La primera ola del COVID-19 ha sido como un tsunami. Nos ha cogido por sorpresa y ha sido devastadora. El estupor y la tragedia han durado 4-6 semanas y, a continuación, han dejado sentimientos de impotencia y miedo. En España, se han comunicado cerca de 250 000 casos confirmados y 25 000 fallecidos. Dada la escasa disponibilidad de pruebas diagnósticas durante largo tiempo, se estima que las cifras reales deben ser bastantes más.
En Nueva York, donde el brote de casos llegó con dos semanas de retraso respecto a Madrid, un sondeo preliminar sobre una muestra representativa de 3 000 ciudadanos ha detectado que un 14% de los neoyorquinos tenía anticuerpos. Eso significa que uno de cada 7 ciudadanos ya lo habían pasado, muchos de ellos de forma asintomática. Esta cifra ascendía al 22% en Manhattan, donde se vivieron situaciones de colapso en los hospitales parecidas a las de Madrid.
Tras un largo confinamiento, está a punto de ponerse en marcha la desescalada. Aunque es previsible que se acompañe de una segunda ola de COVID-19, nunca tendrá la virulencia de la primera. Será mucho menos intensa y más prolongada.
¿Vuelta al trabajo? Más pronto que tarde
El confinamiento en los domicilios y el aislamiento físico han demostrado ser medidas sumamente eficaces para reducir la tasa de contagios. Pero no pueden prolongarse más allá de 4-6 semanas. Sobre todo por las consecuencias económicas, mentales y sociales.
Eso implica que la aceleración de la vuelta al trabajo parece inevitable, entre otras cosas por la urgencia económica en muchas familias. También parece previsible la reapertura de colegios en las próximas semanas, dado que muchos padres no podrían ir al trabajo sin alguien que se ocupe de sus hijos en edad escolar. Además, COVID-19 es asintomático o tiene pocas manifestaciones en la mayoría de niños y jóvenes.
En esta desescalada, los test de anticuerpos pueden ayudar a identificar a los que tienen inmunidad y pueden volver sin riesgos. Sin embargo, en muchos sectores laborales más del 80% de empleados continuarán siendo negativos para los anticuerpos y continuarán siendo susceptibles de infectarse. Cosa distinta son algunos colectivos como el personal sanitario, donde más de un 30% podrían ya haberse expuesto en muchas grandes ciudades, como Madrid y Barcelona.
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Con esas cifras sobre la mesa, parece que el test de anticuerpos sería de poca ayuda en estos momentos, pues muchos continuarán siendo susceptibles y con riesgo de contagio. ¿Qué alternativas tenemos entonces para priorizar la vuelta al trabajo sin riesgos? Básicamente dos: la edad y la presencia de otras enfermedades crónicas (diabetes, obesidad, patologías del riñón, corazón o pulmón, etc.).
Los mayores de 60 años o con esas otras patologías deberían ser los últimos en reincorporarse a las empresas, porque son los que tienen un mayor riesgo de padecer formas graves de la COVID-19. Estos criterios ya se demostraron efectivos al principio de la epidemia para priorizar el cierre escalonado de las empresas, con estratificación de empleados en imprescindibles (pocos), a demanda, rotativos y directamente a domicilio con teletrabajo.
En todos los casos, las empresas deberán procurar que se cumplan las nuevas medidas de protección (mascarillas, lavado frecuente de manos, etc.), distanciamiento interpersonal de 1,5 metros en los puestos de trabajo y suspensión de reuniones concurridas en salas cerradas.
¿Vuelta al ocio? Más tarde que pronto
Respecto al ocio, por el contrario, todo apunta a que el temor a una segunda ola de casos y a un repunte de la COVID-19 frenará los espectáculos, las celebraciones multitudinarias, los congresos, los festejos populares, la apertura de restaurantes, los desplazamientos, los viajes nacionales y, sobre todo, internacionales.
Para los españoles, acostumbrados a “cerrar” en agosto, es previsible que la distribución de las vacaciones adopte un modelo más anglosajón, con periodos más breves distribuidos a lo largo del año y en épocas diferentes cada familia.
La segunda ola de COVID-19 que, de forma previsible, acompañará a la salida del confinamiento domiciliario, no tendrá la virulencia de la primera ola del tsunami. Los servicios sanitarios ahora están más preparados y los nuevos casos podrán ser mejor atendidos, sin colapsos en urgencias, con más camas hospitalarias y de intensivos. Además, ahora muchos médicos y enfermeras vuelven a estar disponibles, tras superar la enfermedad y/o la cuarentena. Existe otro factor favorable y es la caída drástica en el número de casos activos y que pueden ser fuente de contagio, puesto que COVID-19 es una enfermedad que generalmente se autolimita en 7-10 días.
COVID-19 se enfría, pero hay riesgo de nuevas pandemias
Entramos en una nueva era post-COVID-19. La elevada densidad de población en algunas regiones del planeta, la escasa higiene personal y social, junto a la estrecha convivencia con animales domésticos y salvajes en China y otros países, son los tres principales factores determinantes de futuras zoonosis. Son el caldo de cultivo para que un virus “salte” del reservorio animal a los humanos y cause otra pandemia como la que estamos padeciendo.
En este siglo XXI ya tuvimos avisos en 2002 (SARS) y en 2012 (MERS). El nuevo coronavirus, denominado SARS-CoV-2, es mucho más transmisible y, además, incluso durante la fase de incubación antes de desarrollar síntomas. Y aunque su letalidad es menor, puede afectar a toda la población, al no existir inmunidad previa.
La trágica cifra de vidas que se han perdido en dos meses ha sido más el resultado de una inadecuada atención médica que de una virulencia elevada del virus. La mayor esperanza debemos ponerla en una vacuna protectora, aunque es improbable que la tengamos antes de Navidad.
Vicente Soriano, Facultad de Ciencias de la Salud & Centro Médico, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.