Los debates sobre la experimentación con animales y otros temas relativos a las implicaciones sociales de la actividad científica han puesto de manifiesto que aunque el pensamiento posmoderno inició su declive en el mundo académico tras el episodio conocido como broma de Sokal, tiene aún importantes derivaciones en el campo de la política y los movimientos sociales. Una de las más extremas es el movimiento que se opone al uso de animales en la investigación. Un artículo publicado por Ruth Toledano en su blog El caballo de Nietzsche constituye un excelente ejemplo de las posiciones de ese movimiento.
Las posturas antimodernas atacan los principios de la Ilustración
El posmodernismo es una corriente de pensamiento antimoderna. Ni ha sido la primera (el Romanticismo tuvo ese honor) ni la más dañina (los totalitarismos del siglo XX lo fueron en una medida infinitamente mayor). Con el término “antimoderna” me refiero a que es contraria a los principios y valores que impulsaron los pensadores ilustrados en la Edad Moderna, aquéllos sobre los que se asientan las sociedades occidentales contemporáneas. Las normas básicas de la convivencia social y política tienen su origen en los siglos XVII y XVIII, con figuras como Spinoza y Locke, o con revoluciones políticas como las de Países Bajos e Inglaterra. Las ideologías que emergieron en la segunda mitad del siglo XIX –socialismo y nacionalismos, principalmente- aportaron otros elementos con importantes implicaciones políticas y sociales, como son la noción de la solidaridad y el énfasis en la igualdad, por un lado, y la relevancia cultural y política de las comunidades o grupos humanos con intereses y señas de identidad comunes, por el otro.
Los movimientos antimodernos son y han sido anticientíficos. Unos lo han sido de forma implícita, como el estalinismo o el nazismo, ya que al restringir de forma severa la libertad de las personas, eliminaron un ingrediente esencial de la actividad científica, pues ésta no se desarrolla plenamente en ausencia de libertad. En contra de lo que muchos piensan, los regímenes totalitarios del siglo XX no destacaron precisamente por su productividad científica. Otros movimientos son anticientíficos de forma explícita; el posmodernismo es uno de ellos. Esto no ha de sorprender a nadie. Al fin y al cabo, los enemigos de la Ilustración lo son a todos los efectos, y no debemos olvidar que uno de los fundamentos del pensamiento posmoderno es el relativismo cultural que floreció en Europa tras la II guerra mundial, en parte por simpatía para con los movimientos anticolonialistas de entonces.
Los movimientos antimodernos son y han sido anticientíficos: el posmodernismo es uno de ellos
El relativismo, al objeto de dignificar las culturas de los pueblos colonizados, reivindicó su valor y denunció la pretensión de superioridad del conocimiento occidental, con la ciencia como su producto más genuino y elaborado. Y en esa batalla contra la ciencia, todo ha valido y todo vale. Los argumentos relativistas se apoyaron, además, en la pretensión de que también la ciencia es una construcción social, por lo que se encontró el argumento definitivo para “bajar a ésta de su pedestal” y acusarla, de paso, de ser una herramienta al servicio del poder. No hay que olvidar que la aspiración ilustrada de hacer extensibles a todos los seres humanos los logros políticos, sociales y educativos de las sociedades modernas occidentales choca de manera frontal con la reivindicación de la igualdad de la cultura y los valores de todos los grupos humanos, con independencia de su localización y su historia. Y tampoco hay que olvidar que ya los románticos del siglo XIX reaccionaron en contra de los ideales cosmopolitas de los ilustrados, tratando de oponer a ese espíritu universalista las culturas particulares de cada pueblo. Y es que el posmodernismo, a determinados efectos, no deja de ser una variedad tardía de romanticismo, solo que sin la grandeza estética de aquél.
Al negarle a la ciencia su carácter objetivo y un superior valor epistemológico por comparación, por ejemplo, con el pensamiento mágico vigente en muchos pueblos del mundo, se le niega utilidad y se facilita el ataque basado en su supuesta función como herramienta de dominación. Por otro lado, como es habitual que se confundan –seguramente de forma interesada- la ciencia y el uso que se hace de ella, es muy fácil acudir a ejemplos, por pocos que sean, en los que un uso perverso de ciertas tecnologías sirve para impugnar el hecho científico en su conjunto.
Es habitual que se confundan la ciencia y el uso que se hace de ella
El artículo de Ruth Toledano es un compendio de lugares comunes en el discurso posmoderno. Y alcanza el nivel de caricatura en la atribución a los científicos de la condición de “casta” al servicio del poder. Pepe Cervera ha respondido a ese artículo con un alegato en defensa de la racionalidad en su blog Retiario. Pero la verdadera diana de las invectivas de Toledano es la investigación con animales y la posición al respecto de Pablo Echenique-Robba, eurodiputado electo de Podemos. Invoca la autora un nuevo paradigma ético, uno según el cual los animales, sin distinción de especie, deberían ser sujetos de derechos y, por lo tanto, debería prohibirse la experimentación con ellos, por el sufrimiento que se les produce.
Y puesto que hablamos de derechos, hablamos de moral. Porque tratar de atribuir a los animales derechos como aquellos de que disfrutamos las personas es una cuestión de carácter moral, y la postura de Toledano, en coherencia con los orígenes ideológicos del posmodernismo, es de un relativismo extremo. En el fondo, la misma lógica que opera en la elaboración del relativismo cultural también puede aplicarse al relativismo moral. Esto es, del mismo modo que no se podría afirmar la superioridad de la cultura occidental y, por lo tanto, de su más elaborada expresión colectiva -la ciencia- con relación al conjunto de culturas del mundo, tampoco se podría sostener la existencia de una diferencia cualitativa esencial entre los seres humanos y el resto de los animales, por lo que no habría razones morales para anteponer nuestros derechos a los de ellos, ni nuestro bienestar o nuestra salud, a las de ellos.
Estar contra la ciencia es en el fondo estar contra las personas, opina el autor
Ese es el dilema, y es moral, por supuesto, y me atrevería a decir que prepolítico, en el sentido de que se trata de un dilema básico, fundamental, cuya resolución en uno u otro sentido condiciona de forma absoluta el resto de elementos sobre los que se sustenta la organización de la convivencia social y política. Si no se acepta que los seres humanos han de tener prelación absoluta y que el bienestar o la vida de ningún animal puede estar a la par que los de cualquier ser humano, quiebra un principio básico. Esto no es discutible. Quiero decir que, llegados a ese punto, la diferencia entre las posturas de quienes lo defienden y las de quienes colocamos a los seres humanos como primeros y muy preferentes sujetos de derechos es tan básica, afecta a un aspecto tan esencial de nuestras vidas que, al menos para mí, no es discutible. La prelación absoluta de la vida, la dignidad y el bienestar de los seres humanos sobre cualquier consideración ideológica es un principio sobre el que se asienta toda una concepción humanista del mundo a la que algunos no estamos dispuestos a renunciar de ninguna manera. La matemática y divulgadora Clara Grima lo ha expresado de forma impecable en este artículo.
El problema es que hay corrientes ideológicas en la izquierda que han bebido de las fuentes del posmodernismo. Y lo han hecho hasta el punto de abandonar una seña de identidad que era esencial en el discurso de izquierdas, la de que la acción política ha de estar al servicio de los seres humanos, de su libertad, igualdad y dignidad. “El género humano es la internacional” reza el himno que entonan con orgullo los militantes de izquierda en sus celebraciones. Pues bien, la identificación de los valores de la Ilustración con los del enemigo ideológico y la asunción de postulados provenientes de otras ideologías nacidas al calor del posmodernismo –como el ecologismo, por ejemplo- ha conducido a que algunos en la izquierda consideren a la ciencia como uno de los enemigos a batir. Pero se equivocan. Quienes así piensan han de saber que su adversario no es la ciencia, sino las personas. Y es que la ciencia es un instrumento de la humanidad, un instrumento al servicio de los seres humanos, los actuales y los que nos sucedan.
* Juan Ignacio Pérez es catedrático de Fisiología de la Universidad del País Vasco y colaborador de Next.