Según la OMS, la malaria causa 435 000 muertes anuales, el 60 % en niños menores de cinco años en África subsahariana. Son pocas las veces que, como profesora e investigadora, se tiene la posibilidad de explicar a estudiantes universitarios, después de casi treinta años de docencia sobre parasitología y enfermedades parasitarias, que por fin existe una vacuna eficaz y disponible, quizás a un precio razonable, para una de las enfermedades que mayores causas de morbimortalidad produce a nivel mundial.
La Dra. Elena Gómez Diaz, del Instituto de Parasitología y Biomedicina López-Neyra, hablaba de ello en un reciente artículo. Con la malaria nos enfrentamos a un organismo para el que la manera que teníamos de elaborar vacunas ya no sirve. Los virus y las bacterias tienen estructuras y ciclos más simples, pero los parásitos son otra cosa y la tecnología que se ha utilizado hasta la fecha no parece funcionar.
Plasmodium spp. es un parásito con un ciclo biológico complejo con varias fases (esporozoítos, merozoitos hepáticos y gametocitos) que se desarrollan en diferentes hospedadores. El parásito cambia lo suficiente como para que se necesite una vacuna para cada fase.
A lo largo de todo el siglo XX, la malaria ha causado más pérdidas entre los soldados en misiones realizadas en regiones endémicas que las balas. Los primeros intentos de elaboración de una vacuna datan de 1942, en plena Guerra Mundial, cuando dos investigadores del Instituto Pasteur del Sur de la India emplearon esporozoítos atenuados del parásito de la malaria que afecta a aves y consiguieron una reducción de la mortalidad del 21 %. Veinticinco años más tarde, Nussenzweig publicó en Nature su trabajo con esporozoítos irradiados con rayos X del plasmodio que produjeron en ratones una inmunización parcial.
El paso a la inmunización de humanos se inició en los años 70 con la inoculación de esporozoítos de mosquitos irradiados en voluntarios que quedaban protegidos de la malaria entre tres y seis meses. Los trabajos con voluntarios continuaron durante los años 80; el esporozoíto parecía ser la fase clave, pero la inmunización se perdía con el tiempo y las conclusiones definitivas estaban lejos de llegar. Aún lo están.
Las primeras vacunas
En los años 90, las investigaciones de Manuel E. Patarroyo se centraron en la utilización de proteínas del parásito que dieron lugar al péptido sintético SPf66 y lo que parecía una nueva esperanza de inmunización que funcionaba en monos. La llamada Colfavac (Colombian Falciparum Vaccine) fue donada a la OMS, ensayándose en humanos en diferentes países.
Pero, a pesar de las buenas perspectivas en los ensayos de fase I, en los que se observó una eficacia de un 75% y buena tolerancia, los ensayos en fases II y III no mantuvieron la protección en niños africanos (2 %), presentaron una protección variable en Asia y una baja protección en América del Sur (28 %). Esa eficacia inicial, además, se perdía al cabo del tiempo. Posteriores estudios realizados recomendaban nuevas investigaciones con nuevas formulaciones de SPf66.
Patarroyo no trataba de crear una vacuna universal, sino de obtener un método universal para desarrollar cualquier vacuna. Un objetivo mucho más ambicioso.
En lo que llevamos de milenio, gracias a la financiación de la farmacéutica GlaxoSmithKline y de la Fundación Bill y Melinda Gates, con aprobación de la Agencia Europea de Medicamentos, se ha desarrollado la RTS,S/AS01. Es una vacuna basada en dos proteínas de la superficie del plasmodio capaces de activar el sistema inmunitario humano, registrada como Mosquirix®.
Pero llegar hasta aquí tampoco ha sido fácil. En el año 2012, tras actuar en niños de 5-17 meses reduciendo los casos de malaria grave al 50 %, la efectividad de la vacuna RTS,S cayó. Los ensayos realizados en el 2015 indicaron que con una cuarta dosis de refuerzo los resultados mejoraban. Se ha seguido recomendando aplicar la vacuna junto a otras medidas de control como fármacos o mosquiteras, sobre todo, en áreas de elevada transmisión.
No hay negocio en la pobreza
Hay que tener en cuenta que las enfermedades tropicales afectan, principalmente, a personas que viven en regiones pobres de países en vías de desarrollo. Su investigación no tiene excesivo interés económico para las empresas farmacéuticas al tratarse de un mercado que no puede pagar el precio de los tratamientos.
La industria farmacéutica está orientada, sobre todo, a enfermedades crónicas tratadas con medicamentos altamente rentables. Existe una necesidad urgente de aumentar los incentivos para promover la investigación y el desarrollo de medicamentos para las llamadas “enfermedades de la pobreza”. Los gobiernos desempeñan un papel básico en reducir las desigualdades en la salud y garantizar el acceso a las mejores terapias disponibles.
África, con un alto crecimiento poblacional y económico, es un mercado potencial cada vez mayor para las vacunas. Ya existen estudios recientes que van en la línea de activar la inversión para la producción de vacunas en África, buscando la manera de hacerla asequible para la mayoría de gobiernos e inversores africanos.
Los fármacos y vacunas como negocio siempre han estado en el punto de mira, pero más allá de los beneficios de su venta, la inversión en vacunas implica a la larga ahorro en gastos sanitarios derivados de la enfermedad.
La RTS,S: una vacuna rentable
En el año 2014, los resultados obtenidos en Malawi comparando la costo-efectividad de la vacuna RTS,S/AS01 y del uso de mosquiteras señalaban a la vacuna como un componente muy rentable de los futuros programas de control de la malaria en el país.
A pesar de ello, la investigación sobre la vacuna de la malaria estuvo estancada durante mucho tiempo. El proyecto se paró cuando la farmacéutica GlaxoSmithKline ya llevaba invertidos cerca de 300 millones de dólares sin apenas resultados, dejando la vacuna almacenada en una estantería. El empleo de nuevas técnicas de estudio y las asociaciones público-privadas que se repartieron los costes impulsaron un nuevo avance.
Así, el consorcio formado entre PATH Malaria Vaccine Initiative (Fundación Gates), GlaxoSmithKline y el Instituto de Investigación Walter Reed Army, que tiene la infraestructura necesaria para la producción de vacunas a gran escala en poco tiempo, continuó trabajando. Se unieron diferentes ministerios de salud de países africanos y muchos otros socios nacionales e internacionales y organizaciones como GAVI-Vaccine Alliance, Global Fund y Unitaid.
Toda esa colaboración ha resultado en el desarrollo de un programa mundial de vacunación que se iniciará en breve en Malawi y que se ampliará a otros países africanos.
Esperanza y cautela
Ya sabemos que la vacuna RTS,S está concebida para usarla en niños, no en adultos, y que su efectividad no es del 100 %. Sabemos que es preciso recibir cuatro dosis de recuerdo porque la eficacia se reduce con el tiempo. Sin embargo, la logística de cómo se va a administrar es muy compleja y no conocemos el precio de producción de la vacuna ni el precio con el que se va a comercializar. La empresa farmacéutica planea sacarla al mercado con un precio de coste más el 14 %, que pretende destinar a la investigación de nuevos fármacos contra la enfermedad.
A pesar de ello, será muy útil. Salvará miles de vidas y constituirá una herramienta en el control de la malaria, añadida al paquete básico de medidas recomendadas por la OMS en la prevención de la enfermedad, que incluye el uso de mosquiteras tratadas con insecticida, los diagnósticos tempranos y el uso de fármacos para el tratamiento de la malaria.
Pero los investigadores ya estamos habituados a tomar las buenas noticias con precaución. Se trata de un paso más en la lucha, nada nuevo en la historia de una enfermedad llena de fracasos y de éxitos que con el devenir del tiempo se vuelven parciales.
Aun así, constituye un motivo de celebración para aquellos que han trabajado durante tantos años dando pasos cortos en la buena dirección y, sobre todo, para las personas que la necesitan. Es preciso invertir, investigar y trabajar también en las enfermedades que nos parecen lejanas. Por justicia, por ética y por responsabilidad social.
Consuelo Giménez Pardo, Profesora de Enfermedades Tropicales y Salud Global de la UAH, Directora del Máster Universitario en Acción Humanitaria Sanitaria, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.