio señala como prioridades, por este orden, que los hijos lleguen a ser económicamente independientes, tengan empleos que les satisfagan, realicen una carrera universitaria, se casen y tengan hijos.
A medida que las sociedades han ido alcanzando un mayor bienestar, han ido cambiando algunas de estas expectativas. Las generaciones anteriores también esperaban que sus hijos fuesen económicamente independientes, se casasen y tuviesen descendencia, pero la expectativa de satisfacción en el empleo era menos importante.
Además, en las últimas décadas las expectativas con respecto al nivel de estudios de los hijos se han ido incrementando en todas las clases sociales.
Por una parte, el acceso a mayores niveles educativos es una consecuencia positiva del desarrollo económico y social. Por otra, las sociedades postindustriales requieren cada vez más de una mejor cualificación para la integración social y laboral de sus miembros. Aparece, además, el deseo de que el ejercicio de la profesión sea algo satisfactorio y que contribuya al desarrollo personal.
Educar y apoyar a los hijos en el alcance de estas metas no se percibe como algo fácil en la sociedad actual, en la que las eventuales crisis económicas, y ahora también sanitarias, generan en la población una percepción general de inestabilidad.
¿Más difícil que qué?
Tras este breve análisis de las principales preocupaciones de los progenitores y de sus expectativas con respecto a los hijos, ¿podemos afirmar que hoy día es más difícil que antes ser madre o padre? Podríamos decir que lo que en realidad ha cambiado es el sentido del término “difícil”.
Para los sectores más desfavorecidos de las generaciones anteriores lo realmente difícil era proporcionar alimento a los descendientes y mantenerlos a salvo de infecciones y enfermedades comunes que hoy día no constituyen un problema. A buen seguro que esos retos suponían para las madres y los padres un gran esfuerzo acompañado en muchos casos de niveles altos de malestar emocional, que no eran generalmente identificados ni atendidos por la sociedad.
Para la mayoría de la población actual, en nuestro contexto de referencia, las dificultades son otras, las vinculadas al cumplimiento de las expectativas de la sociedad del bienestar: estudios, satisfacción personal, bienestar físico y emocional…
Más autoexigencia de los progenitores
Los progenitores son conscientes de la importancia de la educación para el logro de los objetivos de desarrollo personal e integración social. Las investigaciones sobre el desarrollo infantil, la escuela y los medios de comunicación han contribuido a transmitir la importancia de la educación en los primeros años de vida y, muy especialmente, de la educación familiar y de la colaboración entre los distintos agentes educativos, fundamentalmente maestros y progenitores.
Existe una clara conciencia de que el futuro de los niños puede verse muy favorecido por la cantidad y calidad de las experiencias positivas o entorpecido por las negativas.
Las décadas de los 1990 y 2000 han visto el surgimiento de un modelo de “parentalidad intensiva”: los progenitores dedican más tiempo y dinero a la crianza y la educación de sus hijos que las generaciones anteriores, especialmente en las clases medias.
Por una parte, los progenitores son conscientes de la importancia de jugar con sus hijos, de interactuar con ellos, de realizar actividades juntos (dibujar, jugar, mirar cuentos…), de hablarles, de comunicarse. Las generaciones anteriores dedicaban claramente menos tiempo al juego y a la interacción directa con los niños.
Por otra parte, proporcionar a los hijos buenos servicios educativos, sanitarios, de ocio o de apoyo al aprendizaje requiere una mayor inversión económica y una mayor dedicación al trabajo remunerado.
Un reajuste necesario
¿Qué podemos hacer como sociedad ante esta tendencia? En primer lugar, reajustar nuestras ideas acerca de lo que los niños realmente necesitan de nosotros como madres y padres.
Si bien las experiencias positivas o negativas tienen una repercusión importante, los niños son altamente resilientes y menos frágiles de lo que tendemos a pensar. No necesitan madres y padres perfectos; hasta cierto punto, pueden encajar ciertas contradicciones y frustraciones propias de la vida cotidiana. Las frustraciones forman parte de la vida y los más pequeños deben aprender a afrontarlas. Aprender a tolerar la frustración es clave para el desarrollo socioemocional.
Tampoco necesitan a los adultos el 100% de su tiempo. Si les damos oportunidad, aprenden a disfrutar por sí mismos de sus juegos, encuentran sus propias distracciones, viven sus fantasías… No nos debe asustar que experimenten momentos de aburrimiento.
Acompañamiento y apoyo social
Por otra parte, sería importante crear servicios públicos de apoyo y asesoramiento para la crianza dirigidos a las familias, prácticamente inexistentes en la actualidad, además de mantener y elevar la calidad de los servicios públicos en general (educativos, sanitarios, sociales…).
En definitiva, apoyar a niños y jóvenes en su desarrollo personal e integración activa en las sociedades complejas es una tarea colectiva en la que las madres y los padres deberían sentirse acompañados en el ejercicio de su importante papel.
Magda Rivero García, Profesora Titular de Psicología del Desarrollo y de la Educación, Universitat de Barcelona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.